Hombres Oscuros

By lizquo_

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El padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parece... More

Hombres Oscuros
Prólogo
Página 545
Nazareth (1)
Alex (2)
Charlie (3)
El Ángel (4)
El súbdito leal (5)
Página 78
Nazareth (6)
Alex (7)
Charlie (8)
Jane-el-fantasma (9)
El hombre de negro (10)
Página 228
Nazareth (11)
Alex (12)
Charlie (13)
Jane-la-oculta (14)
Esquizofrenia (15)
Página 445
Nazareth (16)
Alex (17)
Charlie (18)
La Bruja (19)
El Juego (20)
Página 100
Nazareth (21)
Alex (22)
Charlie (23)
La maldición de Winndoost (24)
Página 459
Nazareth (26)
Alex (27)
Charlie (28)
La Torre del Reloj (29)
El pecado de Elmar Kramer (30)
Página 25
Nazareth (31)
Alex (32)
Charlie (33)
La muerte es otra forma de vida (34)
Retando a Dios (35)
Página 800
Nazareth (36)
Alex (37)
Charlie (38)
La Llamada (39)
Lento, lento, lento (40)
Página 50
Epílogo

Sangre pura (25)

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By lizquo_




Nada más regresar a la estancia-comedor, Eco clavó la vista en Elmar Kramer, quien, a su vez, le dirigió una mirada asesina, aunque lo cierto era que su aspecto desaliñado y hambriento, de pordiosero, lo que hacía era provocarle náuseas. Ya sabiendo lo que había hecho, intentó analizarlo por quinta vez desde su llegada, quince minutos antes. Había rasgos similares con Nazareth; los ojos pálidos, la nariz respingada, ese halo de aristocracia natural, que lo exacerbaba. Se sentó a un lado de él, contorneando la mesa. Escuchó una plática desvalida, hizo un pequeño comentario y luego se puso, de manera profunda, a analizar a cada uno de los presentes.

No se percató del todo de la presencia de Alex hasta que lo escuchó elevar un poco la voz, para acallar, al parecer, un reclamo de Elmar.

—El diccionario existe por culpa de ustedes —le indicaba en ese momento.

Carice se adentró en el comedor, taconeando la moqueta. Detrás de ella, una muy pálida Naza se aventuró a mirar en todas direcciones. Pero fue muy fácil ver el alivio en su rostro al encontrar la mirada de su padre, que se quedó indiscretamente mudo al notarle, quizás, el brazo vendado, las mejillas rasgadas y el hematoma que se le había formado a la altura de la clavícula.

Tenía, a pesar de todo, las mejillas sonrosadas. Eco se levantó y, con cuidado y silenciosamente, se aproximó a Carice y a la muchacha. Esperó muy paciente, hasta que el mismo Charlie arribó. Se miraron de soslayo, Charlie con los brazos cruzados en el pecho, Eco con la mirada puesta en los movimientos humanos alrededor.

Hubo un silencio tan largo y carente de sensaciones, que el frío le caló más de lo que lo había hecho en las circunstancias anteriores. Naza se peinó el cabello y, con su ademán, rompió la tensión de un momento muy pesado. Eco la observó dar los primeros pasos hacia el comedor que se encontraba frente a la chimenea.

Poppy, que había preferido sentarse sola, lejos de Dune —para su fortuna— y lejos de Elmar, le dirigió una sonrisa tierna, que Nazareth, era notorio, se obligó a corresponder con una mueca de seriedad.

—Pensé que algo te había ocurrido —susurró por fin la mujercita.

Elmar Kramer lo miró.

—Algunos asuntos pendientes me retuvieron en una cámara de meditación.

Naza, en esta ocasión, le miró con una necesidad palpable, por encima del hombro. Su mirada de gatito solitario hizo que Eco se cuestionara todos y cada uno de sus códigos laborales. Con un gran suspiro y víctima de una sensación horrible, de miedo, levantó el mentón y cuadró los hombros.

—Estaba siguiendo órdenes —dijo.

A Elmar Kramer, era obvio, le importaban bien poco su ética y su cumplimiento servicial. Allí tenía el semblante cansino, duro, y la forma en la que se le habían curtido las facciones hacía que el ambiente fuera hasta más lóbrego de lo habitual. Aquel sitio rodeado por flores silvestres y campos de brezo en plena flor, les había otorgado algunos instantes de tranquilidad. No obstante, el aire empezaba a respirarse distinto otra vez, como en Dunross.

Eco percibía la acritud en los presentes hacia él. El miedo que eran incapaces de no sentir por el conocimiento de su identidad. Se rio para sus adentros al imaginar que se había quedado por voluntad propia, no porque quisiera redimirse. El padre de mierda que era Elmar Kramer no tenía derecho alguno a juzgar sus actos, cuando, en secreto, tenía manchadas las manos de sangre.

Calibró su situación por enésima vez aquella semana.

Por suerte, no tuvo que esperar una respuesta divina. Le llegó sola.

—El señor Wallace trabaja para mí ahora —espetó Charlie; su tono de voz había adoptado una cadencia exitosamente oscura. La firmeza y la voluntad en ella no admitía reparos. Y nadie los exteriorizó—. Podríamos pasar a lo importante. Lo que haya ocurrido ayer...

—Casi me muero en esa cloaca... —Elmar lo interrumpió.

A su lado, Charlie cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Nazareth les daba la espalda, así que Eco no podía mirar ya su rostro ni sabía con qué ojos estaba estudiando a su padre. Se dijo que, si fuera una niña de los suburbios, soñadora y atolondrada, quizás estaría llorando, hundida en la decepción. Pero era distinta. Era capaz.

El hijo del difunto conde dio un par de pasos hacia la mesa. Nunca, desde que lo conocía, le había parecido más erguido y entero; llevaba el pelo hecho un desastre de rizos que escapaban, evidentemente, a su control. Sin embargo, los hombros, el torso y las piernas, hasta la postura, le daban un aire de eximición cautelosa, como si fuera un totalitarista conquistando un país de democracias. A Eco, que era izquierdista por naturaleza, no le importó someterse a los argumentos de Charles Mornay, que se inclinó sobre la mesa y apoyó las palmas en ella, mirando directamente a Elmar.

—Está vivo, doctor —dijo, duramente—. Si no puede olvidarse de las rencillas, ni aceptar que han sido una consecuencia directa de sus errores, le voy a pedir que se mantenga al margen.

Por primera vez, Naza miró a Charlie, las cejas ceñudas.

Carice murmuró a su lado—: Pero, ¿qué cree que está haciendo?

Eco sonrió de lado, también al percatarse de que Alex, aunque cabizbajo, sonreía de manera lánguida y con satisfacción, como si estuviera enorgullecido.

—Defiende a sus amigos —le susurró a la asistente. Se volvió a mirarla solo para agregar—: Nuestro niño está creciendo.

Ella no le dijo nada, así que Eco fue a sentarse a un lado de Poppy.

—Podría poner una denuncia por privación de la libertad —dijo Elmar, tras un silencio de meditación, supuso.

Charlie se había erguido.

Nazareth negó efusivamente con la cabeza.

—Papá, George está muerto —dijo.

Los ojos de Elmar se abrieron con ímpetu. Rebuscó en sus manos y estudió, durante largos y tortuosos segundos, la textura de sus palmas.

Al final, con la mirada llena de espurio, elevó la vista a Eco y luego miró a Alex.

—Lo hicieron ustedes —exclamó—. ¿Y Swift?

—El duque se fue a casa —respondió Charlie.

—Viejo listo —intervino Dune.

—O cobarde —aludió Charlie.

Alex le lanzó una mirada cómplice. Charlie enarcó una ceja e hizo un movimiento apenas perceptible con la cabeza, quizás para que el silencioso y meditabundo teólogo dijera algo.

—En 1985 Jane encontró, de alguna manera, una puerta abierta al otro lado —les narró. Sonaba a que era experto contando historias de terror. A Eco se le erizó cada vello de la piel, pero se mantuvo imperturbable—. La entidad de su abuelo habitaba en ella, según me dijo.

—¿Jane era médium? —inquirió Nazareth.

Alex, Elmar y Charlie se volvieron a mirar a Poppy. Luego lo hicieron Dune, Nazareth y él mismo.

—No lo era —respondió la pelirroja.

—Entonces, no me explico cómo... —murmuró Naza.

Elmar apretó los ojos.

—Se pueden hacer cosas para mirar —espetó el doctor, como si le doliera confesarlo—. Cosas con sangre. Y mientras más pura sea la sangre, mejor.

—¿Una transfusión? —Eco preguntó.

Elmar negó con la cabeza, y dijo—: La virginidad.

Naza miró a Charlie. Parecía que, entre ellos, había un secreto tangible. A Eco le pareció vislumbrar cierta rabia en los rasgos consiguientes del susodicho, ya que apretó la mandíbula y flexionó los dedos de cada mano. Alex los miraba a ambos, de hito en hito. Y luego miró a Eco.

—¿Y los hombres cómo obtienen sangre pura? ¿Rasgándose el prepucio? —preguntó Nazareth.

Charlie torció apenas una pequeña sonrisa. Poppy y Dune se rieron con soltura. Alex permaneció inmutable. Él recostó la espalda en la silla y soltó una carcajada.

Elmar, por otro lado...

—Tu vocabulario —señaló.

—Entenderás que no estás en posición de corregirme nada —increpó la hija—. Quiero saber cómo es posible que un hombre vea más allá si no tiene virginidad que perder.

—No lo hacen. No hay hombres médiums.

Se formó otro silencio, más prolongado.

—No juegues conmigo, Elmar —le advirtió Alex.

Elmar, con poca energía, se levantó de su sitio. Llevaba zapatos y estaba más demacrado que George antes de morir, pero se lo veía eufórico de cólera. Miró a su hija, con gesto demandante.

—Nos vamos —dijo—. No voy a participar de nada de esto. No nos incumbe.

Charlie bajó la mirada casi al mismo tiempo que Alex.

Eco supo que ambos aguardaban la respuesta de Nazareth.

—Me quedo —escupió ella—. No me iré hasta descubrir cómo se echa a una entidad que casi cumplirá un siglo de vida.

Elmar rodeó la silla de Alex, se paró frente a su hija y le sujetó el brazo. Charlie, que estaba junto a ella, sujetó el otro y se interpuso entre el doctor y Naza, que había mirado el ademán posesivo de él.

—Por su propio bien, siéntese —dijo el hijo del conde. Eco se preguntó si ya debería de llamarlo conde o tendría que esperar a que tomara posesión—. Sea razonable. No confío en usted, ¿acaso piensa que la dejaría marchar?

—Es mi hija —fue la sobrerreacción de Elmar.

Charlie guardó silencio otra vez, pero echó un breve vistazo a Alex, que, en seguida, miró a Eco. Él entendió perfectamente la señal.

—Doctor, ahora mismo me fío de pocas personas —prosiguió Charlie. Ni él ni Elmar habían liberado a Naza—. Me temo que es su deber ayudarnos... Usted tiene su miga de pan en este embrollo. Le corresponden una parte de las consecuencias.

La máscara que ofrecía el doctor era de furia. Tiró de Naza de nueva cuenta. Charlie la soltó. Eco supuso que lo hacía para no lastimarla. Se levantó con dos movimientos ágiles, sin hacer ruido y se quedó a espaldas de Charlie, analizando la postura del huidizo doctor. Solo en ese momento se percató de la ausencia de Carice.

—Papá, suéltame —decía Nazareth.

—Te vas conmigo —empezó a caminar hacia la puerta.

Charlie enarcó una ceja hacia él. Estaba claro que no quería manchar su imagen delante de Naza, ya que Elmar, fuera lo que fuera, seguía siendo su padre. A Eco no le importaba en lo más mínimo.

Desenfundó el arma del cinturón, la amartilló rápidamente y disparó hacia el techo. Un crujido resonó al unísono de la puerta, cuando se abrió. Eco se cruzó de brazos, con el cañón del arma hacia arriba, brotándole por el bíceps izquierdo. A unos metros, Elmar estaba de espaldas, petrificado por la tensión. Nazareth dio un fuerte tirón para zafarse del agarre escuálido, sí, pero que había conseguido arrastrarla hasta la salida.

—No se lo voy a pedir dos veces —dijo Charlie—. Insisto. Quédese.

Poppy se irguió, quizás para calmar los ánimos. A Eco le urgía que interviniera.

—Doctor, está cansado y hambriento. Debería ducharse.

La cara de Elmar era de piedra blanca, como el mármol, al girarse. Naza miraba a Charlie, estupefacta. Pero Charlie miraba fijamente a su padre.

—Hay agua caliente —espetó Eco.

—Adelante —afirmó Charlie y le hizo una seña. Buscó a Carice con la mirada, detrás de él, al señalar el pasillo de las habitaciones.

Cuestionó a Eco con un vistazo, pero él se limitó a encogerse de hombros. Fue Poppy la encargada de llevarse al aturdido y anonadado doctor en teología y simbolismo. Alex, que no había cambiado de postura y cuyo semblante no había demudado ni un segundo, por fin se puso de pie, mirando a Dune.

—Ve con ella —dijo.

El aludido obedeció. Elmar, sin dejar de mirar a Charlie, esta vez con algo más que desprecio, terminó yéndose acompañado de los muchachos. Charlie se giró a él tan pronto como se vació la estancia. Nazareth fue hasta ellos también, abrazándose de sí misma.

—Preparado para todo —dijo Charlie.

Su tono de voz era incierto.

—Un arma es una exageración —le espetó Naza, poniéndose frente a él—. No lo hagas de nuevo.

Al parecer, el artilugio de pedir que fuera Eco quien interviniera, no había surtido efecto. Ella tenía cara de susto, al igual que su padre. Eco prefirió mirar a Alex cuando vio que Charlie levantaba una mano y le tocaba la mejilla rasgada a Nazareth.

—La situación en la que estamos es extrema —se excusó el muchacho—. Necesitamos que nos ayude.

—Sí, pero...

—No iba a dispararle; te lo prometo; solo quería persuadirlo —atajó él.

—Si me lo preguntas a mí, hay muchas otras cosas mejores qué hacerle; un disparo en la nuca sería muy rápido —afirmó Alex.

Nazareth, en medio de ambos, miró al suelo y luego a las llamas de la chimenea, entristecida. A Eco comenzaban a pujarle los sentimientos de enojo cada vez que la veía decepcionada. No era lástima. Era impotencia.

Charlie y Alex empezaron a hablar.

—Si un hombre no puede ser médium, ¿qué eres, entonces?

—Cuando tenga idea serás al primero al que se lo diga.

—Es especial —dijo Naza, más recompuesta. pero con la voz reducida—. Tú lo dijiste.

Charlie caviló unos segundos.

Eco aprovechó el momento para volver a sentarse y puso el arma sobre la mesa. Nazareth, mientras ella y los demás hacían lo mismo que él, mantuvo su mirada fija en el revólver.

—No me molestaría que lo guardases —le pidió.

Con un ademán sencillo, Eco se metió el arma en el fajo trasero del cinto.

—Tengo que volver al castillo y encontrarla —dijo Alex.

—¿Cómo vas a enfrentarla? Ha intentado matarme. Dos veces. —Frunció las cejas—. Lo que no entiendo es por qué.

Alex sonrió.

—¿De verdad quieres que te lo explique? —le preguntó.

—Siempre he preferido que me cuentes la verdad, por muy dolorosa que sea.

Alex lo miró.

El aire se tornó denso y la atmósfera, aunque en cuestión de minutos se había cargado de luz, pesada.

—No te va a gustar oírlo. —Miró a Naza—. Déjanos a solas, Nazareth. Por favor.

—Ni hablar —interpeló ella—. Dije que me quedo.

—Si no quieres escuchar una versión demonizada de tu cumpleaños número dieciocho, te sugiero que te marches. Habla con Elmar...

El momento en el que a ella le cambió el semblante, a uno fúrico y contorsionado, fue palpable. Eco miró en otra dirección, al comprender que era algo íntimo.

—Se lo he contado a Charlie —dijo, resuelta—. Y ya no tiene importancia para mí.

Charlie, en cambio, parecía constreñido. Sus muecas estaban todas inclinadas a la incomodidad, y también a la temeridad. Se había contenido de decir algo, pero al último no hizo más que arrellanarse en la silla.

—La sangre del himen tiene ciertas propiedades —comentó, aún reticente. Eco se concentró en sus propios pensamientos, pero lo escuchó todo—. Jane sabía todas esas cosas porque había encontrado un manuscrito de tu padre, supongo que el que antaño fuera el primer borrador de Hombres Oscuros. Pero le dio su propia interpretación y ahí es adonde entra lo grave. Luego yo le hablé de mis visiones. Ella quería ver también, así que fue con una médium por su cuenta.

—La abuela de Poppy —intervino Charlie.

Alex asintió.

—La mujer, al principio, se mostró reacia a contarle nada. Pero Jane era persuasiva y el conde un hombre muy poderoso; muchos, desde Aberdeen hasta Edimburgo, le temen. Como sea; no sé qué le dijo la bruja. El caso es que consiguió lo que quería: un método para ver. Y cuando lo llevamos a cabo, por fin vio. Ese fue el inicio de su caída a la obsesión.

Charlie evitaba mirarlo. Pero Nazareth no. A Nazareth le interesaba saber...

Eco supuso por qué y sintió arcadas.

—¿Por eso me la quistaste a mí? —le preguntó ella.

Alex miró a Charlie, quien no hizo movimiento alguno.

—Por el motivo contrario, quiero imaginar —confesó, suspirando—. No recuerdo. No te mentí en ello. Lo único que sé, es que en el fondo sabía lo que hacía perfectamente.

—Quizás deba esperar afuera —se atrevió a decir Eco.

Nazareth lo miró.

—Quédate.

—Es diferente ahora. No surtió efecto. Sigo viendo y sigo atado a un demonio... Tu himen no me ayudó.

—¿Por qué?

—Porque no lo amas... —fue la frase estoica de Charlie—. Los sacrificios que valen son los de amor. Dijiste que creías estar enamorada de él... Pero no lo estabas.

—Era solo una idea —se sinceró Alex—. Me idealizaste.

Ella se rascó la frente, incrédula.

—Continúa —exigió Charlie.

—Puedo devolver a la entidad al infierno, si le hablo en su idioma. Pero a cambio tengo que dar algo. Y mi alma ya no sirve de nada.

Charlie levantó la vista.

—Estás loco.

—Hace bastante tiempo que lo sabes —se rio Alex.

—No habrá más muertes en esta propiedad —dijo, enérgico—. Vamos a encontrar otra manera... La que sea, menos una que implique sacrificio. Por todos los santos, no estamos en la época medieval.

Alex sacudió la cabeza, con aspecto resignado.

—Es mi decisión —afirmó.

—Charlie tiene razón, Alex. No vamos a hacerlo así.

—Hay que hablar con Elmar nada más termine de acicalarse —Charlie murmuró—. Debe de haber un modo.

Alex observó a Eco. Se puso de pie y sacó de la bolsa de lona el cuaderno que estaba en la encimera del hogar. Lo hojeó y les enseñó una página, cuyos bordes se habían manchado de un líquido marrón, pero que, antaño, habría podido ser rojo. Sangre.

Las marcas de las orillas tenían una forma alargada y compacta, como si las hubieran lamido. Eran las señales de unos dedos.

—George me dijo que la puerta tiene que ser la cripta, donde murió Jane. Si se la invoca allí, tendremos una oportunidad. No tengo la práctica necesaria, pero lo haré. A cualquier costo. Fue mi culpa y pienso arreglarlo.

Nadie dijo nada por alrededor de diez minutos. Eco contemplaba las llamas al borde de la extinción cuando Charlie dijo—: No es la cripta.

Todos lo miraron.

—Pero, Jane...

—Esto no es por Jane —coincidió Eco, que recordaba a Carice.

Vio el semblante de Alex y la poca disposición que tenía de involucrar a más gente en lo que tenía pensado hacer.

—Carice. —Charlie saboreó el nombre—. ¿Qué tiene que ver ella en esto?

—¿Y dónde está?

—La condesa suicida —dijo Eco.

Se levantaron de uno en uno.

Alex no soltó el diccionario. Por el corredor aledaño, Poppy apareció, campante, aunque sin sonreír.

—Nos ayudará —comentó.

Charlie y Alex se miraron. Nazareth fue hacia el corredor y se perdió en las sombras. Eco admiró las espaldas de los dos hombres que tenía al frente, preguntándose en qué universo Dios los había imaginado así, juntos.

—¿Cómo lo convenciste? —preguntó Eco.

Poppy sonrió.

—Le he dicho que tengo pruebas de que mató a su mujer.

Vio una escala de grises frente a sus ojos. Y lo atribuyó al cansancio. Charlie no dejaba de mirar a Poppy, y Alex se había recargado en un postigo del umbral. Su aspecto era estoico, de miedo, como si fuera un muerto viviente, con la piel roja de frío, las pupilas dilatadas y una mueca de eterno suplicio en el rostro.

Charlie se puso las manos en la cadera y echó la cabeza atrás, también exhausto.

—Le prometí que no se lo diríamos a Nazareth —continuó la bruja.

—Es... —Charlie iba a negarse.

—Nazareth lo descubrirá por sus propios medios, pronto —lo interrumpió—. Ahora tenemos prioridades. Empecemos por ir cada uno a buscar a Jane. Y hay que llevarla al centro de la energía de Dunross.

—Habría que encontrarlo primero —dijo Alex.

Charlie cerró los ojos.

Poppy asintió hacia Eco.

La Torre del Reloj —dijo.

Alex y Charlie se miraron de nuevo entre sí. Sabía que aquello no podía significar nada bueno. Menos para Nazareth. Y a pesar de que Eco no lo entendía del todo, se dio cuenta de que tenía un mal presentimiento.

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