Capítulo 18

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Tiró de la mano de él cuando se disponía a marcharse y lo atrajo de nuevo a su cuerpo. Sabía que debía dejarlo ir. Estefanía estaba en casa y necesitaba hablar con ella para aclarar las cosas. Sin embargo, le estaba resultando difícil separarse de él. Luego de tan bonito paseo, de experimentar de nuevo esa maravillosa conexión que compartían, no deseaba verlo partir. Quería sentir el calor de su cuerpo desnudo contra el suyo, sus brazos envolviéndola y llenarse de su aroma mientras dormía sobre su pecho.

—Ana... —susurró, jadeante, contra sus labios cuando ella los cubrió con los suyos.

—Lo sé... es solo que... —Pero se calló cuando sus lenguas se encontraron, una vez más.

Las palabras sobraban. Ambos querían lo mismo. Lo deseaban con ansias.

—Dios, ¿qué me estás haciendo? —murmuró él antes de apoyar la frente sobre la de ella.

—Podría preguntarte lo mismo.

Gabriel la miró a los ojos y le acarició el rostro con una mano, apartándole el cabello hasta llevarlo detrás de su hombro. Luego, descendió hasta su cuello y dejó un suave beso en su sedosa piel.

—Tengo que irme, preciosa. Ya nos expusimos demasiado.

—No me importa —murmuró a la vez que deslizó los dedos en su nuca entrelazándolos con su pelo.

Él gimió al sentir que su voluntad se desintegraba de forma alarmante. Sin embargo, no podía ceder. Su seguridad era más importante.

—A mí sí, Ana —aseguró enmarcando su rostro con sus grandes manos.

Ella asintió, resignada.

—¿Vendrás mañana? —Fue incapaz de disimular la ansiedad en su voz.

Él sonrió.

—Moriría si no lo hiciera.

Tras oírla reír, le besó la frente y se alejó en dirección al ascensor. Ya se había asegurado de comprobar que todo estuviese en orden en el departamento y aunque por alguna razón que le excedía no le hacía gracia dejarla, sabía que necesitaba pasar tiempo con su amiga.

Ana suspiró en cuanto cerró la puerta. Una inexplicable sensación de vacío, de profunda añoranza la invadió, como si el solo hecho de no tenerlo a su lado le hiciera daño. Negó con su cabeza. Ahora podía entender un poco más por qué a su cuñada se le iluminaba la cara al ver a su hermano y lo mucho que lo extrañaba en su ausencia. ¿Con que de esto se trataba el amor?

—No, no, no... ¡Mierda!

La voz de Estefanía, plagada de frustración, la sacó bruscamente de sus pensamientos.

—¿Qué pasó? —preguntó al llegar a su lado.

—¡Soy una estúpida! —se lamentó con voz quebrada mientras limpiaba con un repasador el café que acababa de derramar sobre un expediente—. Me quiero morir, mi papá va a matarme.

En la mesa, yacían varias carpetas abiertas y papeles sueltos, los mismos que le había mostrado más temprano antes de que se marchara al ensayo. Al parecer, sí se había quedado trabajando, después de todo.

—Esperá, lo estás empeorando.

Tras agarrar varias servilletas de papel, las amontonó sobre la hoja mojada para que absorbieran el líquido. Luego, hizo lo mismo con la mesa y finalmente, con el pequeño charco en el piso.

—Listo —anunció, triunfante, al terminar—. No están impecables, pero al menos se pueden leer.

Estefanía alzó la vista hacia ella, contempló los papeles y un instante después, volvió a mirarla; sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Entonces, sin darle a tiempo a nada, se arrojó sobre ella para estrecharla entre sus brazos.

Su última esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora