El Hotel Nightmare

נכתב על ידי sstephanyh

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Al norte de Nueva York, el Hotel Nightmare es una gran atracción para turistas y curiosos. El antiguo recinto... עוד

Disclaimer
Sinopsis
Prólogo
Capítulo 1: Epitafio
Capítulo 2: Poseída
Capítulo 3: Apresados
Capítulo 4: La Mujer Difunta
Capítulo 5: El Cadáver
Capítulo 6: Cuentos de hadas
Capítulo 7: Estela de huesos
Capítulo 8: La culpa y la muerte
Capítulo 9: Ellos o Nosotros
Capítulo 10: Caótico Deseo
Capítulo 11: Chica traviesa
Capítulo 12: Jugar a cazar
Capítulo 13: La Habitación 63
Capítulo 14: Evangeline
Capítulo 15: Espinas
Capítulo 17: Imagine
Epílogo: Lluvia de estrellas
Nota del Oráculo de Tinta

Capítulo 16: Dii Involuti

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נכתב על ידי sstephanyh

Los misteriosos encapuchados me inmovilizaron, aferrando mis extremidades mientras uno de ellos oprimía mi boca con su glacial mano descolorida.

—Quédate calladita, niña —murmuró.

Me obligué a calmar mi pánico. No les temía a los muertos, mucho menos a los vivos. Mantuve la calma con una actitud desdeñosa y burlona, demostrándoles que no estaba despavorida. El encapuchado me agarró del cabello, obligándome a mirar a través del cristal delantero de la furgoneta. Chillé.

Reconocí las desoladas vías que circundaban el Hotel Nightmare, envueltas en niebla y un vago humo de ciudad. En el asfalto se reflejaba la luz del sol, rebotando hasta mis ojos. Con asombro, noté que nos dirigíamos directamente hacia un muro de concreto, con el que nos estábamos a punto de estrellar.

El muro tenía pintado un hermoso mural de un paisaje nocturno, donde la luna llena irradiaba un resplandor violeta y una carretera serpenteante se perdía en un bosque encantado, similar a los de los cuentos de hadas. El dibujo en la pared poseía colores tan vivos que parecían de otro mundo.

Cuando fui consciente de que el vehículo no se detendría, cerré los ojos y lancé un grito, aguardando el impacto contra el muro.

Pasó un segundo, luego dos, luego tres…

No sentí ni escuché ningún golpe. Había creído que volaría hasta estrellarme en el parabrisas. Sin embargo, nada ocurrió, excepto por las risas burlonas de mis captores.

Tan pronto como abrí los ojos, me tomó varios segundos acostumbrarme a la nueva oscuridad que inundaba mi visión. Al mirar por las ventanillas, noté que era de noche, como si numerosas horas hubiesen transcurrido en un instante. Mi boca se abrió por la conmoción. La carretera ahora era de arena rodeada de un paisaje floral salido de un libro para niños y la luna irradiaba resplandores violetas, en lugar de los usuales plateados. Era una luna llena, más grande de lo normal y púrpura.

Me asomé a cada una de las ventanas, asegurándome de no estar siendo engañada por ilusiones o trucos.

Agitada y asustada, jadeé.

—Oh, Dios —musité, empañando el cristal con mi aliento.

—Parece ser que sabes actuar. Lo haces muy bien, Charlotte, pero no engañarás al jefe —dijo uno de los hombres.

El tipo me aplastó contra la ventana y, cuando me tocó, observé su mano salir de la gran manga negra. Una mano con piel pálida, ligeramente azulada, y alargadas garras en sus dedos. El individuo rozó mi mejilla con su uña filosa, haciéndome estremecer.

Esto es un mal sueño. Otra pesadilla, otra más. Quise convencerme.

El sujeto me olfateó. Inhaló desde mi cuello hasta mi cabello, no precisamente de forma inocente. Apretujada contra una de las puertas, era incapaz de moverme.

Se alejó.

—No puedo verte. Sin embargo, puedo olerte, y no hueles como ella. Tu sangre tiene el mismo aroma, pero tú… —Se movió hacia sus compañeros. Uno de ellos conducía, el otro solo estaba sentado—. ¿Están seguros de que es ella? ¿Tenemos la correcta? Esta parece ser una niña, huele como si apenas acabara de perder su pureza.

Interrumpí.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué demonios quieren hacerme? ¿Qué han hecho con Carlo?

Escuché una risita tras la capucha.

—Tu amigo está por allá —señaló uno de los hombres. Seguí la dirección de su dedo y sentí un vacío en el estómago al ver un cuerpo cubierto por una manta negra. Sabía que era Carlo. Muerto—. Somos tu peor pesadilla. Y queremos hacerte… muchas cosas, comenzando por una venganza dolorosa y nefasta.

Traté de reírme con ironía. Más bien salió una risa nerviosa.

—Qué bueno que no le tengo miedo a la muerte —dije, girándome para mirar por la ventana de nuevo. Ahora veía calles oscuras y sombrías, desiertas e inhabitadas, bajo un cielo morado y lóbrego—. ¿Dónde estamos? Por favor, díganme que no atravesamos la pared y nos transportamos al interior de una pintura. Porque, de cualquier manera, no lo creería.

Ellos se rieron.

—¿No lo creerías? ¿De modo que estás intentando engañarnos? —cuestionó el mismo sujeto que me había rasguñado con su garra. Después le habló a sus secuaces—. La niña no se está tomando esto muy en serio, me parece que debemos darle una lección.

Me encogí de hombros con aburrimiento, retándolos.

El automóvil se detuvo a mitad de un bosque que me hacía sentir en medio del País de las Maravillas. Ellos me empujaron fuera. Apenas caí sobre el pasto, algunas enredaderas de plantas crecieron, enroscándose en mis tobillos e impidiendo que me moviera. Las flores parecieron prolongarse y tomaron mis brazos, tal como si no quisieran dejarme ir.

Maldije mientras intentaba liberarme de las plantas. Luego lancé un alarido cuando las garras del hombre azulado se cerraron en mi cuello y me apretaron.

—Nosotros somos la muerte, muñequita. Nos alimentamos de criaturas como tú, bebemos su sangre, vaciamos sus ojos, devoramos su piel… Debes saber que serás deliciosa, de eso estoy seguro —sentí su aliento en mi cara, pero como había cerrado los ojos, no logré ver su semblante.

—No podemos comérnosla todavía, Marcus querrá verla y torturarla, así que será mejor que la ates —se opuso el otro encapuchado.

Me arrastraron hacia un árbol. De repente, me sujetaron con gruesas cadenas de hierro, no solo atando mis muñecas y tobillos, sino también mi pecho y abdomen hasta que no pude moverme sin sentir dolor.

—¡Qué diablos! ¡Déjenme ir! —grité furiosa.

Recibí a cambio una bofetada que cortó mi mejilla gracias a aquellas garras afiladas. Lloriqueé adolorida.

—Ni siquiera intentes escapar, las cadenas que te atan tienen un hechizo. Si tratas de liberarte, te quemarán. Y si alguien más intenta liberarte, también será incinerado hasta la muerte. Suerte con eso —murmuró uno de ellos con voz perversa—. Marcus vendrá pronto por ti, dulzura.

Antes de que los tres se marcharan, reparé en que arrastraban un raro animal muerto, al cual arrojaron junto a mí. Tan pronto como se fueron, me quedé sola con esa cosa.

Solo entonces me di cuenta de que no era una cosa, o simplemente un animal.

Era una criatura extraña, diabólica, similar a los demonios descritos en los antiguos textos de mitología. Su piel tenía un tono azul lechoso más claro que el cielo de mediodía, como si fuera un hombre congelado. Poseía una cabellera roja intensa que variaba entre tonos negros y naranjas.

Tenía dos grandes alas torcidas y aplastadas detrás de su espalda, blancas y emplumadas, con ojos en ellas, como los que poseen las mariposas, pero algo satánicos. Las orejas de la bestia eran puntiagudas y alargadas, mientras que su cuerpo descubierto estaba bien dotado de músculos.

Sus manos portaban garras iguales a las del misterioso monje, aunque lo más espeluznante probablemente eran sus ojos, que no eran más que fosas negras sin fondo.

Era una criatura horrible, pero a su vez fascinante. Mi corazón palpitó precipitadamente debido a un mal presentimiento. Sentí la urgencia de alejarme de eso lo más rápido posible.

En cuanto traté de moverme, oí el metal crujir y mi cuerpo ardió como si estuviera en una funda de llamas. Grité, sintiendo un dolor agudo recorrer mi cuerpo. Las cadenas dejaron marcas en mi piel expuesta, muñecas y cuello. Algunas lágrimas brotaron de mis ojos.

Con mucho dolor y esfuerzo, dejé de luchar contra las ataduras hasta que el ardor se aplacó. Sollocé un poco mientras las quemaduras de mi cuerpo dejaban de llamear.

Conmocionada, me di cuenta de que la criatura junto a mí tenía una herida en el estómago y llevaba pantalones cortos, al igual que...

Carlo.

Ese también era su rostro, apenas reconocible debido a sus ojos ausentes, su cabello ahora rojo, su piel transformada en un tono celeste y su cuerpo abastecido de músculos.

Se movió.

A pesar del nerviosismo y la sensación de miedo que me invadía, logré quedarme quieta, porque sabía que si empezaba a zarandearme, las cadenas incinerarían mi piel. La bestia se incorporó, gruñendo de dolor. Emitió quejidos, aparentemente mareado.

—Oh, Dios, Carlo. Ellos son Vanthes, ¿verdad? Te han convertido en uno con su sangre, ¿no?

Un recuerdo me golpeó. La visión que había tenido la noche pasada, donde Carlo compartía sangre con una exótica mujer. La realidad me golpeó más fuerte.

Carlo no había sido convertido en Vanthe en ese momento, siempre había sido uno.

—¡No, no! —grité—. Siempre fuiste un Vanthe. Eres un monstruo come hombres. Lo vi todo, fuiste convertido en el Hotel Nightmare hace muchos años por aquella mujer, compartiste sangre con ella.

Pareció sorprendido al escucharme. Sus cejas rojas se alzaron.

—¿Qué? —largó—. No, no. Escúchame, Ania. Antes que nada, no fuerces las cadenas, podrías morir si lo haces —extendió su brazo hacia mí, tratando de encontrarme. Retrocedí tanto como pude—. Escúchame —jadeó, llevándose las manos a su herida abierta—, yo… no todos somos malos. Yo no pedí ser convertido en esto, odio lo que soy. Sin embargo, no hago daño a nadie. Te lo juro.

Dudé.

—He escuchado relatos horribles sobre ustedes —recordé cada siniestro cuento sobre esas criaturas. Más que fábulas infantiles, ahora me parecían historias de terror que inducían pesadillas—. Son incontrolables, inhumanos, no pueden evitar matar, aman ver la sangre correr.

Carlo rió desanimado.

—No podríamos ver la sangre correr aunque quisiéramos —repuso—. Solo los que deciden ser malos lo son. La gente inventa muchos rumores. Tienes que creerme, jamás te haría daño.

Permanecí en silencio, quieta. Aunque en realidad no podía ir a ninguna parte.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Eso creo. Buscaría ayuda, pero no puedo moverme muy rápido y posiblemente me atrapen sin esfuerzo. ¿Tú estás bien?

Se dejó caer de espaldas al suelo, gimiendo.

—Duele —siseé. Todavía sentía las quemaduras en mi piel.

—Escuché que… escuché que ellos buscaban a una mujer. Creo que era Charlotte —suspiró—. ¿Eres ella?

—¿Qué? No, yo… Charlotte Hammond era mi madre, pero… ella está muerta.

Carlo volvió a sentarse bruscamente.

—¿Cómo… cómo murió? —tragué un nudo en mi garganta. No quería hablar de eso, no quería recordarlo. Él se relajó—. Lo siento, no quise… Perdón, no debería haber tocado ese tema.

—Está bien —dije—. No sé… no sé cómo murió. Papá se inventó una historia muy extraña y misteriosa —pausé—. Bien, realmente sí sé lo que pasó. Papá nos ocultó que ella se suicidó.

Rápidamente Carlo se aproximó, invadiendo mi espacio personal. Respiró sobre mi cara y posó sus manos en mis mejillas, sosteniéndome con firmeza. Cuando sonrió, unos colmillos letales se desplegaron de su boca.

—Gracias, niña —su expresión era sarcástica—. Me has dado toda la información que necesito.

Mi semblante palideció. Él desplegó sus garras para enterrar una de ellas sobre la piel que recubría mi garganta, perforándola. Sentí el punzante dolor al tiempo que la sangre caliente corría a través de mi cuello. Traté de balbucear palabras, pero nada salía de mi boca.

—Lo sé, lo sé —me susurró de manera pérfida—. No digas nada, fuiste tan tonta por confiar en mí, ya lo sé.

Lamió mi cuello, catando el sabor de mi sangre con deleite. Cuando traté de moverme, las cadenas se apretaron a mi alrededor, calentándose. Lancé un quejido lastimero.

—Maldito.

Sonriendo de satisfacción, se levantó y limpió la sangre de sus abdominales. No tenía ninguna herida. Había estado fingiendo todo el tiempo.

Soltó una carcajada mordaz.

Otro hombre bestia emergió de los frondosos árboles del bosque. Poseía un modo de caminar elegante y amenazador. Me miraba como si fuera un trozo de carne para su cena, como si fuera un bocado de su manjar favorito.

Los dos compartieron risas.

—Ella no es Charlotte, pero la perra tuvo más crías, Marcus —le dijo Carlo al otro ser infernal—. Si no me equivoco, también hay un joven que debe ser eliminado. Su hermano.

Si Marcus tuviese ojos, podría decir que su mirada era desafiante y fría, porque lo parecía.

—Quiero a la madre —gruñó.

—La chica dice que está muerta, cosa que no me creo —Carlo giró la cabeza hacia mí—. Dime la verdad, Hammond, ¿dónde está tu mamita?

La furia se apoderó de mí. Mi rostro ardió, enrojeciéndose.

—¡Te lo dije! Mamá murió. Yo misma la vi en su ataúd, murió. ¡Ella se mató!

No pude evitar que las lágrimas se escaparan de mis ojos. La herida de la muerte de mi madre aún dolía demasiado en mi pecho. Y si la tocabas, sangraba.

La sonrisa de Carlo se amplió, como si pudiera verme.

—Lamento tanto haberte traicionado —se burló antes de inclinarse para mostrarme sus colmillos—. La verdad, ¿sabes qué? No lamento nada —se carcajeó—. Pareces tan confundida... te explicaré algo sencillo. ¿Recuerdas el dibujo del lago del hotel que hicimos juntos? —no tuve oportunidad de responder—. Anoche, cuando la luna estaba por salir, necesitaba tomar forma de Vanthe, así que te saqué de la habitación y utilicé la pintura para trasladarme al lago. Pero tu caballero de armadura brillante estaba ahí, de modo que tuve que marcharme pronto. Fue por eso que él y su primo cambiaron de forma, estaban cerca de mí. —Saltó espontáneamente, como si hubiese recordado algo—. Ah, por cierto, yo maté a tus amigos, no tú —aproximó sus colmillos a mi cuello como si quisiera morderme, pero nada más habló, con una voz que jamás habría asociado con el Carlo que creía conocer—. Rose, bueno, esa chica me provocó, tuve que hacerlo. Jackson, le saqué los ojos, pues le gustaba ver más de lo que necesitaba saber. Darren, ese sí fue tu culpa, el amor es así de complicado. Y Susan... te gustará saber lo que sucedió con ella.

Chasqueó los dedos y los monjes emergieron de las sombras.

Cuando bajaron sus capuchas, observé a las tres bestias. Dos hombres de cabello corto y rojizo, apenas distinguibles entre sí. No obstante, mis ojos se ampliaron al ver a una joven con piel azul y perfecto cabello escarlata.

Susan.

Su rostro era inexpresivo y lúgubre. Había sido transformada.

Pero ellos no venían solos, estaban arrastrando con cadenas dos cuerpos inertes y ensangrentados. Mi garganta se cerró mientras sentía una presión aplastante en el pecho.

Esos cuerpos eran Colin y Miranda.

Los había identificado con mucho esfuerzo, debido a que Colin también llevaba alas. Éstas eran un revoltijo de plumas blancas y doradas manchadas de sangre carmesí. Su pelo era dorado y sus ojos estaban cerrados.

Miranda estaba… notablemente más pálida de lo habitual. Tenía laceraciones en su cuerpo y parecía muerta, aunque carecía de alas o cabello dorado de ángel. Era la misma Miranda de siempre, pero sin vida. Sentí que mi corazón se ralentizaba en mi pecho hasta detenerse.

Me quedé sin palabras.

—Mira quién llegó —apuntó Carlo—. Tus amiguitos, ¿no es así?

—Tuvimos que traer también a la mortal, se negaba a abandonar al Leive —intervino uno de los hombres con túnicas negras.

Encadenaron los cuerpos a un roble cercano.

Solo fui capaz de decir una sola frase.

—¿Dónde está Damien?

Para mi sorpresa, fue Susan quien respondió.

—Lo matamos.

Puntos rojos nublaban mi visión mientras sentía que algo oscuro me consumía. Ahora nada importaba, todos me habían dejado sola. De una manera u otra, se habían ido. No sabía a quién odiar más en ese momento.

Mi mirada furibunda recorrió a las bestias al tiempo que en mi interior crecían poderosos deseos de matarlos, de vengarme, de mancharme de su sangre. Aunque también sentía el impulso de llorar, ninguna lágrima brotaba.

Carlo se acercó y me abrazó. Mientras intentaba sacármelo de encima, las cadenas hechizadas consumían mi piel, pero no me importaba el dolor, no me importaba nada.

—Siento lo de tu novio —el Vanthe fingió entristecerse.

Minutos más tarde, las bestias se retiraron, dejándome sola con mi hermano y Miranda. Volví mi mirada hacia ellos, jadeando. Todo en mi interior dolía, no podía respirar, no podía ver, no podía sentir nada más que una oscura energía llenando el vacío que se había formado en mi alma.

De repente, Cole tosió sangre y una chispa de esperanza se avivó en mis adentros.

—Hermano —mi voz era entrecortada e inestable—, hermanito, soy yo, tu hermanita. Tu hermanita pequeña —me apoyé como pude contra su pecho—. Por favor, no te vayas, recuerda que debes cuidarme, se lo prometiste a papá y a mamá. ¡Recuérdalo, hermanito! No me dejes aquí, ¡Cole!

No se movió.

Sin poder soportarlo, lancé alaridos de ira. Mis mejillas ardían, sonrojadas por la cólera. Las cadenas calientes como brasas se apretaron en mi pecho, comprimiendo tanto mis pulmones que cuando trataba de tomar aire, no lo conseguía. No podía respirar.

De pronto, me paralicé, aterrizando de golpe en la realidad, reparando en el hecho de que mi hermano era rubio, con alas. Era un Leive.

Damien había dicho que la única manera de ser un Leive era nacer como uno, llevar sangre de uno. Pero yo era una simple mortal, una humana deplorable.

Lo que significaba que… Colin no era mi hermano.

—¿Miranda? —preguntó la voz afligida de Cole.

Había despertado. Y gritó. Vi formarse marcas de quemaduras en cada parte de su piel expuesta en contacto directo con el metal de las cadenas. Pasaron varios minutos antes de que se calmara y se diera cuenta de la situación.

Jadeó, agitado, respirando a duras penas. Su pecho bajaba y subía.

—Ania, ¿estás bien? Oh, por Dios, tienes sangre.

Fui incapaz de decir nada. Había un nudo atravesado en mi garganta que amenazaba con hacerme romper en llanto.

—Mir… Miranda… —intenté decir. La respiración me faltaba—. Murieron, ellos murieron… ellos…

—Shh —Colin me miró a los ojos, intentando consolarme—. Todavía nos tenemos el uno al otro, hermana. Tenemos que ser fuertes, ¿sí? Tú eres fuerte, lo sabes. Vamos a vivir, confía en mí.

Ya no tenía esperanzas, sabía que moriríamos. Solamente quería que ellos acabaran rápido conmigo, que no me hicieran presenciar más muertes, que terminaran de una maldita vez con todo.

Colin luchaba por respirar mientras trataba de enfocar su mirada en el cielo, cada vez más pálido y enfermizo. Su cuerpo tenía sangre y magulladuras, su aspecto era débil y demacrado.

—No quiero mirarla así —susurró, refiriéndose a Miranda—. Yo… traté de protegerla, pero no pude. Soy tan inútil. Y nunca le dije que… que… nunca le dije que no la odiaba realmente.

Tampoco me atreví a mirar a mi amiga. Pensé en Damien, en cómo habría muerto, en que había sido mi culpa. Pensé en todo lo que nunca le dije, como lo mucho que significaba para mí o lo hermosa que era su sonrisa. Pensé en los momentos que no podríamos tener juntos. Nunca, jamás.

Mi corazón dolió, encogiéndose.

Seguidamente, escuché su voz en mi cabeza, llamándome por mi nombre.

Al principio creí que se trataba de una alucinación, pero luego vislumbré una sombra que emergía desde la oscuridad del bosque hacia nosotros. Una sombra alada y majestuosa.

Él.

Damien.

Estaba cojeando al correr y, al igual que Colin, tenía sangre empapando sus alas, cabello y torso desnudo. Había una grave lesión abierta en su hombro derecho. Con su mano derecha sostenía una espada corta que arrastraba por el césped y con su mano izquierda hacía presión en su herida.

Tan pronto como ambos nos reconocimos, saltamos de alivio. Ansiaba levantarme y correr a abrazarlo. Se arrodilló frente a mí, agotado, sin fuerzas. Sostuvo mi rostro entre sus manos.

—Me dijeron que te habían matado. No podía creerles, no podía darme por vencido sin verte —dijo con desesperación, su aliento húmedo tocando mi cara.

Sentir su piel en contacto con la mía, escuchar su voz, percibir su respiración, era un bálsamo para mi alma. Estaba vivo, estaba conmigo. Mi corazón se aceleró, martillando más rápido que nunca.

Cole se rió, alegre, satisfecho.

—Hermano, te creí muerto. Eres una perra con suerte.

—También te amo —contestó Damien a su amigo, recuperando su humor pícaro—. Los sacaré de aquí y me encargaré de descuartizar a cada bastardo que puso un dedo sobre mi novia.

Cuando Damien puso sus manos sobre las cadenas que me envolvían, Cole lo detuvo.

—No lo intentes, las cadenas tienen un hechizo. Incineran a cualquiera que trate de soltarlas.

Con un bufido, Damien casi se rió de eso. Ignorándolo, comenzó a tirar de las cadenas. El metal crujió mientras él gritaba de dolor. Observé, sin poder hacer nada, el modo en que sus manos se llenaban de cicatrices y ampollas. La piel humeaba, incluso olía a carne quemada.

—¡No! ¡Para! ¡Detente! —grité.

Se detuvo. Su rostro estaba enrojecido, sus palmas sangraban.

—¿Te… hice… daño? —balbuceó entre gemidos de dolor.

Sacudí la cabeza para negar. Antes de que pudiera continuar hablando, volvió a tirar de las cadenas.

Me dolía verlo sufrir de esa manera. Sus venas se hincharon, su nariz empezó a sangrar y su rostro adquirió un tono muy rojo. Sus manos temblaban, debilitadas, y el sudor perlaba su frente.

Finalmente, las cadenas cedieron y conseguí liberarme. Abracé a Damien con fuerza antes de sujetar su rostro entre mis manos. Parecía a punto de desfallecer. Sus palmas estaban gravemente quemadas, ennegrecidas, con llagas sangrantes y chamuscadas.

Acaricié su espalda desnuda, empapada de sudor y sangre, mientras su cuerpo se estremecía en mis brazos. Sentí cómo sus rodillas temblaban, su peso recayendo sobre mí.

—No vuelvas a hacerlo —protesté, enfadada por su estupidez.

—Pero debo liberar a Cole —replicó.

—¿Debes qué? —dijo una satírica voz a través de la espesura de la noche.

Reconocí el tono de aquel sujeto, Marcus. La espada de Damien hizo un sonido metálico cuando la alzó del suelo. Sin embargo, un segundo más tarde, la dejó caer nuevamente. Supuse que sus manos dolían demasiado.

Tomé coraje y agarré el arma.

A pesar de que había practicado muy poco con espadas, algo sabía de ellas. Como por ejemplo, que eran mejores que las dagas, porque te permitían atacar desde mayor distancia.

—No, Ania —gruñó Damien al ver que me ponía de pie con el arma en las manos. También se levantó. Lo sentí a mis espaldas—. No puedes pelear contra eso, va a matarte.

Marcus, el enorme animal alado, llevaba una especie de armadura puesta y también sostenía una espada, con hoja de oro y empuñadura brillante. Su armadura dorada cubría gran parte de su desnudo torso.

Damien se interpuso entre el demonio y yo.

—Aléjate —le advirtió.

Durante un fugaz segundo, las cejas del feroz demonio azul se alzaron mostrando asombro. Su sonrisa se torció antes de volver a la normalidad.

—¿Amantes, eh? Parece que puedo aprovecharme de esa situación. Creo que finalmente encontré algo que te hace débil y vulnerable, Bathory —canturreó Marcus—. Ah, mujeres. Son un arma de doble filo, pero no podemos vivir sin ellas.

—Lo sé. Siento lastima por ti, que nunca conseguirás una mujer —Damien resopló—. Hombre, eres una cosa desagradable.

Marcus apretó los labios y frunció las cejas, evidenciando su ira.

—¿Cuándo aprenderás que no debes ser encantador en los momentos en los que estás a punto de morir? Eso te distrae, como ahora.

De improviso, unas manos con garras me atraparon. Grité.

—Anda, corre y escóndete. Siempre te encontraré, linda niña —escuché la voz de Carlo en mi oído.

Malnacido perro.

No era frágil, ni débil, ni indefenso o hambriento. Me había engañado y pagaría por eso.

En cuanto me moví para atacarlo con la espada, me la arrebató de las manos y comenzó a hundir su garra justo en mi pecho, donde mi corazón latía. Tan pronto como Damien se dio la vuelta para enfrentarse a Carlo, Marcus lo atacó por detrás, enterrando la espada en su dorso hasta que sobresalió de su estómago.

—¡Damien! —grité.

Sus ojos se abrieron al tiempo que observaban con asombro el extremo centelleante del arma que despuntaba de su cuerpo. Marcus la retiró antes de decir:

—Regla número dos: no descuides tu espalda.

La afilada garra de Carlo rasgó la tela de mi camiseta, abriéndose paso para perforar mi piel.

—Te sacaré el corazón y luego lo devoraré —me amenazó de forma sanguinaria—. También lo haré con tu novio, tu hermano y con esa tonta muchacha pacifista. O pacífica, debería decir. Demasiado pacífica.

Los ojos de Damien brillaron, tornándose rojos como la sangre. Su furia era tan amenazante que me hizo trepidar.

Por fortuna, pareció recuperar la compostura rápidamente. Las heridas en sus manos estaban empezando a sanar cuando abrió las alas en su totalidad, bloqueando la luz violeta de la luna hasta que todo se oscureció mucho más. Sus colmillos relucieron en la oscuridad.

Era la criatura más bella que jamás hubiese visto.

Sus alas se agitaron y ascendió en el aire, generando un viento brutal que se arremolinaba sobre nuestras cabezas. Marcus también se alzó en vuelo.

Ambos lucharon con gracia y elegancia, lo cual parecía extraño para una lucha. Los dos cuerpos en el aire se movían con extrema destreza, intercambiando golpes ágiles y embestidas violentas, pero limpias. Mientras tanto, las garras de Carlo perforaban mi piel. No pude evitar lanzar un alarido de dolor.

—Cállate, perra —rugió Carlo al tiempo que sus manos aprisionaban mi cuello, estrangulándome.

Dejé de respirar. Tosí y mi garganta ardió. Traté de hablar, pero lo único que salió de mi boca fueron chillidos inaudibles.

¡Suéltame, por favor! Rogaba en mi mente, con desesperación.

Estaba apretando tanto mi garganta que creí que mis huesos se quebrarían. Un par de lágrimas de dolor brotaron de mis ojos mientras todo comenzaba a volverse borroso y negro. Podía sentir mi consciencia yéndose, mis pensamientos vagando sin orden lógico.

De repente, caí sobre las ramas y flores del suelo. Me tomé unos segundos para lloriquear y respirar adolorida. Hundí una rodilla en la tierra, apoyándome sobre mis antebrazos.

Damien se había abalanzado sobre Carlo. Ahora los dos combatían con furia, aplastando hojas secas bajo sus cuerpos enzarzados, haciendo que los suelos se estremecieran.

Cuando la espada de Damien lanzó destellos a mis ojos, descubrí que se encontraba a un metro de distancia, tumbada delante de mí. Me arrastré hasta ella para tomarla.

Después de empuñarla, me puse de pie tambaleándome. Carlo empujó a Damien, lanzándolo por los aires hacia la distancia. El cuerpo de Damien colisionó contra las cimas de los árboles y luego cayó al suelo, ensangrentado por la lucha.

—Deberías aprender a pelear mejor —le dijo Carlo entre risas.

Esa bestia se encontraba delante de mí, dándome la espalda. Alcé el arma, apuntando al lugar entre sus omóplatos.

—Y tú deberías aprender a no meterte con mi chica —respondió Damien con la misma ironía antes de señalarme con su barbilla.

En el momento en que Carlo se giró hacia mí, lo único que tuve que hacer fue inclinarme y enterrar la hoja de la espada al lado izquierdo de su pecho, perforando su corazón. Él abrió los ojos con sorpresa antes de derrumbarse en el pasto.

—Eso te pasa por engañarme, maldito —lo insulté.

Sangre negra brotó de su pecho. Alguien me rodeó en sus brazos, su piel pálida y fría tocó la mía.

Era Marcus, quien me arrebató la espada.

—No, no, no, niñita —siseó en mi oreja de forma déspota—. Las pequeñas no pueden jugar con armas. No dejaré que Charlotte se salga con la suya. Si tengo que matarte, lo haré.

Situó el filo de la espada contra mi barbilla. Damien, tenso, se aproximó hacia nosotros.

—Será mejor que la sueltes o te juro por los Dii Involuti que me encargaré de hacerte llorar sangre —lo amenazó. Por primera vez no se escuchó relajado o sarcástico. Sonaba amenazante, peligroso.

Marcus se rió.

—Hecho curioso —dijo de forma vil—, un Vanthe podría morir si atraviesas su corazón. Y un Leive también. Puedo atravesar a esta chiquita con esta filosa arma y te volverías tan vulnerable que morirías por tu propia cuenta, ¿no es así, Bathory? Tu corazón se quebraría —el hombre me dejó libre, arrojándome lejos para saltar sobre Damien y derribarlo en el suelo—. Lástima que a ella la necesito viva, por lo tanto tendré que atravesar tu corazón directamente. —Apoyó su pie sobre el pecho de Damien y la espada contra su cuello—. ¿Últimas palabras?

—Ya que estamos —comenzó Damien desde el suelo. Trataba de parecer divertido, pero jadeaba de cansancio—. Quisiera decirle a Ania lo mucho que la quiero. Y una cosa más, ¿podrías repetirme cómo se dice hasta nunca en el antiguo idioma?

El demonio se sobresaltó.

—¿Qué?

Damien rió.

—Respuesta equivocada —dijo con diversión.

Y, de la nada, Adrien llegó desde el aire y empujó al demonio azul a través de un agujero negro que se había formado en medio del aire, como en una invisible pared. Marcus fue devorado por un oscuro abismo y desapareció sin dejar rastros. El agujero también se desvaneció después de tragárselo.

El ambiente olía ácido, como a vinagre.

—Ugh, sangre de Vanthe, huele tan mal —se quejó Damien.

—¿Cole? —susurró la frágil y apenas audible voz de Miranda.

Al girarme hacia ellos, noté que estaban liberados. Colin, arrodillado, sostenía su cuerpo mortecino con ternura, colocándolo sobre su regazo con delicadeza.

—Creí que te había perdido para siempre. Y, ¿sabes qué? No me gustó —le dijo a mi amiga. Aunque su tono fue de broma, su voz aún reflejaba un leve temor entremezclado con su sátira.

Corrí hacia Damien tan rápido como pude, arrodillándome a su lado. Pude distinguir cómo sus ojos cambiaban de rojos a dorados, rezumando luz. Su rostro y cuerpo estaban salpicados de su sangre y de un poco de esa sangre negra de Vanthes.

Se incorporó entre gemidos antes de estrecharme entre sus brazos. Mis huesos parecieron crujir bajo su fuerte y tórrido abrazo. Ninguna herida parecía doler cuando su piel desnuda rozaba la mía. Me sentía plenamente segura, pequeña y, por primera vez, delicada entre sus brazos masculinos y protectores. Con la respiración agitada, sentí que el dolor en mi corazón disminuía poco a poco. Finalmente estábamos a salvo. Todos. Él y yo, juntos.

Había sentido tanto miedo de perderlo.

Cuando Damien acercó su boca a la mía, entrelacé mis dedos en su cabello. Su aliento rozó con suavidad mis labios. De pronto, ambos recordamos algo importante y giramos la mirada hacia Colin, quien no nos prestaba atención. Parecía demasiado concentrado sosteniendo a su chica.

Aun así, dijo:

—Adelante, bésense. En este momento no voy a ponerme como hermano guardaespaldas celoso. Estoy en modo reposo ahora mismo.

Nuevamente me encontré con la tierna y pícara mirada de Damien. Él sonreía.

Y nos besamos. Sus manos despeinaron mi cabello, sus labios tocaron los míos, su lengua jugó con la mía mientras que todo mi cuerpo empezaba a palpitar de deseo y se tornaba caliente. La caricia de sus labios tersos, acompañada de sus devoradoras embestidas hacia mi boca, me hacía delirar.

¡Dios! Cómo había extrañado a ese hombre.

Mi corazón se avivó, regocijado. Mi estómago vibró.

No fue mi hermano quien nos interrumpió, sino Adrien, aclarándose la garganta. Me separé de su boca renuentemente, pues no quería romper su delicioso beso. Todas las emociones que me habían colmado a lo largo del día me habían dejado deshecha, agotada, pero sobre todo, necesitada.

Miré a Adrien, quien cruzaba los brazos sobre su pecho. Estaba muy serio. Sin embargo, no hizo ningún comentario sobre nosotros, únicamente nos observaba en pacífico silencio.

Tan pronto como oímos pasos viniendo desde alguna parte del bosque, todos nos levantamos del suelo. Damien rodeó mi cintura con un brazo, Colin alzó a Miranda.

Una figura negra apareció entre los arbustos.

Se trataba de uno de esos hombres con túnicas y capuchas. Todos nos paralizamos, observándolo mientras venía hacia nosotros. Una vez que estuvo lo suficientemente cerca, bajó su capucha para que pudiéramos identificar su cara.

No era demasiado reconocible: ojos profundos y negros igual que fosas abiertas sin fondo, cejas rojas, piel azulina, boca con colmillos. No obstante, no era igual a los demás. A diferencia del resto, este tenía una larga cabellera del mismo color de sus cejas. Una melena envidiable.

Era ella, Susan Howe.

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