Nazareth (26)

892 169 15
                                    






Elmar Kramer, además de su padre, había sido la principal razón por la que Nazareth se había interesado en la simbología. Su primer ensayo publicado en la revista de la universidad, de hecho, trataba sobre ello, principalmente sobre el libro que su padre publicó a los veinticinco años, luego de que ella naciera y a quien estaba dedicado por completo. Además, su veneración también quería decir que había sido un buen padre. Mientras lo miraba, al entrar en su habitación cobijada por un manto de acidez, no encontró más a ese hombre que la despertaba por las mañanas, o que le había enseñado las pléyades. Era una persona distinta a la que veía abotonarse la camisa limpia.

Se movía con torpeza, evidentemente adolorido.

—No debiste venir —dijo él, al girarse—. Por años te mantuve alejada de este sitio... No debiste venir.

La miraba con sincera preocupación. Pero solo había una cosa de la que Nazareth quería hablarle, y su decisión de ir a Aberdeen no lo era. Elmar se sentó en la cama desprolija al tiempo que se pasaba una mano por el cabello entrecano.

Ella se quedó de pie en el mismo lugar...

—El contexto en el que lees Hombres Oscuros tiene matices —confesó—. Nunca me lo dijiste, papá.

—Estabas mejor antes.

—Eso tú no lo sabes. —Alzó la vista un instante—. Quiero saber qué ocurrió aquí.

Su padre, un hombre de constitución esbelta y envergadura elegante, en ese momento parecía más un despatarrado mendigo que el antiguo doctor en teología al que Alex había querido como un padre. Nazareth lo observó, callada, queriendo descifrar sus motivos, como si de verdad lo conociera o pudiera llegar a hacerlo en aquellos segundos tan cruciales.

Él tenía una expresión demacrada en el rostro y las manchas de las manos se le habían acentuado.

—Descubrí a Alex cuando tenía cinco años —narró, las cejas arrugadas en la frente—. Las monjas del orfanato me dijeron que su situación era delicada. —Sonrió con el recuerdo—. Se enfermaba diario. Era un niño inteligente que no salía nunca de la cama. Los médicos aseguraban que padecía leucemia, pero hicieran lo que hicieran nunca mejoraba y tampoco se moría. Lo visité durante casi un año, para hablar con él solamente. —Abrió los ojos con impresión y se observó las manos—. Cinco años y ya citaba a Goethe.

Nazareth hubiera sonreído. Pero de sus memorias, poco pudo sacar que reflejara al niño moribundo que su padre le estaba describiendo. A esa edad, ella aún no nacía, y cuando creció, encontró en Alex un compañero, alguien que le enseñó a leer y también a diferenciar lo que eran el amor y la idealización. Cansina, suspiró por el recuerdo de la niña ilusa que había sido entonces. Pese a que, por aquellos días, se sintiera tan agradecida.

De no haber estado con él, jamás habría experimentado la sensación de poderío que le daba decidir con quién acostarse. Por lo tanto, sentir lo que sentía cuando miraba a Charlie, cuando le escuchaba hablar, era como distinguir entre las joyas falsas de un repertorio en el que tenía que encontrar un solo diamante. Bruto, pero diamante al fin y al cabo.

—Lo adoptaste.

—Sí.

—No lleva tu apellido...

—Era un apellido demasiado importante como para cambiárselo, Naza —dijo, con convicción. Se sujetó las piernas con ambas manos—. Cuando Alex nació, su padre murió el mismo día. Tiempo después, en una sesión de hipnosis, descubrí que estaban mortalmente conectados. Alex creció así, enfermo, hasta que...

Hombres OscurosWhere stories live. Discover now