Su última esperanza

By almarianna

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Libro 3 Serie Peligro. ♡ Luego de un tiempo en la cárcel, Gabriel necesita empezar de nuevo. Sus acciones del... More

Sinopsis
Booktrailer
Nota de autora
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Personajes
Nota de autora

Capítulo 12

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By almarianna

Junto a la puerta trasera de la discoteca, Gabriel fumaba el cuarto cigarrillo de la noche. Desde que Ana le había escrito ese maldito mensaje, días atrás, se sentía inquieto, más aún, luego de descubrir que su jefe estaba involucrado en negocios turbios. La idea de que a ella le pasase algo le resultaba insoportable y que lo hubiese alejado de ese modo solo aumentaba su preocupación.

Maldijo al darse cuenta de que, una vez más, se encontraba en una encrucijada. Había salido de la cárcel con una meta clara: reordenar su vida y redimirse de los errores del pasado. ¿Y qué fue lo primero que hizo? Enamorarse de la mujer de su empleador que, para colmo, era la hermana del hombre que lo había metido preso. Bueno, él y su compañero, Pablo, quien, irónicamente, había sido su mejor amigo, años atrás.

¿Cuáles eran las posibilidades de que eso sucediera? Estaba bastante seguro de que casi ninguna y, aun así, allí estaba, considerando mandar todo a la mierda por la única razón de proteger a la mujer que amaba. Porque sí, tenía claro que era eso lo que sentía hacia ella y, por esa razón, desde ahora debía ser muy cuidadoso con su accionar.

Nunca antes había experimentado esa imperiosa necesidad de cuidar a alguien. Por supuesto que se había preocupado sobremanera y la había pasado muy mal tras el secuestro de Daniela, como también cuando, por culpa de sus malas decisiones, puso a Lucila en peligro; pero con Ana se sentía por completo diferente. ¡Apenas si podía respirar con normalidad pensando en que podía sufrir algún daño!

Y esa noche parecía estar teniendo problemas para lidiar con sus temores. Una devastadora y desesperante sensación de impotencia lo había invadido más temprano cuando, al verla salir, no pudo ir tras ella. Sabía que estaba angustiada, lo había visto en sus ojos en el momento en el que la apartó del imbécil que intentaba propasarse con ella, como también su decepción en cuanto le dijo que solo estaba haciendo su trabajo.

¡Carajo! ¿Qué pretendía que hiciera?! ¿Que le confesara que estaba furioso por la forma en la que había bailado delante de todos solo para ponerlo celoso? ¿Que lo frustraba que se hubiese expuesto de esa manera arriesgándose, incluso, a que Gustavo también la viera? ¿O, tal vez, que había tenido que contenerse para no subir al escenario, cargarla sobre su hombro, cual cavernícola, y llevársela de allí?

¡No! ¡No iba a hacer eso! Por más que fuese exactamente lo que estaba sintiendo en ese momento, no podía ignorar que no estaban solos. Era consciente de lo poco que se necesitaba para que un rumor malintencionado comenzara a circular y lo que menos necesitaban era que los empleados centraran su atención en ellos. La noticia no tardaría nada en llegar a oídos de su jefe y, entonces, todo se saldría de control.

Aun así, siguió cuidándola a la distancia y, en cuanto la vio marcharse, se apresuró a pedirle a una compañera que la siguiese y se asegurara de que llegase sana y salva a su departamento. Sabía que, al tratarse de la novia de uno de los dueños de la discoteca, ninguno cuestionaría sus razones para pedir algo así.

Claro que habría preferido ser él quien la acompañase, incluso después de que ella le hubiese dejado claro que no deseaba continuar con lo que fuese que pasaba entre ellos. Sin embargo, no podía hacerlo sin arriesgarse a perder su trabajo y, ahora que sabía que Gustavo andaba en algo raro, tenía que comprobar por sí mismo que su mierda no la salpicaría de ningún modo.

La vibración de su celular lo sacó bruscamente de sus pensamientos. Arrojó la colilla al suelo y, tras sacarlo de su bolsillo, miró la pantalla. Era su jefe, quien, como si lo hubiese invocado con la mente, le avisaba que fuera de inmediato a su oficina. Apretando la mandíbula cuando el impulso de mandarlo al carajo lo invadió, se apuró a entrar de nuevo en el establecimiento.

La música sonaba estridente en el interior de la discoteca mientras que jóvenes de todas las edades bailaban alegres, pegados unos a otros, todos encimados. Nunca había sido un hombre que disfrutase de acudir a ese tipo de lugares, ni siquiera en su adolescencia lo había hecho. Lo hacía sentirse encerrado, asfixiado, incluso más que en aquella fría y oscura celda en la que había vivido durante dos años.

Le resultó curioso que recién hubiese reparado en eso. Al parecer, la presencia de Ana hacía que todos sus pensamientos se centraran en ella y lo demás se desvaneciera. Frunció el ceño al advertir que tampoco sentía esa ansia por fumar cuando ella estaba cerca, como si su mera presencia lo calmase de algún modo brindándole la calma necesaria para no tener que recurrir a un vicio tan asqueroso como el cigarrillo.

Antes de llegar a la oficina de Gustavo, su celular vibró de nuevo, esta vez con la entrada de un mensaje. Lo revisó, ansioso, al ver que era de su compañera y respiró con alivio al leer que Ana había llegado bien. A continuación, le envió una foto de ella entrando en su departamento. No pudo evitar contemplar la imagen durante unos segundos. Si bien estaba de perfil, se alcanzaba a ver su rostro y la tristeza que advirtió en el mismo amenazó, una vez más, con su determinación. Por alguna extraña razón que no terminaba de comprender, no soportaba verla así.

Por un momento, pensó en escribirle para decirle que nada había cambiado y que no se libraría de él tan rápido. Ahora que la había tenido, por nada en el mundo renunciaría a ella. No obstante, se contuvo. Había cosas que era mejor hacerlas en persona y esto, sin duda, entraba en esa categoría.

—¡¿Dónde te habías metido?! —recriminó su jefe con brusquedad. Sin embargo, parecía más nervioso que enojado y, antes de que llegase a responderle, prosiguió—: Hace diez minutos que estoy tratando de comunicarme con Ana, pero no atiende el puto teléfono y no puedo seguir esperando. Tengo que acudir a una reunión con mi hermano y un cliente y quiero que venga conmigo.

Gabriel se tensó. ¿Por qué carajo querría que ella lo acompañase?

—Me temo que eso no va a ser posible, señor. La señorita Ferreyra se retiró hace cuarenta minutos —respondió cuidándose de que su rostro no reflejara la agitación que estaba experimentando en su interior.

Gustavo, que no había apartado los ojos de la pila de papeles que tenía sobre su escritorio, alzó la mirada hacia él al oírlo. Luego, cerró los puños. Parecía furioso. Era evidente que no le había gustado que ella se hubiese ido sin avisarle. ¿De verdad creía que alguien como Ana iba a dejarse intimidar tan fácilmente? Si ella no reaccionó en su momento fue porque él prácticamente se lo imploró con la mirada, pero no por falta de agallas. ¿Acaso no la conocía?

—¡Pendeja de mierda! —exclamó y fue el turno de él de cerrar las manos en puños. Temía que, si no lo hacía, terminaría golpeándolo—. Al final, voy a tener que darle la razón a mi hermano. Demasiado temperamental, me dijo cuando la conoció, pero no le hice caso y ahora me salió el tiro por la culata. Eso me pasa por pensar con la de abajo en vez de con la de arriba.

Inspiró profundo en un intento por tranquilizarse. Estaba al límite y lo que decía no hacía más que empujarlo al borde del precipicio. Una sola palabra despectiva más hacia ella y ya no sería capaz de controlarse. Por el contrario, saltaría hacia él y le borraría de una trompada esa maldita sonrisa socarrona que siempre tenía en la cara.

—¿Necesita alguna otra cosa, señor?

No pudo evitar que la última palabra sonase con desprecio y Gustavo debió haberlo notado, ya que, al oírlo, lo observó con curiosidad.

—Puede que mañana tenga que salir de viaje; todo depende de lo que se resuelva en esta reunión. Creo que será una semana, tal vez un poco más, aún no lo sé con certeza.

Maldijo en su interior. Sabía lo que le diría a continuación y, aunque no deseaba alejarse de ella tanto tiempo, era consciente de que tampoco podía negarse. Sin embargo, sus siguientes palabras, lo descolocaron.

—Quiero que vigiles a Ana en mi ausencia.

—¿Perdón?

Si a Gustavo le sorprendió su evidente desconcierto, no lo demostró.

—No soy estúpido, sé que se está viendo con alguien más y quiero saber quién es. Necesito que te acerques a ella y veas cada uno de sus movimientos, que seas su puta sombra, Gabriel.

¡Mierda!

—Señor, ese no es mi trabajo.

—¡Tu trabajo es hacer lo que yo te pida! —exclamó, molesto—. Voy a llevarme a uno de los custodios de mi hermano y quiero que vos te quedes con ella. Ya te conoce, confía en vos, y eso hará que, tarde o temprano, baje la guardia. Para cuando vuelva, quiero el nombre del imbécil que se atrevió a tocar lo que es mío —concluyó con sus ojos fijos en los de él—. ¿Quedó claro?

—Sí, señor —dijo reprimiendo la salvaje ira que se arremolinaba en su interior.

—Bien, ahora esperame afuera que tengo que hacer una llamada antes de la reunión.

Asintió y, sin más palabras, salió de su despacho. Podía sentir la adrenalina en sus venas. Su corazón palpitaba con violencia contra su pecho, las manos le temblaban y había comenzado a sudar. Poco le importaba si descubría que él era ese imbécil del que hablaba. Lo que no podía tolerar era que se metiera con ella. ¡Maldito enfermo manipulador!

No sabía cómo iba a hacer, pero de algo estaba seguro, así como le había pedido que vigilase a Ana, alguien más haría lo mismo con él. Gustavo era muy inteligente y observador y en ningún momento se creyó el papel de ex novio celoso y despechado que, con tanta convicción, intentó venderle. Lo suyo tenía más que ver con su ego destruido que con amor. Si no tenía cuidado, todo se iría a la mierda más temprano que tarde.

Aprovechó esos minutos para ir al baño. Una vez allí, se lavó la cara y se mojó la nuca. Sin molestarse en secarse, se aferró a los laterales del lavatorio y contempló su propio reflejo en el espejo. Necesitaba calmarse o él mismo se delataría. Lo único bueno de todo esto era que, por un tiempo, no tendría que preocuparse por lo que Gustavo pudiera hacerle a Ana.

En cuanto sintió que por fin volvía a tener el control de sí mismo, se secó con papel y salió. Eran cerca de las tres de la mañana y estaba molido. Ansiaba llegar a su casa, darse una ducha y acostarse en la cama. Mañana tendría tiempo para evaluarlo todo bien y luego, iría a verla. Necesitaban hablar y aclarar las cosas, pero primero debía descansar. Agotado como estaba ni siquiera podía pensar con claridad.

Regresó con Gustavo justo cuando él salía de su despacho para acudir a la reunión. Contrario a lo que había pensado, la misma se llevaría a cabo en la discoteca, más precisamente, en la bodega. Le pareció bastante extraño que se encontraran con un proveedor a esa hora, sobre todo, teniendo en cuenta que, para ello, contaban con personal especializado. Pero entonces, lo vio y en un instante todo cuadró.

En el interior de esta, se encontraba Franco Bermúdez, el hombre con el que su jefe se había reunido en una plaza, días atrás, el delincuente del que había oído cuando todavía estaba en la escuela de policía, el narcotraficante desaparecido de la faz de la tierra. Cómo había hecho para pasar desapercibido todo ese tiempo, era algo que se le escapaba. Aunque más canoso y con arrugas, su rostro seguía siendo el mismo y a juzgar por lo que había visto hasta ahora, no estaba siendo discreto, precisamente.

Frente a él, estaba parado Ariel Deglise, el hermano de Gustavo, junto a una mujer que lo sujetaba del brazo.

—Veo que no mentías cuando dijiste que este lugar era ideal para los intercambios —le estaba diciendo cuando ambos entraron.

—Por supuesto, como también que las ganancias serían superiores si hacías negocios con nosotros —replicó con cierto aire de soberbia.

Debía reconocer que el dueño de la discoteca tenía huevos para hablarle de ese modo a alguien tan poderoso. No obstante, este, lejos de sentirse insultado, parecía divertido y las carcajadas que siguieron a continuación se lo confirmaron.

A pesar del tono calmado con el que hablaban y el aparente clima relajado, se palpaba la tensión en los dos custodios que acompañaban al hombre. Estos tenían su atención dividida entre los dos guardaespaldas de Ariel, que se encontraban de pie a cada lado del mismo, y el que se había quedado en la puerta de la bodega. Con él, eran seis guardias. Era obvio que no habían ido para acordar la venta de vinos.

—Ya lo creo que sí —dijo, complacido, al tiempo que cerraba un maletín lleno de dinero.

A continuación, se lo entregó a uno de sus hombres. Por su parte, Ariel hizo lo propio, solo que en su portafolio no había fajos de billetes, sino pequeñas bolsas de lo que parecía ser cocaína. ¡Mierda! Era la mercadería de la que habían hablado la otra vez.

Cerró los puños ante la desagradable sensación que recorrió su cuerpo en cuanto se percató de la maldita droga. Las odiaba desde que tenía memoria. Las mismas no habían traído más que dolor a su vida. Sin poder evitarlo, sintió el peso de un pasado que creía haber superado y su corazón comenzó a latir, desenfrenado.

—¿Qué les parece si hacemos un brindis por esta nueva sociedad?

La voz de Gustavo lo trajo de regreso al presente y, aunque detestaba ese tono seductor que acostumbraba a utilizar para impresionar a los demás, en ese momento, se sintió agradecido, ya que había evitado que los dolorosos recuerdos de su infancia lo invadieran.

—Es una fantástica idea —concordó su hermano y, en el acto, volteó hacia la mujer parada a su lado—. Hermosa, traenos una botella de Dom Pérignon.

—Enseguida, cariño.

Gabriel frunció el ceño al oír su voz. Había algo en su tono que le resultaba extremadamente familiar. ¡Qué extraño! Ahora que lo pensaba, si bien hacía tiempo que Ariel salía con la chica, jamás se la había cruzado antes. Intrigado, posó los ojos en ella, pero estaba de espaldas, por lo que no pudo verle la cara.

—Mmmm, exquisito gusto —acotó Bermúdez tras beber un sorbo de champagne. Sin embargo, sus ojos estaban fijos en la mujer frente a él, dando a entender que no estaba hablando de la bebida.

Una suave y melodiosa risita salió de los labios de la joven al oír el halago y, solo con eso, todas sus alarmas se activaron. Conocía esa voz. Estaba seguro de que la había escuchado antes. Volvió a mirarla, esta vez, prestando mayor atención. Era alta, esbelta y muy atractiva. Su cabello rubio y sus ojos oscuros contrastaban en su bello rostro, y su sonrisa era absolutamente cautivadora.

Su estómago dio un vuelco al reconocerla. Aunque su cabello estaba más largo de como solía usarlo, su cara era inconfundible. Era su amiga de toda la vida y con quien se había formado para ser policía. ¿Qué carajo estaba haciendo ella ahí?

—Exclusivo también —murmuró Gustavo con clara incomodidad.

Su respuesta lo sorprendió. Desde que lo conocía, siempre se había mostrado orgulloso, arrogante y en extremo seguro de sí mismo. En ese momento, en cambio, parecía nervioso, inseguro y hasta se atrevería a decir que también intimidado.

—Tranquilo, no estaba insinuando nada —aclaró el hombre, divertido—. Aunque tampoco rechazaría una oferta de esta índole —prosiguió, recorriendo con asquerosa lascivia e impunidad el cuerpo de Martina.

Contrario a lo que hubiera esperado, Ariel se carcajeó y, sin reparo alguno, le dio una palmada en la cola que la hizo saltar.

—Todo es negociable y mi hermano lo sabe bien. Solo es cuestión de encontrar la cifra correcta.

—Brindo por eso —dijo este con una sonrisa y, tras alzar su copa, se bebió el resto de su contenido.

Gabriel advirtió la breve, aunque significativa, mirada entre los hermanos. Se notaba el esfuerzo que hacía Gustavo para no decir lo que estaba pensando, y Ariel lo miraba con dureza, instándolo a que permaneciera callado. ¡¿Qué carajo?! Los roles parecían haberse cambiado entre ellos y quien hasta hacía unos minutos parecía el villano, ahora era el bueno de la película —porque estaba seguro de que a su jefe no le había gustado nada la insinuación del hombre—.

Todavía sorprendido con el giro de los acontecimientos, volvió a mirar a la joven. Esta acercaba la copa a su boca de tanto en tanto; no obstante, el líquido no bajaba. Era como si en lugar de beber, estuviese simulando que lo hacía. Ariel, por su parte, se aseguraba de mantenerla cerca de él, rodeando su cintura con un brazo. Martina no dejó de sonreír en ningún momento y debía reconocer que estaba haciendo un increíble trabajo; pero a él no lo engañaba. Su postura gritaba tensión, rechazo e incomodidad.

No pudo evitar sentir repulsión ante lo que veían sus ojos y, por un instante, se encontró deseando agarrarla del brazo y alejarla del depredador que la devoraba con la mirada. Y lo peor era que Ariel ni siquiera se mosqueaba. Estaba claro que, para él, la chica no era más que un bonito trofeo, una moneda de cambio, y, por lo visto, pretendía que Gustavo hiciese lo mismo.

Se tensó de solo pensar que ese tipo mirase a Ana de la misma manera en que lo hacía con Martina. ¿De verdad entregaban a sus mujeres a los hombres con los que hacían negocios? A juzgar por la reacción de su jefe, era evidente que no, pero no podía decir lo mismo de su hermano. Si antes había pensado en no perderla de vista, ahora era una decisión tomada. Ella era intocable.

Irritado, la miró de nuevo. No podía entender cómo su amiga, esa chica fuerte y orgullosa que había llegado a ser como una hermana para él, permitiese que la tratasen de ese modo. Entonces, la vio acomodarse el cabello con delicadeza mientras giraba la cabeza en su dirección y, con disimulo, posó los ojos en los suyos.

Notó de inmediato ese brillo familiar en sus ojos oscuros que lo remontaba a una época en la que había sido muy feliz. En ese tiempo, Pablo, Alejandro, Martina y él eran inseparables y, aunque el tiempo había pasado, no podría haber cambiado tanto. Siempre fue una mujer de carácter, por lo que no había chance de que accediese a estar en una relación así.

Pero entonces, ¿qué estaba haciendo allí? Y más importante aún, ¿por qué permitía que la tratasen así? Sin duda, había algo detrás de todo esto y él iba a hacer lo que estuviese a su alcance para descubrirlo.

Pese a que el movimiento fue casi imperceptible, la vio negar con su cabeza y su mirada se volvió suplicante, como si le implorase que no dijera nada. Un instante después, posó los ojos en Ariel y, sonriendo ante su comentario —no tenía la menor idea de lo que acababa de decir—, regresó en el acto a su papel de chica tímida y superficial.

Eso fue todo lo que necesitó para saber que no debía intervenir. Martina no estaba allí por casualidad. Era inconcebible la idea de que hubiese dejado las fuerzas —siempre había querido ser policía—, mucho menos que se involucrase con delincuentes de ese calibre. Aun así, no se conformaría con lo que decía su intuición. Buscaría la forma de contactarla. Tenía que saber qué mierda estaba pasando.

Ya en su auto, luego de dejar a Gustavo en su casa, volvió a pensar en lo que acababa de presenciar. De todas las posibilidades, jamás se imaginó que encontrarse con su amiga sería una de ellas. Su instinto lo había instado a sacarla para llevarla a un lugar seguro. Verla a merced de ese depravado le provocó una extraña y espantosa sensación similar a la que había experimentado años atrás cuando le dispararon para secuestrar a Daniela, su protegida en aquel entonces.

Claro que la situación era muy diferente. Ella era joven y vulnerable, incluso a pesar del carácter fuerte que la caracterizaba, y él debía protegerla. Ese era su único trabajo y lo había hecho mal. Martina, en cambio, era una de las personas más fuertes que había conocido en su vida. Su padre, también un excelente detective, había muerto cuando ella era pequeña y, tras la tragedia, fue que tomó la decisión de seguir sus pasos, tal vez, como una manera de sentirse más cerca de él.

Se habían conocido en el colegio y no tardaron en hacerse amigos. Los cuatro estaban siempre juntos, durante y después de clases, hasta incluso en vacaciones, y eso hizo que las otras chicas le tuviesen envidia. No obstante, a ella no le importaba. Nunca le había afectado lo que pensaban los demás y siempre hacía lo que quería. Su voluntad y férrea determinación eran dos de sus cualidades más admirables.

Por ella, Alejandro había dejado a un lado la idea de hacer una carrera en informática para poder unirse a la policía. No importaba que no hubiesen sido pareja, su amigo jamás la perdía de vista y, aunque en ningún momento lo dijo, todos sabían que estaba enamorado, al punto de no mostrarse nunca con otra mujer. Frunció el ceño al pensar en eso. Hasta donde sabía, trabajaban juntos en la unidad de narcotráfico de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Dónde carajo estaba entonces?

Era demasiado tarde para llamarlo, pero, sin duda, sería lo primero que haría al día siguiente y luego, iría a ver a Ana. Después de lo que Gustavo le había dicho y tras comprobar con sus propios ojos los negocios sucios en los que estaba metido junto a su hermano, no se quedaría tranquilo hasta que estuviese a su lado bajo su protección. De todas las órdenes que le había dado su jefe hasta ahora, esta era la única que estaba encantado de acatar.

La repentina e inesperada vibración de su celular lo tomó por sorpresa. Miró el reloj, eran las cuatro menos cuarto de la madrugada. Imposible que alguien lo llamase a esta hora; debía de ser un error, un número equivocado.

Como estaba manejando, no se molestó en atender; pero, pocos minutos después, cuando faltaban apenas unas cuadras para llegar al pequeño departamento que había alquilado mientras esperaba que su casa se desocupara, su teléfono volvió a vibrar.

Maldiciendo, metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó el móvil, pero este se atoró con la tela y para cuando logró por fin sacarlo, se le zafó de la mano cayendo al piso. ¡Mierda! Sin apartar los ojos del camino, se inclinó un poco al costado y, estirando el brazo, tanteó hasta encontrarlo.

—¡Hola! —casi gruñó cuando atendió, sin haber siquiera mirado la pantalla.

—¿Gabriel?

Sintió un estremecimiento en todo su cuerpo cuando oyó su voz. La misma sonaba entrecortada, como si estuviese llorando.

—¿Ana? ¿Qué pasa?

—Alguien entró en mi casa.

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¡Hasta el próximo capítulo! ❤

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