NICK
¿Qué demonios estás haciendo conmigo?
Intento no necesitarte, no desearte como te deseo, no permitir que te apoderes de mí como lo haces.
Es maravilloso saber que...
...que me estoy enamorando de ti.
Aunque eso no garantiza que deje de hacerte daño.
NATALIE
Siete años tenía cuando decidimos celebrar Navidad en compañía de las personas sintecho unidas en un refugio en las afueras de Yorkshire.
Papá estaba desesperado. Quería una fiesta diferente, pero esta era la más crítica de todas. La ayuda social era insuficiente, cada vez más.
Navidad no llega con árboles lindos, luces tintineantes y regalos materiales para todo el mundo.
Tampoco importa qué tan bien o mal te portes, a Santa Claus no le interesan las niñas como mi hermana y yo.
Para las personas como nosotras, demasiado pronto llega la noticia de que algunos seres mágicos que dan regalos a los chicos no existen más que en la ilusión.
Las personas como nosotras, andamos por los shoppings para encontrar un lugar caliente en estas fechas, disfrutar de las luces y el entorno festivo, pero tragándonos una bronca enorme para saber que todas las vidrieras están hechas para mostrarnos lo que no podemos tener.
Los niños pasan contentos con sus bolsas de papel llenas, con sus cajas, con los carritos abarrotados de regalos, de la mano de sus padres.
No es justo en absoluto...
A papá le gustaba invitarnos a un juego navideño. Hacer de cuenta que teníamos una profesión super importante con una cantidad enorme de dinero para poder hacer lo que queramos. Elegíamos las vidrieras más bonitas, las poníamos en orden y votábamos por la mejor. Él nos daba un monto de dinero al estilo "¡hagan de cuenta que tenemos un millón de libras esterlinas y podremos comprar lo que hay en las vidrieras más bonitas! Yo soy primer ministro, ustedes las dueñas de Coca Cola". Mi hermana optaba por vestidos y juguetes, a mí me gustaban más los renos y los duendes de ornamento.
Pero a medida que creces, la imaginación va cediendo a la realidad, vas perdiendo las capas que te permiten protegerte de la crueldad del mundo y vas quedando más y más expuesto a las grandes desilusiones.
Así es que, esa navidad, ya no tenía el mismo sentido elegir vidrieras si el hambre era un agujero salvaje en el estómago que signaba un dolor profundo y ganas intensas de llora. El frío te atraviesa los huesos cuando empieza a anochecer y el centro comercial cierra sus puertas. No hay abrigo que sea suficiente porque...no hay abrigo.
Esa fecha fue la peor, tenía más frío que nunca, fue un invierno realmente crudo, el invierno es otro idiota que no tiene en cuenta a los niños que duelen, que sangran, que andan desahuciados, enfermos.
Navidad también es una fecha en que mamá nos ponía a orarle al Niño Dios para que nuestros deseos se hagan realidad. Yo llevaba tres navidades al menos pidiendo lo mismo y el Niño Dios se nos reía en la cara. Es realmente difícil para una persona de tan corta edad enojarse con un ser superior y pensar que todo está perdido y no existe esperanza a la que aferrarse, resignarse a que toda la vida verás a esos niños blancos, de padres blancos, con rostros contentos, con abrigos afelpados y sus grandes cajas con regalos.
No sé si Dios existe.
Pero aquella Navidad, durante unos diez segundos, sólo unos diez segundos, sentí que Dios existió.
Y es que estaba doblada de hambre a orillas de una vidriera, cuando una familia se acercó y me dejó un folletín.
Aún recuerdo que levanté la cabeza, los miré con odio y resentimiento al igual que miraba a todos pasar en aquellas fechas. Los evalué. Admito que no eran exactamente iguales a otras familias, pero sí se los veía contentos.
A decir verdad, en ese momento no me había dado cuenta de que eran una familia. Con los años entendí mejor.
Una mujer extendía su mano sosteniendo un cartón fino con tonos navideños. La miré, era de unos cuarenta años, de cabello casi blanco recogido y con una sonrisa cargada de calidez. A su lado había otra mujer cercana a la misma edad, de cabello oscuro y sosteniendo en brazos a un niño de unos tres años, para nada similar a ellas, aunque los tres me observan extrañamente contentos.
—Cariño—me dijo la primera—, ¿te sientes bien? Creo que esto te servirá.
Un maldito cartón no me iba a curar el frío o el hambre.
O eso pensaba.
Negué con la cabeza de inmediato, pensando en las advertencias de mamá sobre los extraños. Aunque ellas no lo parecían, se dirigían a mí como si fuese en verdad bienvenida.
—Vamos—insistió la que sostenía al nene—, sólo mira el folletín y llévaselo a tus padres. Disculpa...¿tienes papás?
Asentí con la cabeza.
—Mamá—dijo el nene al escucharla y me señaló el folletín—. Mamás.
Ellas volvieron a sonreírme.
Finalmente recibí lo que me ofrecían y salí corriendo en busca de mi hermana.
La encontré en los baños, encerrada en un cubículo, cosa que solía hacer para que no la echaran ni se avergonzase de andar ya que estábamos en estado deplorable.
Ella salió, le conté lo ocurrido y lo leyó. A esa edad ya sabía leer, pero aún me encontraba asustada.
—Es una invitación—me explicó—, darán una cena y techo durante la noche de Navidad... ¿Crees que sea cierto?
Aún recuerdo que la miré con escepticismo y recordé las palabras del niño.
Se la llevamos a mamá y asintió, sin perder su gesto de preocupación.
Esa Navidad no hubo hambre. No hubo frío. No estuvimos solas. Pero sería la última que estaríamos todos.
De haberlo sabido antes, hubiese estado más contenta de lo que andaba en aquel momento, por no poder tener los regalos que los otros niños tenían.
Luego también me quedaría sin papá.
Pero esos diez segundos que duró la breve conversación en ese encuentro fortuito, sabía que no podría elegir quedarme sola. Aún siendo una nena, aún cuando las necesidades atraviesan todo lo que uno es.
Lo que no sabía en ese momento, es que la vida me tendría preparados otros encuentros fortuitos...
Sumida en una especie de ensueño, abro los ojos y me reoriento donde estoy. El asiento inclinado hacia atrás, yo dormida, con mi blusa puesta y mis pantalones, aún descalza. Nick conduce a mi lado. Recuerdos vagos andan en mi mente, aún sin poder quitarme del todo la imagen de aquel evento de mi infancia.
—Buenas tardes, dormilona. Ya casi llegamos.
Intento reorientarme. Me acomodo y observo a todas partes.
—¿Qué día es?—le pregunto.
—No te he drogado, sigue siendo el mismo día. Sólo que ya es hora de almorzar. Haremos una parada en una gasolinera antes de llegar a destino—me comunica. Por algún motivo se lo ve contento y no es él quien se ha quedado dormido esta vez. El no haber descansado anoche empieza a hacerme padecer sus efectos.
—Nick—murmuro, pensando en la conversación que quedó pendiente y sus palabras "no puedo garantizarte que no volveré a hacerte daño, pero quiero que me enseñes a ser otro tipo de persona".
Él parece alertarse de mi seriedad. Evidentemente ya sabe que cuando empiezo a pensar, mi cabeza comienza a ser un tanto peligrosa.
Traga saliva antes de volverse a mí.
—¿Nat?—murmura.
La pregunta está en la punta de mi lengua. "¿A qué te referías con que seguirás haciéndome daño?", aunque la respuesta a eso creo que puede esperar.
Se hará evidenciar. Tarde o temprano.
¿Y será ese nuestro final?
—¿Cuánto falta para la gasolinera? Me ruge el estómago.
El viraje de tema lo hace soltar un suspiro de alivio seguido de una sonrisa hermosa y particular de su parte, que hace achinar sus bellos ojos azules.
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