Capítulo 3

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Sobre la orilla del río, en aquel lugar que había significado tanto para él en el pasado, reflexionó sobre su futuro. Sus ojos claros, celestes y cristalinos como un cielo sin nubes, se encontraban fijos en el horizonte, en aquella difusa y apenas visible línea a lo lejos que dividía la tierra del firmamento.

No dejaba de preguntarse, una y otra vez, cómo había permitido que las cosas se descontrolaran de ese modo, cómo viejos fantasmas, que creía haber dejado atrás, habían vuelto a atormentarlo impulsándolo a actuar de forma insensata. Pero la respuesta no era tan simple como pensaba.

Siempre había sido una persona reservada, un tanto desconfiada e insegura también, probablemente a causa de una infancia bastante dura y una adolescencia complicada. Le resultaba difícil abrirse al otro y, cuando por fin lo hacía, un irracional miedo al abandono lo invadía provocando que pasara lo que tanto quería evitar que sucediera. "Profecía autocumplidora", le había dicho la psicóloga que lo había tratado mientras estuvo en la cárcel.

Cerró los ojos por un momento mientras daba una profunda calada a su cigarrillo. Había vuelto a fumar cuando la ansiedad del encierro amenazó con desbordarlo. Ni siquiera el arduo ejercicio físico al que se sometía, día tras día, lograba serenarlo y, aunque lo detestaba, fue la única manera que encontró para escaparse al menos por unos minutos de su triste realidad. Tras abrirlos de nuevo, exhaló despacio. Se había jurado dejarlo una vez que saliera, pero las cosas no resultaron como esperaba y el estrés comenzaba a volverlo loco.

Tres meses habían pasado desde ese inolvidable día en el que, después de dos años privado de su libertad, volvió a poner un pie fuera. Sin embargo, se sentía igual de preso que cuando estaba encerrado. Luego de lo sucedido con Lucila, su ex novia —por llamarla de algún modo porque en realidad nunca llegaron a formalizar la relación—, había pasado dos semanas en un juzgado de Villa Gesell antes de ser trasladado al penal de Mar del Plata donde esperaría, durante dos años, a que el juez dictaminase su sentencia. En todo ese tiempo no tuvo más visitas que las de su abogado. No tenía familia ni amigos. Estaba completamente solo.

El desamparo que experimentó allí fue aplastante y casi logró hundirlo en un pozo de dolor, culpa y vergüenza del que fue muy difícil salir. Pero nadie más que él había sido el responsable de su destino. Con sus acciones, había traicionado la confianza de quien, alguna vez, había sido como un hermano para él y, por ende, la de su padre, el hombre que lo ayudó en su época más oscura. Definitivamente merecía cada maldito segundo que pasó adentro de esa prisión, cada lágrima derramada en la soledad de su celda.

Sin embargo, había cambiado y, aunque no podía hacer nada para reparar sus errores, estaba decidido a no volver a cometerlos. Encontraría el rumbo de su vida de nuevo y, ¿por qué no?, hallar un modo de redimirse. Necesitaba volver a sentirse bien consigo mismo. Sentir que no era una mierda de persona, que no era una causa perdida.

En cuanto salió, regresó a Buenos Aires, pero como no tenía donde quedarse ya que su casa estaba alquilada y todavía faltaban unos meses para que el contrato terminara, se alojó en un hotel. Y eso, indefectiblemente, hizo que volviera a pensar en ella, en cómo cuando le pasó algo similar, dejó que se quedase en un lugar así en vez de ofrecerle su hogar, al menos por un tiempo. ¿Qué clase de hombre se comportaba así con la mujer que quería? Ahora entendía que había hecho todo mal. ¡Dios, no podría haber sido más imbécil!

Los primeros días fueron difíciles. Su pasado lo atormentaba al punto de asfixiarlo. Pero tenía que seguir adelante, centrarse en lo positivo y avanzar. Y eso fue lo que hizo. Por lo menos estaba en la ciudad, lejos del mar, la arena y todo lo que le recordaba a esa fatídica y patética etapa de su vida en la que, por su egoísmo e inmadurez, había puesto en riesgo la vida de la mujer que amaba.

Su última esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora