Alex (22)

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Dunross. Octubre de 1985.


Díselo, pensaba Alex.

Estaba indeciso. Miraba a Charlie acomodar unos libros en la atestada estantería del despecho del conde, mientras hablaba de formas inconexas; Alex solo podía pensar en alguien: Jane. Hacía como dos horas que no la veía y, mientras tanto, se había dedicado a buscar en sus anotaciones todo lo que sabía sobre invocar demonios.

Frente a él, Charlie se volvió, de pie en la escalerilla. Iba vestido como de costumbre cuando su padre no estaba en el castillo. Gracias a sus ademanes tiernos, se había ganado a la mayor parte del servicio de Dunross, así que todos los criados le guardaban el secreto. Vio que enarcaba una ceja. Alex levantó las suyas y sacudió la cabeza al tiempo que suspiraba.

—Lo siento, me quedé...

—Estás muy raro —dijo Charlie.

Puso el último libro en la estantería. Alex lo observó descender. El pantalón de mezclilla que usaba era desgarbado, nada que George Mornay le hubiera permitido llevar puesto. Era su único hijo. El que llevaría a lo más alto el apellido de los Mornay. Cada vez que Alex pensaba en eso no podía parar de tener un pensamiento bastante oscuro.

Si tan solo fuera un poco como él, las cosas serían distintas.

—Estaba pensando que deberíamos llevar a Jane a otro sitio —aludió un poco más tarde.

Charlie se volvió a mirarlo, con aspecto extrañado.

—Creí que querían estar aquí. Bueno, eso me dijo ella. Por eso vinimos, ¿no?

—Eso pensé, pero ella... —se le contrajo la expresión al pensar en lo que habían discutido aquella tarde.

Acababa de meterse en su cama. Estaba desnuda y dispuesta. Cuando la sintió, su cuerpo reaccionó de inmediato. Siempre que se encontraban el sexo era brusco. Alex quería amarla. Jane buscaba desesperadamente que estuviera en ella. Hasta de la primera vez tenía un recuerdo muy mórbido, sobre lo que había hecho Jane con su propia sangre del himen. Tragó saliva, avergonzado, al recordar que se encontraba frente a Charlie.

Este palmeó un par de veces frente a su rostro. Alex apretó los párpados, y se levantó de su asiento.

—Tienes que saberlo —musitó—. Eres mi mejor amigo.

El gesto de Charlie fue, primero, de sorpresa, luego de angustia. Miró a todos lados, confundido.

—Dios, dime que no está embarazada.

—No. Jesús, no. —No supo por qué, pero la suposición le causó horror—. Escúchame... —Se colocó frente a él, mirándolo a los ojos. Alex sabía demasiado sobre el oscurantismo, las prácticas de su padre y las muertes en el castillo. Charlie tenía la mirada de un niño inocente—. Algo va mal. Con Jane. Ella está...

—Es Jane, Alex.

—No me estás entendiendo. Ha empeorado. Dice que tu padre tiene La Clavícula, que la ha encontrado, e insiste con la condesa suicida.

—Mi abuela, así la llaman. Pero, Alex, solo tienes que acompañarla. Está muy sola. Te extraña.

Charlie se mostraba escéptico, como siempre. Alex sabía que tenía que convencerlo. Debía de decirle la verdad; Jane estaba mal, necesitaba ayuda. Ayuda de un médico, si pudieran dársela. Pero, ¿cómo iba a decirle? El mero hecho de tener que hablar al respecto le dio arcadas. Miró a su amigo hacer más de sus deberes. Estaba trabajando en una tesis. Iba a presentarse en Oxford, frente a casi trescientas personas que lo escucharían por ser quien era.

Hombres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora