Capítulo 12

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Junto a la puerta trasera de la discoteca, Gabriel fumaba el cuarto cigarrillo de la noche. Desde que Ana le había escrito ese maldito mensaje, días atrás, se sentía inquieto, más aún, luego de descubrir que su jefe estaba involucrado en negocios turbios. La idea de que a ella le pasase algo le resultaba insoportable y que lo hubiese alejado de ese modo solo aumentaba su preocupación.

Maldijo al darse cuenta de que, una vez más, se encontraba en una encrucijada. Había salido de la cárcel con una meta clara: reordenar su vida y redimirse de los errores del pasado. ¿Y qué fue lo primero que hizo? Enamorarse de la mujer de su empleador que, para colmo, era la hermana del hombre que lo había metido preso. Bueno, él y su compañero, Pablo, quien, irónicamente, había sido su mejor amigo, años atrás.

¿Cuáles eran las posibilidades de que eso sucediera? Estaba bastante seguro de que casi ninguna y, aun así, allí estaba, considerando mandar todo a la mierda por la única razón de proteger a la mujer que amaba. Porque sí, tenía claro que era eso lo que sentía hacia ella y, por esa razón, desde ahora debía ser muy cuidadoso con su accionar.

Nunca antes había experimentado esa imperiosa necesidad de cuidar a alguien. Por supuesto que se había preocupado sobremanera y la había pasado muy mal tras el secuestro de Daniela, como también cuando, por culpa de sus malas decisiones, puso a Lucila en peligro; pero con Ana se sentía por completo diferente. ¡Apenas si podía respirar con normalidad pensando en que podía sufrir algún daño!

Y esa noche parecía estar teniendo problemas para lidiar con sus temores. Una devastadora y desesperante sensación de impotencia lo había invadido más temprano cuando, al verla salir, no pudo ir tras ella. Sabía que estaba angustiada, lo había visto en sus ojos en el momento en el que la apartó del imbécil que intentaba propasarse con ella, como también su decepción en cuanto le dijo que solo estaba haciendo su trabajo.

¡Carajo! ¿Qué pretendía que hiciera?! ¿Que le confesara que estaba furioso por la forma en la que había bailado delante de todos solo para ponerlo celoso? ¿Que lo frustraba que se hubiese expuesto de esa manera arriesgándose, incluso, a que Gustavo también la viera? ¿O, tal vez, que había tenido que contenerse para no subir al escenario, cargarla sobre su hombro, cual cavernícola, y llevársela de allí?

¡No! ¡No iba a hacer eso! Por más que fuese exactamente lo que estaba sintiendo en ese momento, no podía ignorar que no estaban solos. Era consciente de lo poco que se necesitaba para que un rumor malintencionado comenzara a circular y lo que menos necesitaban era que los empleados centraran su atención en ellos. La noticia no tardaría nada en llegar a oídos de su jefe y, entonces, todo se saldría de control.

Aun así, siguió cuidándola a la distancia y, en cuanto la vio marcharse, se apresuró a pedirle a una compañera que la siguiese y se asegurara de que llegase sana y salva a su departamento. Sabía que, al tratarse de la novia de uno de los dueños de la discoteca, ninguno cuestionaría sus razones para pedir algo así.

Claro que habría preferido ser él quien la acompañase, incluso después de que ella le hubiese dejado claro que no deseaba continuar con lo que fuese que pasaba entre ellos. Sin embargo, no podía hacerlo sin arriesgarse a perder su trabajo y, ahora que sabía que Gustavo andaba en algo raro, tenía que comprobar por sí mismo que su mierda no la salpicaría de ningún modo.

La vibración de su celular lo sacó bruscamente de sus pensamientos. Arrojó la colilla al suelo y, tras sacarlo de su bolsillo, miró la pantalla. Era su jefe, quien, como si lo hubiese invocado con la mente, le avisaba que fuera de inmediato a su oficina. Apretando la mandíbula cuando el impulso de mandarlo al carajo lo invadió, se apuró a entrar de nuevo en el establecimiento.

La música sonaba estridente en el interior de la discoteca mientras que jóvenes de todas las edades bailaban alegres, pegados unos a otros, todos encimados. Nunca había sido un hombre que disfrutase de acudir a ese tipo de lugares, ni siquiera en su adolescencia lo había hecho. Lo hacía sentirse encerrado, asfixiado, incluso más que en aquella fría y oscura celda en la que había vivido durante dos años.

Su última esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora