Hombres Oscuros

By lizquo_

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El padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parece... More

Hombres Oscuros
Prólogo
Página 545
Nazareth (1)
Alex (2)
Charlie (3)
El Ángel (4)
El súbdito leal (5)
Página 78
Nazareth (6)
Alex (7)
Charlie (8)
Jane-el-fantasma (9)
El hombre de negro (10)
Página 228
Nazareth (11)
Alex (12)
Charlie (13)
Jane-la-oculta (14)
Esquizofrenia (15)
Página 445
Nazareth (16)
Alex (17)
Charlie (18)
La Bruja (19)
El Juego (20)
Página 100
Nazareth (21)
Alex (22)
Charlie (23)
La maldición de Winndoost (24)
Sangre pura (25)
Página 459
Nazareth (26)
Alex (27)
La Torre del Reloj (29)
El pecado de Elmar Kramer (30)
Página 25
Nazareth (31)
Alex (32)
Charlie (33)
La muerte es otra forma de vida (34)
Retando a Dios (35)
Página 800
Nazareth (36)
Alex (37)
Charlie (38)
La Llamada (39)
Lento, lento, lento (40)
Página 50
Epílogo

Charlie (28)

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By lizquo_




La concepción que tenía Charlie sobre sí mismo era, sinceramente, bastante borrosa. En otras épocas habría dado una lista inmensa de defectos; por ejemplo, se habría llamado aburrido, amargado, extraño, mojigato, tímido, soñador, etc. Pero escuchar la opinión de Nazareth fue una cosa muy, muy peculiar.

Dolió.

A veces, cuando pensaba que a esa edad ya debería estar casado —como decía Carice— o que ya debería de haber tenido su primer hijo —como decía Carice—, terminaba desconcentrado y reacio a continuar con ninguna tarea que estuviera realizando en ese momento; le provocaba estrés el hecho de tener que seguir una línea de sangre, hasta la perpetuidad, pero, en ese aspecto, pensar en ser feliz era todavía más extraño. Y la gente también creía que eso era una obligación. Nazareth, por ejemplo.

Es demasiado para mí.

—Demasiado —se repitió en voz baja, al girarse.

No tenía idea de si se refería a su tozudez, acritud o una mezcla de ambas, pero oírlo no resultó agradable. La había tocado de una manera íntima, hasta podría decir que descuidada... Jesús, ni siquiera había pensado en eso. Hubiera podido llegar al final sin ninguna precaución: y era porque no le preocupaba en lo absoluto.

Charlie evitó volver a la estancia de la chimenea, en la que todavía se encontraban Eco y Dune, charlando en voz baja. Alex no estaba. La puerta de la salida se encontraba abierta, de modo que, impelido por la zozobra pasada, el aire comprimido en sus pulmones al imaginarse que hasta Nazareth lo hallaba aburrido —tener esa imagen de sí mismo era una cosa, pero escuchárselo decir a una mujer que le atraía intelectual y sexualmente era un golpe bastante bajo de la vida—; había salido al aire fresco de la mañana. Nubes bastas y cargadas de agua recorrían los contornos del firmamento. El viento traía uno que otro aullido del mar, pero fuera de eso, el ambiente era pacífico.

Se sentó al lado de Alex y le contó todo. Bueno, al menos la parte en la que oía cómo Nazareth le hablaba a Poppy de que ella no era el tipo de mujer que se casaba y tenía hijos. Pensar que Charlie veía aquello como su futuro de manera inminente, le pesó como una cruz en la espalda. Había sido un buen encuentro de sexo sin premeditaciones, y lo había sentido en el pecho. Una mano entera le removió las entrañas y se las apretujó hasta que estuvo pletórico de excitación, de deseo y de amor por ella.

Al pasar los minutos, Charlie contempló el perfil de Alex.

—¿Sientes algo por ella?

Alex acababa de darle un sermón sobre las cosas que debía aceptar del destino. Charlie creía en Dios.

Pero no en los hombres.

La redundancia de todo aquello era que, en efecto, había hombres oscuros y mujeres impías en el mundo. Una de ellas hasta le había dicho que era tan frío como el hielo; ahora, sin embargo, le echaba la culpa a Jane y a su recuerdo tóxico. Se preguntó si, de haber estado sano, ya estaría casado con Regina, una escultora y profesora universitaria a la que su padre había detestado. En ella había encontrado a una amiga, pero era obvio que, aparte del sexo mecánico y las cenas interesantísimas que solían mantener, charlando de historia siempre, no habían compartido nada.

Esos días, catorce si los contaba, le habían bastado para comprender que no era algo que se obligara. Era una cuestión de piel, de vísceras; le correspondía al alma. La conexión. El amor. Se salía del entendimiento humano; eso tenía mucho más sentido que lo que su padre le había dicho al enterarse de que planeaba seguir adelante con Regina.

Alex agachó la mirada. Con ese aspecto tan fatigado, a Charlie le dolía el corazón. La impotencia se les cernía a los dedos. Dudaba de poder perdonar a su padre por, en lugar de ayudarlo, haberle dejado solo; con Elmar tenía que cruzar un par de palabras en breve. En realidad, allí habría querido dirigirse luego de no encontrar a Carice por ningún lado en el solar.

—Nazareth y yo somos un mal conjunto —explicó Alex en tono melancólico—. Pero le tengo aprecio.

Sonaba fatal.

—Y ella a ti.

—Ella quiere salvar a lo que se pierde —murmuró luego—. Le viene por instinto. Lo intentó con su madre, lo intentó conmigo... Siempre ha sido así.

Con un bufido, Charlie se puso de pie y alzó la mirada hacia los ventanales de Dunross y la verja del canal que se expandía a lo largo de los jardines. Había, alrededor de la fuente emblema, peonías y rododendros que intentaban trepar por la piedra de la vieja fuente. En el lado noreste, el camino arboleado del aviario se perdía detrás de los colores verdes y amarillosos del día. Pero todo eso que miraba, lo que le pertenecía, estaba lleno de un vacío incierto, algo que Charlie no tenía idea de cómo reparar.

Los pecados de su familia eran demasiados...

Si renunciaba al condado y...

Cerró los ojos.

—Tengo que hablar con Elmar —dijo, dándose la vuelta.

Alex alzó la vista, los ojos entornados por la claridad del sol.

—No veo para qué. No nos ayudará.

—Necesito respuestas, Alex. Todos estos años en la ignorancia...

—En la negación, querrás decir —se rio Alex.

Charlie hizo un gesto de suficiencia.

—¿Qué se puede hacer cuando se está obnubilado?

—Caer y levantarse —dijo Alex.

—No aplica para ti, imagino.

Su mirada se desvió hacia la fuente del halcón Mornay. Alex siempre había mirado de esa manera Dunross, como si en el fondo aquel fuera su sitio. Ahora que estaba ahí, Charlie no quería que se marchara. No iba a poder con el fantasma de su padre, de Jane, ni con su desesperación. Nada de lo que había ocurrido parecía real... Y estaba ahí, consciente de que su corazón latía por pura misericordia —y gracias a Naza.

Él sacudió la cabeza con un semblante alicaído.

—Debí morir esa noche con ella. —Solo lo miró la mitad de un segundo, apenado.

—No es cierto —Charlie espetó.

Había cerrado los ojos porque sabía que era lo que tenía que decir. Era hora de aceptarlo. En su letargo, se había preguntado una y otra vez por qué a pesar de todo en su mente Alex vivía como si fuera un fragmento importante, como si le hubiera partido el corazón realmente que, el que solía ser su mejor amigo, acabase con la obsesión de su hermana. Parecía una traición a primera vista. Ahora se sentía estúpido por haber perdido tanto tiempo.

Cada lapso transcurrido parecía de vida o muerte. Por acto reflejo, se acarició el pecho del lado izquierdo. Alex observó su ademán, con expresión preocupada.

—Pase lo que pase —le dijo, irguiéndose—; no finjas que no me merezco todo esto. Si vas a luchar por algo, que sea por tu propia integridad. Char, tuve mi chance y se la di a Jane.

Intentó sonreír.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que lo llamó así?

—Espero que te haya servido de lección.

Alex se rio. Estaban frente a frente. En Dunross. Los papeles se habían invertido en la ópera. Alex ahora era el perdido, y el salvo era Charlie.

Hasta cierto punto.

—Será mejor que visitemos a mi viejo amigo —espetó Alex luego.

Charlie prefirió no decir nada y lo siguió al interior del solar. Ni Dune ni Eco estaban en el comedor. Charlie se miró el reloj de la muñeca, comprobando la hora. Alex frunció el ceño y echó un vistazo crítico alrededor de la estancia. El silencio resultaba atronador.

—Por favor, que no sea lo que estoy pensando —murmuró Alex.

Echaron a andar por el pasillo, cruzando de largo la cocina y el pequeño estudio. En el rellano donde se había detenido Charlie al oír que Nazareth mencionaba su nombre, la oscuridad reinaba, pese a que el sol iluminaba fuertemente el día. Al entrar en la habitación de Elmar, lo primero que Alex hizo fue guardarse las manos en los bolsos del pantalón y echar la cabeza atrás.

—No está en su habitación tampoco —explicó el viejo.

Habían cerrado con llave por fuera. Charlie la miró con recelo.

Nazareth.

Apretó los ojos, lleno de cansancio mental.

—Dime, ¿por qué engendraste una hija tan testaruda?

Era Charlie el que estaba criado con modales conservadores, pero ya empezaba a entender por qué Naza le llamaba misógino. Quizás el término —originalmente del griego— estaba mal empleado y, aun así, lo entendía. Alex se exasperaba con facilidad si todo giraba en torno a Nazareth.

Que la llamara testaruda hizo que Charlie se sintiera más atraído por ella. Contrario a lo que creían todos, le llamaba mucho la atención que tuvieran tanta química; sin importar que él fuese, por Dios santo, un antropólogo aburrido. Tenía deseos. Nazareth era una mujer y el un hombre. ¿Qué cosa tan superficial era llamar a alguien testarudo solo porque hace cosas que tú no harías o porque no las hace como tú lo harías?

Dejó de imaginarse lo excitante que sería compartir una vida con ella en el momento en el que Dune apareció en el umbral, con gesto horrorizado.

—No me hicieron caso. Se han ido.

Estaba agitado.

—La puerta trasera —Alex dijo.

Charlie clavó la vista en Elmar, que se puso de pie.

—El descampado conecta con el bosque del aviario. Y este con el jardín lateral, antes de las almenas y la torre caída.

—Nazareth cree que por tener el alma fría puede hacer que Jane se marche —atajó Elmar; apenas podía sostenerse en pie. Alex le agarró un brazo y el hombre casi trastabilló con su fuerza—. Es mi hija...

—Y una adulta —aseguró Charlie—. Vino hasta aquí para buscarlo.

—Pues me ha encontrado. Quiero sacarla de este sitio.

Alex lo soltó y, anegado, Elmar se dejó caer pesadamente en una silla.

—No importa cuántas veces tratemos de apartarla de Dunross. Ella siempre encontrará un motivo para volver.

Lo había mirado con un recelo nuevo, que Charlie entendió de inmediato. Sabía que entrarían por las mazmorras. Era el único sitio al que el demonio no tenía acceso y, por curioso que pareciera, a Charlie le proporcionaba cierto alivio. Aunque, se dijo, ahí estaban las cosas que también habían mantenido en secreto los Mornay por alrededor de cuatro siglos.

Para empezar, su inmensa colección de obras de arte, obtenidas con medios poco ortodoxos. Para los fines benéficos de la familia, Charlie pensaba guardar el secreto, igual que los otros condes. Lo que había allí era valioso por tener riqueza histórica, no solo por el peso, el calibre o el autor.

A pesar de esa seguridad, se encontró pensando qué diría Nazareth cuando se encontrase al Rembrandt con su Tormenta en el mar de Galilea; al San Francisco y San Lorenzo de Caravaggio; al Hombre joven de Sanzio; muchísimas piezas que el mundo tenía bajo el concepto de arte, pero los Mornay y cualquier oscurantista, los calificaban como parte de un mapa. Algo que formaba un gran rompecabezas en la cronología del hombre y su historia.

De no ser porque no quería que nadie supiera de aquel remordimiento inadecuado, hubiera maldecido. Lo hizo, pero para sus adentros.

—Tenemos que ir.

La luz que entraba por la ventana se opacó.

Charlie observó el cristal y se fijó en el azul del cielo, que comenzaba también a empañarse de un tono más profundo, como si anocheciera de golpe.

—Otra tormenta...

—Mal augurio —lo secundó Alex.

—Creo que deberías quedarte con el doctor Kramer. —Charlie se giró a mirar a Dune. Él le devolvió el gesto, pero más confundido que nunca—. Es peligroso. Tu padre no me perdonaría jamás si algo te ocurriera.

—No pueden dejarme aquí, encerrado, mientras mi hija corre tan grave peligro.

Alex, tras mirar al doctor, curvó una sonrisa que le explicó a Charlie por qué estaba tan cansado.

—La hipocresía andante, eres tú.

No vaciló al salir de la pieza. Charlie le dirigió una mirada austera al hombre y después se marchó detrás de Alex. Dune salió el último. Ya en el pasillo, se apresuraron a entrar en la cocina. Dune hablaba por los codos, incluso, haciendo preguntas.

—Escucha —se impacientó Charlie—, esto es como cuando nos fuimos a Ulster, a la casa de las montañas, sin permiso de tu padre. Queríamos ver a la supuesta bruja. Tú preferiste quedarte en la posada porque te gustó la hija de la posadera. Es igual. Quédate a pasar el rato.

—Tenía quince años, imbécil —repuso Dune, aparentemente ofendido—. Estamos hablando de poner mi firma ante un juez y jurar que las muertes en el castillo son una mala coincidencia de la vida. Eso si ninguno de ustedes sale ileso. —Los apuntó con el dedo, lacónico.

De pronto, volvían a tener quince años y cada uno ocupada su sitio.

Charlie no sabía si él iba a librar nada esa tarde. Tragó saliva para ignorar el miedo. Y se prometió que era normal; todos, alguna vez, le temían a la muerte.

—Si me muero, tienen justificación; sufrí un infarto, apenas duermo, tengo alucinaciones. Caso cerrado. Estaba mal de la cabeza.

Entre dientes, resopló aire y se centró en agarrar el mango de una lámpara. Cuando Alex se la aceptó, se miraron en silencio.

—Si te mueres, el condado irá a parar a tus primos más cercanos.

Charlie sonrió.

—Nazareth estará complacida.

—Nazareth te añorará toda su vida porque jamás conocerá a otro igual. Créeme: conozco el sentimiento.

El gesto de Alex era severo, como si no le gustara tocar ese tema en lo absoluto. Haberlo perdido de vista todos esos años había causado que no recordara ciertas de sus muecas, pero sabía que esa manera de escudriñarlo se debía a la furia. Una vez, su padre le había obligado a sacar a bailar a la hermana mediana de Dune, la que tenía muchas pecas en el rostro. Pero no eran pecas atractivas como las de Poppy. No. Eran pecas tan marrones que le defenestraban la cara y hacían de su rostro una canasta de fresas echadas a perder.

Por la noche, mientras caminaban por la cala, Charlie le contó a Alex que había intentado besarla y que su aliento le había parecido semejante al mosto. Odiaba el mosto. Alex había puesto esa mirada, se había detenido en mitad del camino y había mirado la puesta del sol.

—Deja de hacer lo que otros esperan que hagas —le dijo, entonces y ahora mismo.

Dos tiempos unidos por una sola persona que no abandonaba el rictus de miseria. Se le apabulló el alma al hacer la comparación del Alex adolescente y del Alex adulto. Los dos, Charlie y él, tenían una carrera, una vida torcida, y un asunto pendiente con la misma mujer. Más unidos no podían estar. Con o sin sangre, la conexión era más fuerte que la que nunca había tenido con Jane o con su padre.

En silencio, sin explicarle nada más a Dune, abandonaron el solar por la puerta trasera. El camino hacia el aviario y la almena estaba hundido en la penumbra debido a que las sombras de las nubes caían exactamente en el brezal al frente. Los arbustos más altos vigilaban cada flanco del corredor, lleno de altibajos en el terreno. Hacía un extraño viento que olía a brezo.

Charlie iba a preguntarle a Alex si lo percibía, cuando él le dijo—: Cualquier cosa que asocies con ella será perceptible para ti. El brezo no tiene perfume, por eso es comestible para las ovejas. Pero tú ya lo sabes.

Sonrió.

—Siempre lo he sabido. Aceptarlo, es otra cosa más intensa. E imposible si lo que quieres es olvidar.

Pasaron una arboleda frondosa, en cuyos troncos asomaban figuras deformes. Las copas danzaban con el viento, que había acelerado su velocidad. Un ruido repentino, como el crujir de una rama partiéndose por la mitad, los hizo detenerse. La verja del aviario estaba a solo diez metros.

Charlie escuchó un susurro...

Era una canción...

Miró hacia arriba, con las cejas arrugadas.

—¿Qué es? —preguntó.

Alex miró en derredor, agitado.

—Almas.

Charlie siguió caminando, ignorando el aturdimiento que caminó detrás de él, en fila india. A su lado, Alex miraba a uno y a otro lado, como si esperara que, de un momento a otro, alguien saltara por en medio de los troncos. Al entrar en el jardín circundante del que estaba provisto el aviario, fue capaz de percibir el cambio en el ambiente. Había especies de aves en el lugar, pero no se escuchaba ningún trino. Trató de mirar a través de los cristales y los barrotes que conformaban el amplio espacio, un sitio mitad jardín, mitad jaula.

Se recordó lo mucho que quería enseñarle aquel sitio a Naza, pero, para entonces, ya se sentía inseguro respecto a eso; tal vez iba a considerarlo una molestia aburrida, demasiado formal para ella. Tal vez lo que esperaba era que, sin preámbulos, la visitara en su habitación.

A lo mejor lo de ser colegas y nada más no había sido una suerte de broma después de todo...

En ese instante, afortunadamente, ocupó su mente en algo mucho más importante que juzgar la decisión de Nazareth. No podía obligarla a sentir más. Al fin y al cabo no estaba en su naturaleza alimentar emociones que acababan mal, fuera de Alex, claro; hizo a un lado todo lo que sentía y observó cómo Alex encendía la lámpara, apuntando a un lado y a otro del jardín. Lo atravesaron y pronto el aviario quedó detrás de ellos.

Las almenas medievales se dibujaron con horror al frente. En la linde del jardín, Charlie se armó de valor para no sucumbir a los sonidos chirriantes que explotaban en sus oídos. Era cierto lo que había escrito su padre sobre las almas sensibles, expuestas al mundo espiritual; necesitaban un candado con el qué cerrar su vida al otro lado. No debían dejarse contaminar.

Seguro de que el orgullo herido se le pasaría algún día, se regañó a sí mismo justo al llegar a la puerta de la torre. Alex la empujó y se adentraron en el tórrido silencio. El cielo rompió en un grito con el estertor suficiente como para que a Charlie se le erizaran los vellos de las manos y de la nuca y la tormenta se desató con un estruendo. Antes de bajar las escaleras se aseguró de ver nada en el granero, o el vestigio de este. Dunross parecía dormir.

Su corazón, por el contrario, latía como un poseso. La ansiedad se había aumentado de uno a diez al cabo de media hora. Pero nada de eso (ni lo que dijo Nazareth, ni sus sentimientos por Alex, ni su decepción por su padre) se comparó con lo que sintió al entrar en la primera galería. Era la más valiosa y la más resguardada también. Al primer vistazo, parecía una simple bodega con objetos de arte guardados en su interior. Estatuillas, retratos familiares, esculturas de pecho; cosas normales. Bajo la impresión de un espectador imberbe, hubiera pasado desapercibido ese pequeño detalle colgado de la pared al fondo.

Charlie codeó a Alex y él le entregó la lámpara.

Le apuntó directamente al rostro altivo y bello en la pintura. Y buscó el nombre en el marco...

Josephine Carice Mornay, condesa de Aberdeen. 

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