Hombres Oscuros

By lizquo_

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El padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parece... More

Hombres Oscuros
Prólogo
Página 545
Nazareth (1)
Alex (2)
Charlie (3)
El Ángel (4)
El súbdito leal (5)
Página 78
Nazareth (6)
Alex (7)
Charlie (8)
Jane-el-fantasma (9)
El hombre de negro (10)
Página 228
Nazareth (11)
Alex (12)
Charlie (13)
Jane-la-oculta (14)
Esquizofrenia (15)
Página 445
Nazareth (16)
Alex (17)
Charlie (18)
La Bruja (19)
El Juego (20)
Página 100
Nazareth (21)
Charlie (23)
La maldición de Winndoost (24)
Sangre pura (25)
Página 459
Nazareth (26)
Alex (27)
Charlie (28)
La Torre del Reloj (29)
El pecado de Elmar Kramer (30)
Página 25
Nazareth (31)
Alex (32)
Charlie (33)
La muerte es otra forma de vida (34)
Retando a Dios (35)
Página 800
Nazareth (36)
Alex (37)
Charlie (38)
La Llamada (39)
Lento, lento, lento (40)
Página 50
Epílogo

Alex (22)

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By lizquo_




Dunross. Octubre de 1985.


Díselo, pensaba Alex.

Estaba indeciso. Miraba a Charlie acomodar unos libros en la atestada estantería del despecho del conde, mientras hablaba de formas inconexas; Alex solo podía pensar en alguien: Jane. Hacía como dos horas que no la veía y, mientras tanto, se había dedicado a buscar en sus anotaciones todo lo que sabía sobre invocar demonios.

Frente a él, Charlie se volvió, de pie en la escalerilla. Iba vestido como de costumbre cuando su padre no estaba en el castillo. Gracias a sus ademanes tiernos, se había ganado a la mayor parte del servicio de Dunross, así que todos los criados le guardaban el secreto. Vio que enarcaba una ceja. Alex levantó las suyas y sacudió la cabeza al tiempo que suspiraba.

—Lo siento, me quedé...

—Estás muy raro —dijo Charlie.

Puso el último libro en la estantería. Alex lo observó descender. El pantalón de mezclilla que usaba era desgarbado, nada que George Mornay le hubiera permitido llevar puesto. Era su único hijo. El que llevaría a lo más alto el apellido de los Mornay. Cada vez que Alex pensaba en eso no podía parar de tener un pensamiento bastante oscuro.

Si tan solo fuera un poco como él, las cosas serían distintas.

—Estaba pensando que deberíamos llevar a Jane a otro sitio —aludió un poco más tarde.

Charlie se volvió a mirarlo, con aspecto extrañado.

—Creí que querían estar aquí. Bueno, eso me dijo ella. Por eso vinimos, ¿no?

—Eso pensé, pero ella... —se le contrajo la expresión al pensar en lo que habían discutido aquella tarde.

Acababa de meterse en su cama. Estaba desnuda y dispuesta. Cuando la sintió, su cuerpo reaccionó de inmediato. Siempre que se encontraban el sexo era brusco. Alex quería amarla. Jane buscaba desesperadamente que estuviera en ella. Hasta de la primera vez tenía un recuerdo muy mórbido, sobre lo que había hecho Jane con su propia sangre del himen. Tragó saliva, avergonzado, al recordar que se encontraba frente a Charlie.

Este palmeó un par de veces frente a su rostro. Alex apretó los párpados, y se levantó de su asiento.

—Tienes que saberlo —musitó—. Eres mi mejor amigo.

El gesto de Charlie fue, primero, de sorpresa, luego de angustia. Miró a todos lados, confundido.

—Dios, dime que no está embarazada.

—No. Jesús, no. —No supo por qué, pero la suposición le causó horror—. Escúchame... —Se colocó frente a él, mirándolo a los ojos. Alex sabía demasiado sobre el oscurantismo, las prácticas de su padre y las muertes en el castillo. Charlie tenía la mirada de un niño inocente—. Algo va mal. Con Jane. Ella está...

—Es Jane, Alex.

—No me estás entendiendo. Ha empeorado. Dice que tu padre tiene La Clavícula, que la ha encontrado, e insiste con la condesa suicida.

—Mi abuela, así la llaman. Pero, Alex, solo tienes que acompañarla. Está muy sola. Te extraña.

Charlie se mostraba escéptico, como siempre. Alex sabía que tenía que convencerlo. Debía de decirle la verdad; Jane estaba mal, necesitaba ayuda. Ayuda de un médico, si pudieran dársela. Pero, ¿cómo iba a decirle? El mero hecho de tener que hablar al respecto le dio arcadas. Miró a su amigo hacer más de sus deberes. Estaba trabajando en una tesis. Iba a presentarse en Oxford, frente a casi trescientas personas que lo escucharían por ser quien era.

El destino de Alex era otro.

Lo había visto.

Había visto a Nazareth, cayendo por la Torre del Reloj. La había visto meciendo en los brazos a un bebé, mientras una mano masculina se acercaba a su rostro. Alex no reconoció la mano. Reconoció el anillo que brillaba en el dedo mayor del hombre. No le vio la cara, pero supo que era Charlie. Llevaba el anillo en su dedo ahora mismo.

Una parte de él deseaba que esos futuros se desvanecieran. Deseaba no habérselo contado nunca a Jane. Ella se había obsesionado con el tema. Quería mirar también. En un tiempo, cuando no veía nada, Alex había añorado ese futuro. Nazareth lo seguía a todos lados cuando estaba en casa. Su madre lo quería. Alex sentía mucho por ella. Pero era necesario.

Nazareth tenía que alejarse de los Mornay.

No quería que le pasase lo que a él.

Pero, al ver a Charlie, siempre se preguntaba cómo era posible que lo traicionara así. Alex se sentía un titiritero; Jane lo amaba, lo sabía. Mientras él, cuando estaba en Boston, jugaba a los hermanos con Nazareth. Ya no la miraba cada seis meses. Ahora lo hacía cada año, desde que había partido al internado. Pero Jane se había entregado a él y él la amaba con todas sus fuerzas. Hasta las más oscuras le pertenecían.

Mirar a Charlie era, en el fondo, desear a Nazareth.

De formas impensables.

Charlie no le había fallado nunca. Y a pesar de que vivían tan lejos el uno del otro, Alex era consciente de que había visto una posibilidad en sus vidas. Él lo tenía bien presente. Si le hacía caso a Jane, Nazareth jamás estaría en Dunross. Era como jugar a ser Dios. En esos momentos tan cruciales, Alex no sabía si confesarle sus sentimientos a Charlie.

Estoy celoso de tu futuro.

De quien está en tu futuro.

Al tiempo se preguntaba si se podía querer a dos personas, o aquella confusión era una simple jugarreta del destino. Ya le había envidiado otras cosas a Charlie antes. Puntuaciones, premios, resoluciones y ensayos. Cosa de nada. Lo adoraba. Pero en esos momentos él era ese hombre de comportamientos perfectos que no quería ver.

Alex debía decidirse.

Jane o Charlie.

—Tienes razón —dijo finalmente; el recuerdo de la visión flotaba en sus pensamientos. La mano, el anillo, el bebé y el pecho con el que se lo amamantaba—. Es Jane.

Tomó su decisión y se giró en los talones.

La puerta se cerró y el destino de todos en Dunross se selló completamente. Charlie le sonrió una última vez, antes de que Alex se marchara a buscar a Jane. La encontró en la Torre, mirando por la enorme ventana de punta. Llevaba puesto un bonito vestido de seda. Carísimo. Alex imaginaba que para seguirla vistiendo de ese modo tenía que crearse una reputación algo más ambiciosa.

O hacer un pacto con el diablo.

—Casi son las diez —murmuró, abrazándola por la espalda.

Jane estaba sentada en el alféizar. Se volvió a mirarlo.

—Quería mirar el brezo —le hizo una seña; ambos miraron al norte—. ¿Lo hueles?

Alex cerró los ojos, asió las manos del alféizar e inhaló profundo.

—Tu padre dice que el brezo es el olor de las banshees. Pero solo los que están...

—Cercanos a la muerte pueden olerlo, sí, me lo ha dicho. Pero aquí estoy.

Lo agarró del cuello. Alex terminó con la distancia que los separaba. Ella seguía sentada en el alféizar, así que, cuando quisieron acercarse más, Alex tuvo que abrirle las piernas. Ella le rodeó la cadera, mientras él le presionaba la cara interna de los muslos. Era tan suave que se le erizó la piel a medida que buscaba el sitio más cálido del mundo.

En ese instante, cuando se percató del amor obsesivo que sentía por ella, renunció a Nazareth por completo. Renunció también a Charlie. En esa realidad paralela, Jane se iba a casar probablemente con Duncan, el hijo de un duque, un prestigiado literato, que podía leer cualquier libro y descubrir si era un fiasco o la próxima opera prima. En esa realidad él se quedaba con Nazareth y esta nunca acababa en los brazos de Charlie.

Era un enredo.

Alex sabía con quién quería estar y en qué circunstancias. Quería saber si el destino podía equivocarse...

—Lo haré —musitó.

Se recostó al lado de ella en las tablas chirriantes del suelo. Había polvo y viejas pinturas, además de sábanas blancas por todos lados. La antigua maquinaria del reloj estaba sobre sus cabezas. Alex se quitó la camisa y se desabrochó los pantalones, mientras Jane se alzaba el vestido, sonriendo.

Le hizo a un lado las bragas, desesperado.

La visión perdía fuerza cuando estaba con Jane.

Una vez, George le había dicho que tuviera cuidado. Le dijo que las visiones eran peligrosas. Podían ser un arma de doble filo, podían engañar al médium. Si no se tenía la suficiente experiencia, el médium podía caer en una mala interpretación. Amar a Jane no era erróneo. Era una obsesión, una constante en su vida, algo que lo dejaba sin energías y sin sueño, pero que lo mantenía febril.

Estar con Nazareth era como estar con Charlie. Leían, se reían, sabía que se podía confiar en ellos. Era una chica de catorce años aún, y ya sabía leer tres lenguas distintas. Le buscaba los errores en las tareas. A los diez años, le había dado un beso en la mejilla y Alex había tenido la primera visión sobre ella. La de la Torre. Penetró a Jane al recordarla caer. Caía y caía hasta tocar un suelo frío, y las sombras la rodeaban. Unas manos tiraban de ella hacia el interior de la tierra, que se abría.

Alex gimió contra los labios de Jane.

Dejó de pensar en Naza.

—Haré lo que me pidas —murmuró, extasiado.

Jane le arañó la espalda.

—Júralo —exigió ella.

Levantó la cadera para recibir una embestida. Alex se introdujo en ella con vigor. Sudaban. Se veía hermosa con la luz de la luna entrando por la ventana, lo demás a oscuras.

—Lo juro.


 *


Julio. 1995.


La penumbra de la noche hacía difícil distinguir entre su realidad y la mentira que había vivido siempre. Tenía la boca empalagosa, y sudaba como si en lugar de piel tuviera toallas mojadas encima. Leibniz no estaba. Sus fuerzas, por acto reflejo, eran nulas. Alex sentía al espectro de la muerte cernirse sobre él, como si estuviera vistiéndose con ella.

Su error fue más tangible que nunca.

Él no era Dios. No podía jugar con el destino. No había podido verlo entonces, y se había decantado por esconderle las cosas a Charlie. Si hubiera insistido un poco, él le habría creído. Jane estaría viva. No hubieran invocado nada. Alex no hubiera muerto esa noche y Nazareth sería de Charlie y su futuro no sería tan incierto. O eso era lo que pensaba, lo que quería que fuera. Pero las cartas estaban echadas de formas que ya no podía entender.

Ninguna elucubración le servía.

—Debí elegir a Charlie —suspiró, tratando de moverse.

Alguien entró a toda prisa.

Carice se arrodilló a su lado. Lo miró con aire tenebroso.

—Nazareth y Charlie están en el solar —le dijo; le sujetó la mano. La mirada que le devolvió fue decisiva—. No te queda mucho tiempo.

—No sin Leibniz —sonrió Alex. Se relamió los labios. Sus latidos eran cada vez más ralentes—. Jane está fuera de control.

—Tengo que encerrarla.

—Soy todo oídos si tienes una idea.

—Nazareth puede...

—No, Carice. Déjala fuera de esto. —Abrió los ojos con mucho ímpetu—. Esto lo hice yo, y lo hizo Jane. Lo hicimos nosotros. Es cosa nuestra acabarlo.

El ángel asintió. Su fuerza vital le corrió a Alex por las manos.

—Vas a necesitar un poco —dijo ella.

—Pero...

—No puedo quedarme para siempre. Estoy aquí por una razón, y creo saber cuál es.

Lo ayudó a levantarse. Tardó un par de minutos en recobrar el equilibrio. A decir verdad, todo el cuarto estaba impecable. Pero sus memorias no tanto. Ni siquiera recordaba haberle cedido a Jane sus fuerzas, o que Leibniz fuera engullido por ella. Lo único que sabía era que sus futuros estaban trastocados por su culpa.

Le lanzó una mirada a Carice.

—Antes de que empecemos —le entregó la llave que le había dado Eco—. Tenemos que sacar a Elmar. Es probable que necesitemos su ayuda.

Carice sujetó la llavecita.

—Arrepentirse nunca está por demás —dijo ella.

Alex se rio, mientras se tronaba la espalda. Le dolía cada músculo y cada hueso. Cerró los ojos un momento.

Sabía lo que tenía que hacer.

—Vi el futuro de Charlie. O más bien algo que le corresponde y que, probablemente, ya no pueda ser. —Puso la mirada en un punto ciego, rememorando lo ocurrido hacía diez años—. Nazareth se caía desde la Torre del Reloj, pero no moría. Alguien la sostenía. Yo miraba todo desde la oscuridad, esperando. —Tanteó la reacción de Carice. Era ilegible—. Sabía que si iba con Jane esa noche, si le enseñaba a conjurar y a invocar demonios, Nazareth no se caería, y la mano de Charlie no le acariciaría la mejilla. No cargaría a su hijo, no lo llevaría en las entrañas. Todo eso lo supe, no sé cómo, pero lo supe; le dije a Jane que le juraba lealtad, y traicioné a su hermano y a Nazareth. Pacté con Jane y los condené a ellos. Ese es mi pecado.

—No hay manera de saber si lo que viste fueron fragmentos sólidos...

—Eran sólidos, de hecho; si no, le habría contado a Charlie lo que quería hacer su hermana y la habríamos encerrado en un manicomio. Allí debía de haber estado ahora, o recuperada. Ya no podré saberlo.

—El futuro de Nazareth se trastocó por sus decisiones. Tú no influyes en ellas. Pero, a como veo, hay cosas que hagas lo hagas no se pueden impedir.

Se refería a Charlie y Nazareth.

Los había visto. Es más, se podía sentir en el aire. Sin embargo, Alex era consciente de que la vida de ambos pendía de un hilo.

—Jane quiere la vida de Charlie. Lo quiere aquí, para ella.

—Nazareth puede evitarlo. Tiene la capacidad.

—Ni siquiera cree en sí misma —se quejó él—. No puede ayudarlo, no puede hacer nada sin...

—Alex, tu problema es otro. Acéptalo. —Carice lo obligó a que la mirara a los ojos—. ¿Es ella o es él? ¿A quién de los dos anhelabas más?

La misma pregunta.

Alex pensó en el famoso dicho. Y no quería repetir su historia. Se sentía condenado de mil maneras y, no obstante, se negaba rotundamente a perder en esta ocasión. Jane y él tenían un asunto pendiente. Elmar y él tenían un asunto pendiente. Lo entendió de pronto. Los ángeles no entendían el idioma demoníaco, pero eran conscientes del alma, sabían lo que había en ella.

Carice era la condesa suicida, había muerto por haber amado.

Era posible que lo entendiera.

—Merecen vivir —fue su respuesta.

Lo creía.

El pensamiento había cobrado fuerza.

—Puedes confesarte conmigo —dijo Carice.

Se dirigieron a la salida. Alex pensó mucho antes de siquiera llegar a la gran puerta trasera. Alzó la vista al cielo. Iba a amanecer dentro de nada. Echó un vistazo a una torre derruida, que estaba ahí para exhibición nada más. Se bajó del escalón y sus pies se metieron en un charco. Aún lloviznaba. A su lado, Carice le contó que habían herido a Nazareth. Heridas superficiales.

Bajaron unas escaleras escondidas en las almenas.

Junto a la puerta, Carice lo detuvo. Su expresión era de miedo.

Alex les temía a pocas cosas.

Dios era una de ellas.

—Tengo algo que te pertenece —susurró; le entregó una bolsa de lona. Alex sintió la textura fría y dura—. Lo encontramos debajo de mi tumba.

—Después de todo sí era un criptograma —respondió.

Abrió la bolsa y sacó el compendio. Era grueso, como de unas novecientas páginas. Se habían ido organizando con nomenclaturas y acrónimos. Era el diccionario más intrincado que hubiera leído nunca. En la pasta, George le había escrito una frase.

In Principio.

Se echó a reír con soltura. Era un chiste buenísimo.

Negó con la cabeza y volvió a meter La Oz en la bolsa. Le indicó a Carice que podían bajar. Sin luz, descendieron escalón por escalón. Cruzaron dos pasillos. Olía a humedad, a cloaca, a agua putrefacta y bichos muertos. Alex reconoció una puerta y el escudo de armas de los antiguos highlander. Había una marca de garra ahí.

Entraron.

Más escaleras.

No era la primera vez que entraba en las mazmorras, pero sabía que había un demonio vigilando. Cuando llegaron a una extraña puerta de acero, encontraron también un quinqué. Alex lo encendió con las cerillas que había un lado. Estaban en una especie de bóveda, rodeados por cofres. Ni siquiera quiso imaginarse lo que había en ellos.

Empujó la puerta de acero y siguió avanzando, con el quinqué elevado y la mirada entornada. El pasillo era de roca, los muros de más roca fría. Los marcos de unas puertas selladas tenían una estructura medieval. Estaban en la profundidad del castillo, en sus cimientos. Mientras caminaban en línea recta, se imaginó encontrándose de lleno con Leibniz. La fuerza de Carice era enorme, pero la del infierno...

Dos puertas se levantaban a cada lado al final del corredor.

—Esta es de la galería prohibida —señaló Carice—. La otra lleva a la superficie.

—Debimos entrar por aquí —se rio.

Carice sacudió la cabeza.

—Este lado de las mazmorras está santificado por los símbolos esos. No me preguntes cómo, si eran paganos, lo dedujeron. Creemos que son las flores dibujadas. —Se oyó el chirrido de un gozne que giraba. Alex probó la oscuridad. Abrió la puerta de la galería y empujó—. La riqueza de los Mornay se encuentra aquí, escondida en estas obras.

Analizó a consciencia cada cuadro. Al menos los que estaban a la vista. Reconoció algunos que, para su desgracia, eran de un valor histórico incalculable.

—George es un hijo de...

—Todos le pertenecen a la familia. Los compramos a lo largo de la historia. No son contrabando, bueno, no técnicamente... —Había candelabros y mapas. Libros. Toda especie de obra de arte, de artículo valioso de distintas culturas—. Y tienen un valor sentimental muy fuerte.

La miró un segundo.

—Eras coleccionista, entonces —le aseguró.

Carice asintió.

Continuaron la marcha. Al final había un cuadro de proporciones bestiales. Era la condesa de Mornay. Vestía ropas de la época de la guerra. Joyas, el pelo impecable y rubio. Su cara era la de un ángel.

—Me gustan el arte y la historia unidas en una sola obra.

Carice tiró de un tornillo. El cuadro se abrió como si fuera una puerta. Del otro lado, en lugar de pared, había un hueco. Volvieron a bajar las escaleras. Sus pasos hacían eco en los muros y, cuando llegaron a lo que parecía ser el inicio de las mazmorras, el olor de mil muertos le hizo fruncir la nariz. Se la cubrió con la manga de la camisa.

Al llegar al primer hoyo, y toparse con unos grillos, Alex lo vio. Encorvado, macilento, hecho una escoria.

Elmar Kramer. 

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