Moby Dick

By Glenn_00

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"Moby Dick" es considerada como la más grande novela de mar que existe en la literatura de todos los tiempos... More

I. Espejismos
II. El saco de marinero
III. La Posada del Chorro
IV. La colcha
V. Desayuno
VI. La calle
VII. La capilla
VIII. El púlpito
IX. El sermón
X. Un amigo entrañable
XI. Camisón de dormir
XII. Biográfico
XIII. Carretilla
XI V. Nantucket
XV. Caldereta de pescado
XVI. El barco
XVII. El Ramadán
XVIII. Su señal
XIX. El profeta
XX. En plena agitación
XXI. Yendo a bordo
XXII. Feliz Navidad
XXIII. La costa a sotavento
XXIV. El abogado defensor
XXV. Apéndice
XXVI. Reyes y escuderos
XXVII. Caballeros y escuderos
XXVIII. Ahab
XXIX. Entra Ahab; después, Stubb
XXX. La pipa
XXXI. La Reina Mab
XXXII. Cetología
XXXIII. El « Troceador »
XXXIV. La mesa de la cabina
XXXV. La cofa
XXVI. La toldilla
XXXVII. Atardecer
XXXVIII. Oscurecer
XXXIX. Primera guardia nocturna
XL. Medianoche. Castillo de proa
XLI. Moby Dick
XLII. La blancura de la ballena
XLIII. ¡Escucha!
XLI V. La carta
XLV. El testimonio
XLVI. Hipótesis
XLVII. El esterero
XLVIII.- El primer ataque
XLIX. La hiena
L. La lancha y la tripulación de Ahab. Fedallah
LI. El chorro fantasma
LII. El Albatros
LIII. El Gam
LIV. La historia del Town-Ho (según se contó en la Posada de Oro)
LV. De las imágenes monstruosas de las ballenas
LVI. De las imágenes menos erróneas y las verdaderas de la caza de ballena
LVII. Sobre las ballenas en pintura, en dientes, en madera...
LVIII. Brit
LIX. El pulpo
LX. La estacha
LXI. Stubb mata un cachalote
LXII. El arponeo
LXIII. La horquilla
LXIV.- La cena de Stubb
LXV. La ballena como plato
LXVI. La matanza de los tiburones
LXVII. Descuartizando
LXVIII. El cobertor
LXIX. El funeral
LXX. La esfinge
LXXI. La historia del Jeroboam
LXXII. El andarivel
LXXIII. Stubb y Flask matan una ballena , y conversan sobre ella
LXXIV. La cabeza del cachalote: vista contrastada
LXXV. La cabeza de la ballena franca: vista comparada
LXXVI. El ariete
LXXVII. El Gran Tonel De Heidelberg
LXXVIII. Cisterna y cubos
LXXIX. La dehesa
LXXX. El núcleo
LXXXI. El Pequod encuentra al Virgen
LXXXII. El honor y la gloria de la caza de la ballena
LXXXIII. Jonás, considerado históricamente
LXXXIV. El marcado
LXXXV. La fuente
LXXXVI. La cola
LXXXVII. La gran armada
LXXXVIII. Escuela s y Maestros
LXXXIX. Pez sujeto y pez libre
XC. Cabezas o colas
XCI. El Pequod se encuentra con el Capullo de Rosa
XCII. Ámbar gris
XCIII. El náufrago
XCIV. Un apretón de manos
XCV. La sotana
XCVI. La destilería
XCVII. La lámpara
XCVIII. Estiba y limpieza
XCIX. El doblón
C. Pierna y brazo. El Pequod, encuentra al Samuel Enderby, de Londres
CI. El frasco
CII. Una glorieta entre los arsácidas
CIII. Medidas del esqueleto del cachalote
CIV. La ballena fósil
CV. ¿Disminuye el tamaño de la ballena?¿Va a desaparecer?
CVI. La pierna de Ahab
CVII. El carpintero
CVIII. Ahab y el carpintero
CIX. Ahab y Starbuck en la cabina
CXI. El Pacífico
CXII. El herrero
CXIII. La forja
CXIV. El dorador
CXV. El Pequod encuentra al Soltero
CXVI. La ballena agonizante
CXVII. La guardia a la ballena
CXVIII. El cuadrante
CXIX. Las candelas
CXX. La cubierta, la guardia de noche
CXXI. Medianoche. Las almuradas del castillo de proa
CXXII. Medianoche; arriba. Truenos y rayos
CXXIII. El mosquete
CXXIV. La aguja
CXXV. La corredera y el cordel
CXXVI. La boya desalvamento
CXXVII. En cubierta
CXXVIII. El Pequod encuentra al Raquel
CXXIX. La cabina
CXXX. El sombrero
CXXXI. El Pequod encuentra al Deleite
CXXXII. La sinfonía
CXXXIII. La caza. Primer día
CXXXIV. La caza. Segundo día
CXXXV. La caza. Tercer día
Epílogo

CX. Queequeg en su ataúd

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By Glenn_00

Después de un examen se observó que los últimos barriles estibados estaban totalmente indemnes y que el escape debía de estar más abajo. De manera que, estando el tiempo en calma, se siguió el trabajo de reconocimiento, perturbando el descanso de los enormes envases alineados e izando aquellas moles enormes desde la penumbra de media noche a la luz del día, arriba. Tan hondos se hallaban, y tan corroídos, mohosos y antiguos parecían los barriles de las filas inferiores, que al verlos casi se tenía la idea de alguna mocheta que contuviera monedas del capitán Noé, con carteles ,previniendo, aunque en vano, del diluvio al mundo antiguo.

Fueron izadas también, unas tras otras, las barricas de pan, agua y carne, las duelas sueltas de barril y los líos de zunchos, hasta que se hizo complicado el conseguir andar por cubierta, y el casco hueco resonaba bajo las pisadas como si anduviera sobre catacumbas vacías, y cabeceaba y se mecía en el mar como una damajuana llena de aire. Al buque le pesaba la calabaza, como a un famélico estudiante con la cabeza llena de Aristóteles. Menos mal que por entonces nonos visitó ningún tifón. Pero he aquí que fue entonces cuando mi pobre camarada infiel y amigo del alma, Queequeg, cogió unas fiebres que le pusieron al borde de la tumba.

Es necesario hacer constar que en esta profesión de ballener o no existen las sinecuras. La dignidad y el peligro van de la mano hasta que se llega a capitán, y cuanto más alto el grado, más dura la faena. Esto ocurría con el pobre Queequeg, quien no sólo tenía que hacer frente a la furia de la ballena viva, sino, como ya hemos visto antes, descender finalmente sobre su lomo muerto en un mar agitado, y bajar a la penumbra de la cala para sudar amarga mente todo el día, manejando y estibando los más pesados barriles. Para abreviar, a los arponeros se les llama, entre balleneros, los "asideros".

¡Pobre Queequeg! Deberíais haberos asomado por la escotilla para verle, allí abajo, mientras el barco estaba medio destripado: sin otra ropa que sus calzones, el tatuado salvaje se arrastraba entre el fango y la humedad, como un gran lagarto verde y con pintas, en el fondo de un pozo. Y un pozo, más bien una fresquera, resultó ser para él, no se sabe cómo, pobre pagano; pues allí, por extraño que parezca, a pesar de todo el calor de sus sudores, le entró un terrible enfriamiento que se convirtió en fiebre, y por fin, después de sufrir varios días, le hizo caer en su hamaca, cerca del umbral de la puerta de la muerte. £Cómo se consumió, cada vez más, en aquellos pocos días lentos, hasta que pareció quedar de él poco más que su esqueleto y su tatuaje! Pero todo lo demás en él se adelgazó, y sus mandíbulas se pusieron más salientes, aunque sus ojos parecían volverse cada vez más llenos: adquirieron una extraña suavidad y lustre, y, con benevolencia, a la vez que con profundidad, se asomaban a miraros desde su enfermedad, prodigioso testimonio de esa salud inmortal en él, que no podía morir o debilitarse. Y como círculos en el agua, que se expansionan al debilitarse, así sus ojos parecían extenderse en redondo como los anillos de la Eternidad. Un horror que no puede nombrarse os invadía al sentaros al lado de aquel salvaje que se extinguía, y veíais tantas cosas extrañas en su cara como las que pudieron observar los que estaban al lado de Zoroastro cuando murió. Pues cuanto es de veras prodigioso y temible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros. Y el acercamiento de la muerte, que nivela a todos por igual, igualmente infunde en todos una última revelación que sólo podría contar adecuadamente un escritor de entre los muertos. Así que —digámoslo una vez más— ningún caldeo o griego agonizante tuvo pensamientos más altos y sagrados que aquellos cuyas misteriosas sombras veíais deslizarse sobre la cara del pobre Queequeg, tendido tranquilamente en su hamaca oscilante, mientras el mar agitado parecía mecerle suavemente para su reposo final, y la invisible marea desbordada del océano le elevaba cada vez más hacia su destino celestial.

No hubo marinero en la tripulación que no le diese por perdido, y, en cuanto al pobre Queequeg, lo que pensaba de su situación se manifestó de modo impresionante por un curioso favor que pidió. Llamó a uno, en el grisáceo cuarto de guardia de alba, y aferrándole por la mano, dijo que cuando estaba en Nantucket había visto por casualidad ciertas pequeñas canoas de madera oscura, como la lujosa madera de guerra de su isla nativa; y, al preguntar, había sabido que a todos los balleneros que morían en Nantucket les ponían en esas canoas oscuras, y le había gustado mucho la idea de ser sepultado así, pues no se diferenciaba mucho de la costumbre de los de su propia raza, que, después de embalsamar a un guerrero muerto, le tendían en su canoa, y le dejaban así derivar flotando hacia los archipiélagos de las estrellas, pues no sólo creen que las estrellas son islas, sino que más allá de todos los horizontes visibles, sus propios mares benévolos y sin límites afluyen a los cielos azules, y así forman las blancas rompientes de la Vía Láctea. Añadió que se estremecía a la idea de ser sepultado en su hamaca, conforme a la habitual costumbre marinera, lanzado, como algo vil, a los tiburones devoradores de la muerte. No: él deseaba una canoa como las de Nantucket, tanto más adecuadas para él, como ballenero, porque, igual que las lanchas balleneras, esas canoas ataúdes no tenían quilla, aunque ello implicaba un rumbo incierto y mucha deriva por las eras de tiniebla.

Ahora, cuando se hizo saber a popa esta extraña circunstancia, el carpintero recibió orden en seguida de cumplir la petición de Queequeg, implicara lo que implicara. Había a bordo alguna vieja madera exótica, de color ataúd, que, en un largo viaje anterior, se había cortado de los bosques aborígenes de las islas La que divas, y se recomendó que se hiciera el ataúd con esas oscuras tablas. Tan pronto como el carpintero conoció la orden, tomó la regla y, con la indiferente prontitud de su temperamento, marchó al castillo de proa y tomó medidas a Queequeg con gran exactitud, marcando sistemáticamente con tiza la persona de Queequeg cuando trasladaba la regla.

—¡Ah, pobre muchacho! Ahora se tendrá que morir —exclamó el marinero de Long Island.

Al volver a su banco de los tornillos, el carpintero, para su comodidad y para referencia general, trasladó a él la medida de la longitud exacta que había de tener el ataúd, y luego hizo permanente el traslado cortando dos muescas en sus extremos. Hecho esto, requirió las tablas y las herramientas y se puso al trabajo.

Una vez clavado el último clavo, y debidamente alisada y encajada la tapa, se echó ligeramente a hombros el ataúd y marchó a proa con él, preguntando si estaban preparados ya para él en aquella parte.

Dándose cuenta de los gritos indignados, pero casi jocosos, con que la gente de cubierta empezó a rechazar el ataúd, Queequeg, con consternación de todos, mandó que le trajeran al momento aquel objeto, y no cupo negárselo, visto que, de todos los mortales, ciertos agonizantes son los más tiránicos; y la verdad es que, puesto que dentro de poco nos molestarán tan poco para siempre, hay que tener indulgencia con esos pobres hombres.

Asomándose desde la hamaca, Queequeg observó largamente el ataúd con ojos atentos. Luego pidió el arpón, hizo que le sacaran el palo y que pusieran la parte de hierro en el ataúd, junto con uno de los canaletes de la lancha. También a petición suya, se pusieron galletas dentro, alrededor de los costados; en la cabecera se colocó un frasco de agua dulce, y una bolsita de tierra leñosa rascada en el fondo de la sentina; y, enrollado en un trozo de lona de vela a modo de almohada, Queequeg pidió que le subieran a su lecho final, para poder probar sus comodidades, si es que las tenía. Estuvo tendido unos minutos sin moverse, y luego dijo a uno que fuera a su bolsa y le trajera su diosecillo Yojo. Después, cruzando los brazos sobre el pecho, con Yojo en medio, pidió la tapa del ataúd (la escotilla, la llamó) para que se la pusieran. La parte de la cabeza se doblaba con un gozne de cuero, y allí quedó Queequeg en su ataúd, dejando a la vista poco más que su rostro sereno.

—Rarmai («sirve, es cómodo») —murmuró por fin, e hizo una señal de que le volvieran a poner en su hamaca.

Pero antes que se hiciera esto, Pip, que había andado dando vueltas furtivamente por allí cerca durante todo este tiempo, se aproximó adonde estaba tendido, y, con suaves sollozos, le tomó de la mano, sosteniendo en la otra su pandereta.

—¡Pobre vagabundo! ¿Nunca habrás acabado todo ese fatigoso vagabundeo? ¿Adónde vas ahora? Pero si las corrientes no te llevan a esas dulces Antillas cuyas aguas sólo están batidas por lirios de agua, ¿me harás un recadito? Busca a un tal Pip, que se ha perdido hace mucho; creo que está en esas Antillas lejanas. Si le encuentras, consuélale, pues debe de estar muy triste, porque, £mira!, se ha dejado olvidada la pandereta y la he encontrado. ¡Tan, tan, tarantán! Ea, Queequeg, muérete; y yo te tocaré la marcha fúnebre.

—He oído decir —murmuró Starbuck, mirando por el portillo— que, en fiebres violentas, hombres muy ignorantes han hablado en lenguas antiguas, y que, cuando se examina ese misterio, resulta siempre que en su niñez, completamente olvidada, esas antiguas lenguas las hablaban realmente algunos elevados sabios al alcance de sus oídos. Así, mi confianza más amorosa es que Pip, en esta extraña dulzura de su demencia, nos ofrece celestes garantías de todos nuestros hogares celestes. ¿Dónde ha aprendido esto, si no allí? ¡Oíd! Vuelve a hablar, pero ahora más agitado.

—¡Formad de dos en fondo! ¡Hagámosle general! ¡Eh!, ¿dónde está su arpón? Ponedlo aquí cruzado. ¡Tan, tan, tarantán! ¡Hurra! ¡Ah, si un gallo de pelea se le posara ahora en la cabeza y cantara! ¡Queequeg muere como un valiente! Fijaos en esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Atentos a esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Eso digo: ¡valiente, valiente, valiente! ¡Pero el vil del pequeño Pip murió como un cobarde, murió todo temblando! ¡Fuera con Pip! Oíd, si encontráis a Pip, decid a todas las Antillas que es un desertor; ¡un cobarde, un cobarde, un cobarde! ¡Decidles que saltó de una ballenera! Nunca tocaría yo la pandereta por el vil Pip, ni le saludaría como general, si se muriera otra vez aquí. ¡No, no! Vergüenza para todos los cobardes: ¡vergüenza para ellos! Que se ahoguen como Pip, que saltó de una ballenera. ¡Vergüenza, vergüenza! Durante todo esto, Queequeg seguía tendido con los ojos cerrados, como si soñara. Se llevaron a Pip, y volvieron a poner al enfermo en su hamaca.

Pero ahora que al parecer había hecho todos los preparativos para la muerte; ahora que se había visto que el ataúd le venía bien, Queequeg de repente mejoró; pronto pareció no haber necesidad de la caja del carpintero; y por tanto, cuando algunos expresaron su complacida sorpresa, él dijo, en sustancia, que la causa de su súbita convalecencia era ésta: en un momento crítico, se había acordado de una pequeña obligación en tierra que dejaba sin cumplir; y por tanto, había cambiado de intención en cuanto a morir: no se podía morir todavía, aseguró. Le preguntaron si vivir o morir era asunto de su propio albedrío y gusto soberano. Contestó que ciertamente. En resumen, Queequeg se imaginaba que si un hombre se decidía a vivir, la mera enfermedad no podía matarle; nada sino una ballena, o una galerna, o algún destructor violento, ingobernable e ininteligente de este tipo.

Ahora, hay esta notable diferencia entre el salvaje y el civilizado: que mientras un hombre civilizado enfermo puede pasar seis meses convaleciente, hablando en general, un salvaje enfermo se pone casi bien en un día. Así, en poco tiempo mi Queequeg recobró fuerza, y por fin, después de estar sentado en el molinete durante unos pocos días de indolencia (pero comiendo con apetito vigoroso), se puso de pie de repente, extendió los brazos y las piernas, se estiró bien, bostezó un poco y luego, saltando a la proa de su lancha izada y blandiendo un arpón, se declaró capaz de pelea.

Con salvaje extravagancia, ahora usó el ataúd como cofre marinero, y vaciando la ropa de su saco, la puso en orden allí. Pasó muchas horas de ocio tallando la tapa con toda clase de figuras y dibujos grotescos, y pareció que con eso intentaba copiar, a su tosca manera, partes del retorcido tatuaje de su cuerpo. Y ese tatuaje había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que, con esos signos jeroglíficos, había escrito en su cuerpo una completa teoría de los cielos y la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad; de modo que Queequeg, en su misma persona, era un enigma por resolver; una prodigiosa obra en un solo volumen; pero cuyos misterios no sabía leer él mismo, aunque su propio corazón vivo latiera contra ellos; y esos misterios, por tanto, estaban destinados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban inscritos, y quedar así sin resolver en definitiva. Y esta idea debió ser lo que sugirió a Ahab aquella salvaje exclamación suya, una mañana, al volverse de espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg:

—¡Ah, diabólico suplicio de Tántalo de los dioses!  

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