Charlie (38)

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Él abrió los ojos mientras a su alrededor el mundo se desestabilizaba por completo. Había, frente a sí, un extraño componente; era la atmósfera, distorsionada en su raciocinio, curiosa y gris, como la sensación de un lamento durante un funeral. Veía el propio largo de sus pestañas sobre los párpados, creando sombras en las mejillas, de piel reseca, endurecida por un agente desconocido, algo que no era ni humano ni real. De cierto modo, era su vida apagada y extinta por el cuchillo de la única alma paralela a la de él. Un mundo con millones de personas se había encargado de manipular el dolor que sentía, de entristecer sus ganas de vivir, de entender, de estudiar, de amar; casi magullado por completo, sumergido en ese egocentrismo que lo anulaba, sorprendido y temeroso de sus deseos autodestructivos, había ayudado a lapidar ese futuro: la cama, el pinchazo en el pecho, el corazón atravesado, las esperanzas destruidas, los sentimientos de traición.

Y Alex.

¿Había sido realmente alguien más su hermano que él? Era el único que lo aceptaba, en sus facetas tortuosas y su aburrida forma de ser. Alexander Ambrose miraba a través de su piel y huesos, como si en general sus piezas las hubiera armado él mismo. Lo embargó la añoranza por el recuerdo de esos años en los que pasaban horas y horas charlando de sus carreras, de las brujas, de la historia Mornay, de la condesa sucedida. De Jane y sus escapadas nocturnas.

Charlie ignoró el escozor que sentía en los ojos y se removió entre las sábanas, tan confundido y desorientado como un explorador que ha contraído la infección más contagiosa. La aceptó sin titubeos. Al cerrar los ojos, evocó otra vez ese año en el que su destino se había hecho trizas. A ciencia cierta, se sabía de memoria algunos fragmentos de Hombres Oscuros; orgulloso de los descubrimientos de su padre en el mundo del oscurantismo, había empezado su propio ensayo al respecto: un análisis profundo de los tipos de almas, una novela en prosa escrita sobre sus propias vidas, esperanzas, muertes y andanzas por el mundo tenebroso de las injusticias.

Eso.

Hombres Oscuros hablaba de miles de injusticias.

Hasta del amor y la injusticia de encontrar a quién amar sin miedo, para después pasar por la durísima prueba de tener que soltarle... libre: por un sacrificio.

Alguien abrió la puerta de la habitación, que se encontraba oscurecida por la noche; en el ventanal de cortinas abiertas y alféizares altos, se encontraba la figura alta y esbelta de una mujer cruzada de brazos, cuya espalda erguida le recordó por instante a Nazareth. Estuvo a punto de susurrar su nombre, pero inspeccionó mejor aguzando la vista, y la mirada de Carice se esparció por cada parte de su ser. En automático, se le enfebrecieron los músculos y el sentimiento de agobio se volvió insoportable.

Ella se aproximó con pasos calculados. Una criada acababa de dejar una bandeja en la mesita de trabajo. Se retiró en silencio, pero dejó la puerta abierta; en seguida, Eco Wallace atravesó el umbral. Llevaba encima una camisa limpia. Un vago recuerdo ensombreció el miedo que, repentinamente, se había interpuesto en su mente.

—Estás despierto —dijo Carice; se sentó a un lado suyo en la cama. Charlie no podía decir nada a cambio. Solo atinó a mirarla, asombrado del parecido con Jane y del que nunca había tomado aprecio—. ¿Puedes ver ahora?

Charlie se lo pensó con seriedad.

Se está ciego de tantas maneras...

Ya decía yo que ese sentido del humor y esa confianza que te tenía mi padre... —Hablaba con voz átona, desganado y sin fuerzas; por dentro, pese a todo, quería desperezarse y estirar cada músculo—. Pudiste habérmelo dicho.

Hombres OscurosWhere stories live. Discover now