Golden Boy

Oleh Mayrson

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Sara ha conseguido alcanzar eso por lo que lleva toda la vida luchando: desaparecer, ser invisible y pasar de... Lebih Banyak

Sinopsis
1. Mala suerte
2. Estúpida pintura
3. El Subterráneo
4. Mad Max
6. Piensa en mi
7. Chispas
8. Nautilus
9. Capitán
10. Apuestas
11. Un beso
12. Fotografía
13. Un brindis

5. Sigma Alpha

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Oleh Mayrson


Sara

Entro sin llamar a la puerta, con ganas de golpear algo, cualquier cosa. O quizás tan solo sean ganas de golpear al estúpido de Alex y a su sonrisa bonita.

Me había hecho daño en la mano al darle la bofetada, pero había merecido la pena con tal de ver su cara de sorpresa, enfado e ira. En ese orden.

Cierro la puerta haciendo ruido a mis espaldas y Max levanta la cabeza desde donde se encuentra sentado, un sofá mugriento que en algún momento debió de ser de color rosa palo.

—¿Sara? —Me pregunta sorprendido.

Levanto una mano para que no siga haciendo preguntas.

—¿Me puedes explicar qué diablos estabas pensando para hacer esto? —Intento calmarme a la hora de pronunciar las palabras, pero a Max no se le escapa una.

Me cruzo de brazos y respiro hondo.

—Me seguiste. —Deduce mirándome a los ojos. —Joder, Sara. Se suponía que tú nunca ibas a...

—¿A qué, Max? ¿A seguirte? ¿A enterarme? —Me paso una mano por el pelo y doy un paso hasta él, con decisión. —Lo sospeché desde tu mentira de la semana pasada, cuando me dijiste que los moratones eran por un adolescente descontrolado durante tus cursos de boxeo.

Él baja su vista al suelo, avergonzado, indicándome que he dado justo en el clavo. Lleva mintiéndome más tiempo del que soy capaz de adivinar, y eso solo hace que me hierva la sangre.

—Hicimos una promesa, Max. —Me pellizco el puente de la nariz. —Prometimos dejar de lado las peleas ilegales, las carreras y todo que pudiese ponernos en peligro. Lo prometimos.

Tres años atrás, Max y yo sellamos una promesa. Nada de boxeo, nada de hacer dinero en el Subterráneo. Nada de llamar la atención.

Max acababa de romper esa promesa, y aquello me estaba quemando por dentro. Todo lo que habíamos construido intentando ser invisibles y escapar, podría estar echándose a perder. Alguien podría haber reconocido a Mad Max, y entonces todos los kilómetros recorridos destinados a huir, habrían sido en vano.

—Sara, por favor...

—¿Cuánto tiempo? —Inspiro profundamente obligándome a dejar de temblar. —¿Cuánto tiempo hace que estás metido de nuevo en toda esta mierda?

—Solo un par de meses. —Masculla sin pensarse la respuesta. —Nos estábamos quedando sin dinero, y esta era la forma más rápido de conseguirlo.

Se de sobra que el pequeño trabajo de monitor de gimnasio que consiguió Max no nos iba a mantener a los dos, pero contaba con comenzar a buscar un pequeño trabajo una vez empezado el nuevo semestre. Pensaba echar mi currículo en la cafetería de la universidad, como ayudante de laboratorio o pedirle a Max que me consiguiese cualquier cosa como recepcionista en el gimnasio en el que trabaja.

Tendría que haberme preocupado más de encontrar trabajo, no haberle cedido a Max el pleno control de nuestras finanzas. Tendría que haberme preocupado más.

Tendría que haber estado más pendiente de Max.

Me acerco al tocador, observando borrosa la imagen que me devuelve el espejo más sucio que he visto en toda mi vida. Tomo el paquete de cigarrillos de marca barata que hay encima de la desastrosa mesa y me llevo uno a la boca. Lo enciendo y le doy tres caladas hasta que a mi hermano le sale la voz.

—Pensaba que tú ya no fumabas. —Musita mirándome con la mandíbula torcida.

—Pensaba que tú ya no golpeabas a gente por dinero. —Le devuelvo el ataque, sintiendo mal sabor de boca al ver como cierra los ojos.

Termino el cigarro, con el silencio extendiéndose entre nosotros, y yo me enciendo otro. Lo fumo con tranquilidad, con mi mente perdida en el pasado, en nuestro padre de acogida, Reis Heller, y en como ganó el título al mejor boxeador del estado hace algo más de veinte años.

Reis y Vicky Heller nos criaron en un mundo lleno de mierda. Un mundo donde los puñetazos eran nuestro día a día y dónde la sangre derramada se convertía en billetes. A Max y a mí nos criaron para hacer dinero, para ganar apuestas subidos a un ring de boxeo y para que Reis se llevase todas las ganancias.

Había recibido más puñetazos de los que era capaz de recordar, y había aprendido a base de golpes cómo ganar, salir ilesa y hacer aquello para lo que Reis nos entrenaba.

Pronto empezaron las carreras de coches, las salidas de bares y garitos cutres en los bajos de California. Las cervezas, el tequila y el tabaco también llegaron demasiado pronto. Mientras que los adolescentes bebían a escondidas en fiestas de instituto y temían que sus padres les pillasen borrachos al llegar a casa, yo temía que él no me viese lo suficientemente fuerte, ágil, agresiva y atrevida.

Reis no tardó en darse cuenta de que las cosas funcionaban bien cuando yo me subía al ring. El instituto, mis amigos, mi futuro... todo comenzó a importarme una mierda, y eso a él le gustaba. Era su campeona, con la que se aseguraba de regresar a casa con los bolsillos llenos de billetes y con una amplia sonrisa. Celebrábamos mis victorias bebiéndonos una botella de tequila, mano a mano, hasta casi perder el conocimiento. Y entonces vuelta a empezar: pelas, carreras, dinero y alcohol.

Podría haberme quedado allí, seguir haciendo aquello que se me daba bien. Podría haberme acostumbrado a aquella mierda de vida, ya casi lo estaba haciendo.

Pero entonces las cosas se torcieron.

Miro a mi hermano, sentado y con los codos apoyados sobre sus piernas. Se que guarda silencio para evitar echar más leña al fuego. Me pongo de pie y tiro la colilla al suelo, sin importarme ensuciar el suelo más de lo que ya está.

—Vámonos a casa, te curaré esas heridas.

Esa es mi forma de decir que le perdono y él lo sabe.

—Por cosas como estas me alegro de tener una hermana estudiando medicina. —Tiro de su brazo y estudio la cara. Está menos magullada de lo que esperaba y las heridas no parecen necesitar puntos de sutura.

—Será mejor que intentes mantenerte callado durante el camino de vuelta, aún me estoy planteando darte un buen puñetazo.

Max asiente despacio. La sangre de sus nudillos está comenzando a secarse, formando una fina costra que tardará una semana en curarse del todo. Intentó discutir conmigo diciéndome que él podía conducir de vuelta a casa sin ningún tipo de problema, sin embargo, no me costó mucho convencerle de que apenas estaba en condiciones para caminar. Le ayudo a subir al coche en el asiento del copiloto y conduzco en silencio hasta casa, con la radio sonando en voz baja.

Está en el sofá, sentado y haciendo muecas de dolor cuando paso por última vez el paquete de gasas impregnado en alcohol por la herida de su pómulo izquierdo. Lo retiro despacio y le observo la cara, buscando alguna herida o contusión que se me haya pasado de largo.

—Bien, —concluyo, —he terminado.

—Sara, quiero que sepas que pensaba decírtelo, de verdad. Solo no sabía cómo hacerlo.

—Habría bastado con un simple: Oye, Sara, ¿te acuerdas de lo que prometimos sobre no meternos en las peleas? Bien, tal vez aparezca algún día con la cara partida.

Hago una interpretación de su tono de voz y le arranco una carcajada. Se me hace inevitable soltar una sonrisa a pesar de que sigo enfadada.

—Te has reído, —su dedo índice me señala la boca, —eso significa que me perdonas.

—De eso nada, Maxwell, —digo llamándole por su nombre completo, —vas a tener que ganártelo.

Le doy un beso en la frente, uno de los pocos lugares intactos de su cara, y sus brazos me estrechan sobre su cuerpo. Me revuelve el pelo y me separo cuando el teléfono móvil empieza a vibrarme en el bolsillo trasero de los pantalones.

Tengo alrededor de diez mensajes nuevos.

Abro el móvil y descubro que todos son de Ivet, con una sutil amenaza para que aparezca de inmediato en la fraternidad Sigma Alpha y comience a servir una ronda de chupitos. La fiesta, mierda.

Había olvidado la estúpida fiesta.

—Deberías ir a dormir. —Le digo a Max. —Tómate un antinflamatorio y descansa.

—A tus órdenes.

Una mueca le cruza la cara cuando se levanta del sillón y se inclina para darme un beso en la mejilla antes de poner rumbo al piso de arriba, dónde su dormitorio es la segunda puerta a la derecha, con vistas al campus de la universidad desde la ventana y mucho más espaciosa que la mía.

No tengo ganas de ir a ninguna maldita fiesta, y menos si Chad va a estar presente, lo cual sería más que probable ya que la organizadora es su hermandad. Abro la nevera, cojo una gran botella de agua fresca y bebo varios tragos hasta saciarme por completo, después, agarro de nuevo mi chaqueta y me subo al coche.

Tendré que ir a recoger la moto del Subterráneo en algún momento, pero puede esperar hasta más tarde, cuando le pida a Ivet que se encargue ella de llevar mi coche.

Aparco frente a la puerta de los Sigma Alpha y veo a Ivet entallada en un vestido muy corto, muy escotado y muy azul. Tiene el pelo recogido en una coleta alta y unos tacones de varios centímetros adorándole los pies. Podría ser una modelo.

—¡Vaya! —exclamo cuando llego a su lado. —Veo que tienes pensado ligar esta noche.

—He oído que va a ir Rick. Ya sabes, mi compañero de mesa en las clases de laboratorio. —Mi boca hace un mohín que no pasa desapercibido. —¿A qué viene esa cara?

—No he puesto ninguna cara.

—Sí que lo has hecho. —Ivet se señala a sí misma. —Yo creo que haríamos buena pareja, tenemos muchas cosas en común.

—Sí, ese es el problema, que tenéis demasiadas cosas en común. —Ivet alza una ceja. —Como, por ejemplo, que a ambos os gustan los chicos.

—Rick no es gay. —Suspiro profundamente. Que Rick se sintiese atraído por las personas de su mismo sexo no era ningún secreto, pero, por alguna razón, Ivet no quería admitirlo. —Vamos a dejar ya el tema, me están entrando los nervios y no quiero que me suden las manos.

Ivet agarra mi mano, caminando con paso firme, y me arrastra hasta el interior del gran edifico que se adjudicó hace ya muchos años la fraternidad Sigma Alpha. La música me ensordece y el olor a alcohol y sudor me ciega casi por completo. Mi amiga no tarda en desaparecer apenas medio minuto para volver a mi lado con dos enormes vasos de plástico llenos hasta arriba con algo que mi olfato identifica como vodka.

Me acerco al fregadero de la cocina y derramo todo el líquido del mío, sustituyéndolo por agua del grifo.

—¿Acabas de tirar el vodka por el fregadero? —Grita Ivet en mi oído.

—Me toca conducir a mí, ¿recuerdas? Tengo prohibido beber.

—¿Y ese es el motivo por el que desperdicias el vodka?

Ivet hace un puchero y yo pongo los ojos en blanco. Puede conseguir tantas bebidas gratuitas esta noche como se proponga, mi vaso de vodka sin hielos habría quedado en el olvido igualmente. Cuando voy a dar un sorbo de agua, Ivet me da un codazo en el brazo, haciendo que casi me atragante en el último momento.

—¡Mira, ahí está! —Sigo el dedo con el que señala mi amiga y veo a un chico al fondo del salón, vistiendo una camisa blanca y unos pantalones vaqueros ajustados. —¿Estoy bien? ¿Algo en el pelo? ¿Pintalabios corrido?

Comiendo a reírme mientras ella hace malabares con el cubata para poder corregir su maquillaje y su peinado a la vez.

—Estás perfecta, Iv.

Rezando en silencio para que ella misma se de cuenta de que Rick no tiene el menor interés en las mujeres, la sigo con la mirada. Atraviesa el juego de beber cerveza que han montado en medio del salón y llega justo a él. Comienzan a hablar, seguramente sobre algún tema del laboratorio y de si tiene ya pensado qué presentar como trabajo final de la asignatura. Ella se ajusta la coleta continuamente y Rick no para de sonreír manteniendo las distancias.

Apoyo mi espalda sobre la encimera y resoplo. Va a ser una noche larga, por lo que me pongo de puntillas en busca de algún rostro conocido. No tardo en distinguir a varios hermanos de la fraternidad de Cameron con los que me llevo bien, pero no me apetecer acercarme a saludar a ninguno de ellos.

Cuando desisto en mi misión de búsqueda, alguien me da un efusivo abrazo.

—Pensé que no vendrías. —Me susurra Cameron al oído, salpicando mis piernas de algo que parecer ser cerveza.

—¿Cam? ¿Ya estás borracho? —Mi amigo asiente entrecerrando los ojos, todo él apesta a alcohol.

—Muy borracho. —Masculla dándome la mano. —Tenemos que bailar para que se me pase, vamos.

Antes de que pueda abrir la boca para quejarme, estoy corriendo hacia la pista de baile sin poder evitar reírme. Cameron Donovan no es de los que se emborrachan a menudo, y verle en esa tesitura, diciendo palabras sin sentido y con los ojos vidriosos, me parece bastante gracioso.

Su cuerpo se pega al mío en un torpe intento de bailar, porque de un traspiés, acaba casi de bruces contra el suelo. Me agacho a su lado para intentar levantarle y a él todo le parece extremadamente divertido.

—Vámonos afuera, borracho. —Le digo arrastrándole del brazo.

Nos separamos de la improvisada pista de baile y salimos hacia el jardín que se encuentra en la parte trasera de la casa. Aún hace calor de verano, pero un poco de aire fresco le sentará bien.

—Tengo que presentarte a alguien, Sara. Le he hablado mucho de ti. —Pasa sus brazos por mis hombros y cambia de dirección cuando casi habíamos llegado a la zona de sillas de jardín. —Seguro que te caerá bien.

Cuando Cameron y yo empezamos a quedar más a menudo, me presentó a Chad y Davis y al resto de chicos con los que compartía casa. Chad siempre había sido el más gracioso y abierto. Era un chico guapo y atractivo, el segundo capitán del equipo de fútbol, y estaba convencida de que un gran número de chicas fantaseaban con él.

A Davis no le conozco tanto. Se encierra en sí mismo, tiene una sonrisa bonita y estudia ingeniería aeroespacial. Pasa casi todo el tiempo metido en la biblioteca o con sus amigos.

Nos acercamos a un grupo de chicos que fuman cerca del borde de la piscina. Reconozco la cabellera castaña y la espalda ancha de Chad. A la derecha está la esbelta figura de Davis, con su aro colgando en la oreja izquierda. Sin embargo, el tercero de ellos, aquel que me da la espalda, no me suena de nada. Tiene los brazos llenos de tatuaje, y su cabello oscuro tiene un aire despeinado.

—Ey, Alex, aquí está la chica de la que tanto te he hablado. —Grita Cameron a mi lado dándome un pequeño empujón hacia Alex.

Chad y Davis me miran de reojo y sus caras palidecen al instante. Sus sonrisas desaparecen y Alex levanta una mano en el aire, dándole otra calada a su cigarro. Entonces es cuando un vago recuerdo se ilumina en mi mente, abriéndose paso sobre todo para explotar en un fogonazo.

Ya he visto esos tatuajes antes, y también ese gesto despreocupado que hace con la mano con la que sujeta el cigarrillo.

—Y una mierda. —Susurro lo suficientemente fuerte como para hacerme oír en el pequeño grupo.

Como si hubiese reconocido el tono de mi voz, Alex se da media vuelta, deteniendo el cigarro a medio camino de sus labios entreabiertos. Cameron sigue sonriendo a mis espaldas, Chad y Davis continúan con el ceño fruncido, y yo he recuperado las ganas de darle un puñetazo.

—Y una mierda. —Repite él.

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