La Bruja (19)

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Poppy Adie era una bruja.

Y, a pesar de su naturaleza médium, no pudo anticipar el estallido de las ventanas; en el comedor de Dunross se habían aglomerado los más acérrimos miembros del servicio; Carice les estaba comunicando el deceso del conde, y varios de ellos hablaban al mismo tiempo cuando ocurrió todo. Las luces seguían extintas, la tormenta se había enfurecido y, provocando un susto colectivo, los cristales de las ventanas se rompieron al unísono.

Cuando se irguió, su primer impulso fue tocarse el medallón que colgaba de su cuello; era un artefacto viejo, con un salmo grabado, que su abuela le había regalado la tarde en la que Jane fue a visitarla hasta Edimburgo. Ten cuidado con ella, le había advertido. Pero no entendió a qué se refería hasta que, una noche, Jane le pidió su sangre.

—La sangre de virgen es muy valiosa aunque suene misógino —dijo por aquel entonces.

Por eso Poppy, tras años de estudio y convicción, se había mantenido intacta. Y aún por esas fechas seguía creyendo que era mejor así.

Buscó, desesperada, a Carice entre el gentío. Estaba acuclillada en el suelo, rodeada por vidrios rotos. Poppy se incorporó con rapidez al notar que dos muchachas más estaban ahí, y lloraban desesperadamente. El mayordomo se había quitado la chaqueta, obedeciendo a una orden directa del ama de llaves.

Al acercarse al círculo, Poppy abrió los ojos. Horrorizada, sujetó entre sus dos dedos la medalla e invocó al Espíritu.

—Cúbreme con tu sangre, protégeme con tus alas; inclina tu oído... —murmuró.

La chica, poco menor que Nazareth de seguro, tenía un vidrio incrustado en la garganta. Carice le había ordenado a mayordomo que le ejerciera presión en la abertura, pero la sangre salía a borbotones por su boca y emitía sonidos guturales, intentando conseguir aire. Se ahogaba. Poppy continuó de pie, a sabiendas de que lo que hicieran sería inútil.

Carice le había explicado que necesitaba ir a la cripta Mornay, donde descansaban todos los condes enterrados ahí desde su construcción, en el siglo XVI; le pedía que la acompañase y, con un suspiro, Poppy le había dicho que la esperara, así que la encontró en el comedor, dando instrucciones respecto a lo que debían hacer hasta que volviera la luz.

A una mujer mayor le pareció extraño que el joven Charlie quisiera tenerlos despiertos a esas horas. Y fue entonces cuando se les reveló que George Mornay acababa de morir. Entonces todas las murmuraciones fueron de empatía y solidaridad. Dijeron que mantendrían calientes las salas de lectura, incluidos los saloncitos de té y las galerías. Había pocas personas en el castillo, ellos lo sabían, pero era una tradición vieja entre sus costumbres el mantener una casa cálida cuando alguien se despedía de este mundo.

Las manos de Carice estaban llenas de sangre cuando, rendida, se sentó sobre sus talones; la mirada perdida y el gesto de horror habían contorsionado su rostro, de facciones casi perfectas. Una mucama lloraba también. El mayordomo empezó a orar el padre nuestro, pero en latín; Poppy se lo quedó mirando, agradecida de que fuera él.

—Pídele a Duncan que venga —le espetó la asistente a otra empleada, mientras se limpiaba las manos en una franela que le había dado una sirvienta; el mayordomo le ayudó a levantarse—. Estaremos bien.

—Pero, señorita... —masculló otra chica.

Poppy mantuvo la mirada fija en Carice.

La muchacha se marchó aprisa.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora