Sangre pura (25)

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Nada más regresar a la estancia-comedor, Eco clavó la vista en Elmar Kramer, quien, a su vez, le dirigió una mirada asesina, aunque lo cierto era que su aspecto desaliñado y hambriento, de pordiosero, lo que hacía era provocarle náuseas. Ya sabiendo lo que había hecho, intentó analizarlo por quinta vez desde su llegada, quince minutos antes. Había rasgos similares con Nazareth; los ojos pálidos, la nariz respingada, ese halo de aristocracia natural, que lo exacerbaba. Se sentó a un lado de él, contorneando la mesa. Escuchó una plática desvalida, hizo un pequeño comentario y luego se puso, de manera profunda, a analizar a cada uno de los presentes.

No se percató del todo de la presencia de Alex hasta que lo escuchó elevar un poco la voz, para acallar, al parecer, un reclamo de Elmar.

—El diccionario existe por culpa de ustedes —le indicaba en ese momento.

Carice se adentró en el comedor, taconeando la moqueta. Detrás de ella, una muy pálida Naza se aventuró a mirar en todas direcciones. Pero fue muy fácil ver el alivio en su rostro al encontrar la mirada de su padre, que se quedó indiscretamente mudo al notarle, quizás, el brazo vendado, las mejillas rasgadas y el hematoma que se le había formado a la altura de la clavícula.

Tenía, a pesar de todo, las mejillas sonrosadas. Eco se levantó y, con cuidado y silenciosamente, se aproximó a Carice y a la muchacha. Esperó muy paciente, hasta que el mismo Charlie arribó. Se miraron de soslayo, Charlie con los brazos cruzados en el pecho, Eco con la mirada puesta en los movimientos humanos alrededor.

Hubo un silencio tan largo y carente de sensaciones, que el frío le caló más de lo que lo había hecho en las circunstancias anteriores. Naza se peinó el cabello y, con su ademán, rompió la tensión de un momento muy pesado. Eco la observó dar los primeros pasos hacia el comedor que se encontraba frente a la chimenea.

Poppy, que había preferido sentarse sola, lejos de Dune —para su fortuna— y lejos de Elmar, le dirigió una sonrisa tierna, que Nazareth, era notorio, se obligó a corresponder con una mueca de seriedad.

—Pensé que algo te había ocurrido —susurró por fin la mujercita.

Elmar Kramer lo miró.

—Algunos asuntos pendientes me retuvieron en una cámara de meditación.

Naza, en esta ocasión, le miró con una necesidad palpable, por encima del hombro. Su mirada de gatito solitario hizo que Eco se cuestionara todos y cada uno de sus códigos laborales. Con un gran suspiro y víctima de una sensación horrible, de miedo, levantó el mentón y cuadró los hombros.

—Estaba siguiendo órdenes —dijo.

A Elmar Kramer, era obvio, le importaban bien poco su ética y su cumplimiento servicial. Allí tenía el semblante cansino, duro, y la forma en la que se le habían curtido las facciones hacía que el ambiente fuera hasta más lóbrego de lo habitual. Aquel sitio rodeado por flores silvestres y campos de brezo en plena flor, les había otorgado algunos instantes de tranquilidad. No obstante, el aire empezaba a respirarse distinto otra vez, como en Dunross.

Eco percibía la acritud en los presentes hacia él. El miedo que eran incapaces de no sentir por el conocimiento de su identidad. Se rio para sus adentros al imaginar que se había quedado por voluntad propia, no porque quisiera redimirse. El padre de mierda que era Elmar Kramer no tenía derecho alguno a juzgar sus actos, cuando, en secreto, tenía manchadas las manos de sangre.

Calibró su situación por enésima vez aquella semana.

Por suerte, no tuvo que esperar una respuesta divina. Le llegó sola.

Hombres OscurosWhere stories live. Discover now