Introducción

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En la soledad de aquella horrible celda en la que había pasado los últimos dos años, Gabriel leyó la maldita carta por última vez. Las hojas estaban un tanto amarillentas y desgastadas a causa de la cantidad de veces que había vuelto a leerla desde el día en el que se la devolvieron sin abrir. Cerró los ojos con fuerza al recordar, como si hubiese sido ayer, la angustia y desolación que experimentó cuando esta regresó a él.

Había decidido escribirla a modo de catarsis en su peor momento de desesperación cuando la horrenda culpa y el arrepentimiento por lo que había hecho se cernieron sobre él aplastándolo. De alguna manera, tenía la esperanza de que ella aceptara sus disculpas, pero sabía que eso era poco probable. No obstante, se conformaba con, al menos, hacerle saber que jamás había sido su intención causarle ningún tipo de dolor, mucho menos ponerla en peligro.

Desde la noche en la que se lo llevaron esposado de aquel hotel en la costa donde había pasado semanas enteras observándola, deseándola, no había dejado de recrear en su mente todos los posibles escenarios en los que el degenerado que él mismo había contratado y había puesto en su camino, le hacía cosas espantosas para, luego, acabar con su vida.

Durante días, las pesadillas lo atormentaron despertándolo en medio de la noche temblando y sudando debido a las aterradoras imágenes que su cerebro no dejaba de desplegar, una y otra vez, en sus sueños. Solo después de enterarse de que ella estaba a salvo, las mismas cesaron y fue capaz de volver a respirar. Sin embargo, la opresión en su pecho continuaba y el sentimiento de culpa se hizo más profundo, más intenso... devastador.

Entonces, supo que debía contactarla. De todas las personas, ella era la que menos merecía sufrir por culpa de sus celos absurdos y su ego herido. Era la mujer más dulce y paciente que conoció alguna vez y la única que se había quedado a su lado a pesar de haberla castigado de forma inconsciente, aunque injustamente, con sus desplantes e indiferencia.

¡Dios, que imbécil que había sido! Se sentía tan atormentado por esos viejos fantasmas del pasado que creía haber enterrado hacía tiempo, que no fue capaz de ver lo que tenía delante de él. No supo valorarla y, cuando por fin se dio cuenta del error que había cometido, ya era demasiado tarde. Ella había seguido adelante y se encontraba feliz junto a un hombre que la cuidaba como debió haber hecho él desde un principio.

Seguía sin entender qué lo había llevado a perseguirla como un psicópata para intentar recuperar lo que él mismo había dejado ir. Tras la separación, la soledad comenzó a asfixiarlo trayéndole los peores recuerdos de una época en la que se había sentido muy vulnerable y por completo insignificante. Eso, sumado al retorcido concepto de amor que tenía en ese entonces, lo llevó al límite impulsándolo a actuar de forma egoísta.

Tendría que haberse marchado en cuanto vio que era feliz. Debió haberla dejado tranquila y seguir con su vida lejos de ella. Pero los mismos traumas no resueltos que lo instaron a buscarla, hicieron que recuperarla se volviese una obsesión. No importaba el precio que tuviese que pagar. Ella había sido suya y la quería de vuelta. El fin justificaba los medios.

¡Qué equivocado estaba! Ahora lo sabía.

En silencio, sentado en la pequeña y dura litera, se frotó la cara, nervioso, ante el aluvión de emociones que esos recuerdos solían despertar en él. Cuando había escrito aquella carta, no buscaba obtener su perdón, sabía que eso era prácticamente imposible. Solo necesitaba que supiera que estaba arrepentido, y no porque lo hubiesen atrapado, sino porque lo lamentaba en verdad. Decirle que deseaba, de corazón, que fuese muy feliz y que tuviese una vida plena, llena de amor y alegría.

Pero ella no la leyó y eso terminó por romperlo. No podía culparla. Después de todo, él no se merecía siquiera su lástima. A partir de ese momento, una devastadora oscuridad comenzó a crecer en su interior hundiéndolo, poco a poco, en un pozo del que apenas logró salir. Muchas fueron las veces que había pensado en acabar con su miseria, sin embargo, no lo hizo. Hubiese sido muy cobarde de su parte.

—Acosta, ya es hora.

La voz del guardia lo sacó bruscamente de sus cavilaciones.

Con una exhalación, guardó la carta en su bolsillo y se puso de pie.

Tras haber pasado dos años encerrado, finalmente habían dictado su sentencia: Inocente. Lejos estaba de serlo, para ser honestos, pero sí era cierto que él no había participado del crimen por el cual lo habían detenido. Y aunque su formación como policía se consideraba un agravante, el juez decidió que el tiempo transcurrido en prisión había sido castigo suficiente, por lo que lo absolvió otorgándole así la libertad.

Ahora, ¿era realmente libre? No estaba tan seguro de eso. Por lo pronto, sabía que jamás olvidaría y su pasado lo seguiría a donde quiera que fuese. No obstante, retomaría el rumbo de su vida. Había aprendido la lección y esta vez, haría las cosas bien.

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