Alec

By nayftes

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Una nueva guerra trae consigo a una futura directora en prácticas al Instituto de Nueva York. Bajo la tutela... More

ALEC
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37(SEGUNDA PARTE)
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EPISODIO 25: ¿Has visto a Alec?

HERA

Perdida. Jamás pensé que podrías perder por segunda vez una persona, en especial si está ya había muerto.

Descubrir la trampa, el truco de magia, la farsa que se ocultaba tras el hombre hechizado que se veía como mi hermano mayor antes de morir, había sido no sólo doloroso, si no también decepcionante en muchos sentidos.

Ni si quiera me había dado tiempo a procesar la noticia, a pensar en todas las cosas que siempre quisa hacer con él y por evidentes motivos no pude. Había rozado con la punta de mis dedos la felicidad, y esta había explotado cuál pomba de jabón en un pestañeo.

—¿Hera?

Permanecí en mi posición, sentada en ese espacio junto a la ventana de mi habitación. Mi cabeza apoyada contra el frío cristal, por el cuál podía ver las calles concurridas. Sin moverme, le di el permiso a Alexander para entrar.

—He pensado que sería conveniente invitar a tus padres al instituto —cerró la puerta detrás de sí—. Quizás así puedan ellos darte una explicación.

Sentía su mirada pesada, que hacía arder cada centímetro de mi piel. Su fragancia masculina, poco a poco se iba apoderando de la estancia, inundandola. Me permití inspirar profundamente, con mis ojos cerrados.

—Como prefieras —me limité a responder, mirándolo por el rabillo del ojo.

Quizás no éramos los mejores amigos, ni si quiera éramos allegados. Sí, sabíamos cosas el uno del otro, más no aquellas cosas básicas que todo uno sabe sobre sus allegados, sobre gente que es importante para ti. Aquel lazo, está conexión, producto de una profecía, o una maldición desde mi punto de vista, me hacia sentirme unida a él de formas que nunca imaginé. ¿Cómo es posible esta conexión siendo ambos unos desconocidos para el otro? No había odio, eso había quedado atrás. Tampoco había lo contrario. Amor, no era precisamente lo que había entre nosotros, y sin embargo está esta cosa, este vínculo. Este vínculo que me permite conocer y saber cómo se siente. Desde su inquietud, mucha antes de que llamase a mi puerta, hasta esa curiosidad que percibo desde el inicio. Desde nuestra boda.

—¿He oído bien? —da dos pasos hacia delante, con sus manos en su espalda y su postura recta, imponente. Tan propia de un director, que parecía que el papel, su lugar como director estaba hecho para él, y no al revés.

—No estoy de humor, Alexander —pegué mis piernas a mi pecho, y las rodee con mis brazos.

Escuche su suspiro, y luego sentí sus nervios incrementandose a medida que se acercaba a mí, hasta que tomó asiento en el espacio junto a mí en la ventana. Su fragancia masculina se hizo más fuerte, emborrachandome hasta aturdirme. Mis manos, podía notar el calor que su cuerpo irradiaba, mientras mi piel ardía allí donde su mirada se posaba. Mis ojos, mis manos, las piernas que ahora estaban pegadas a mi, luego de vuelta a mis ojos, pasando por lo poco que se alcanzaba a ver desde su posición de mi pecho, cuello, mandíbula. Dio un salto, de mi mentón a mi nariz, en la cuál a penas se detuvo.

—Jace me contó lo de tus...habilidades —soltó con suavidad, parecía saber que mi humor no era el mejor, que en un descuido le saltaría al cuello, aún así prosiguió. Metió más el dedo en la llaga que ni si quiera sabía que tenía, y que sin embargo había estado doliendo hasta ese momento en el que Alexander supo de su existencia. Supo de la presencia de mis capacidades no comunes ni propias, y entonces, cuál bálsamo, el dolor y ardor se esfumó.

—Bocazas —mascullé, mientras me hacia una nota mental, para amenazar más tarde al rubio.

—¿Estás constantemente leyendo mentes?

Sentí su curiosidad aumentar, aunque se vio opacada por el nerviosismo cuando giré mi cabeza y mis ojos se posaron total, y completamente en él. En su rostro bien proporcionado, en sus cejas masculina, que favorecían la forma almendrada de sus expresivos ojos. A diferencia de él, yo no evité su boca. Aquella que besé durante una milésima de segundo, sin ser el suficiente tiempo para apreciar su sabor, su tacto, la calidez de sus labios.

—No.

—¿Alguna vez leíste la mía? —miedo, preocupaciones fue lo que percibí entonces.

—¿Tienes miedo de que sepa lo que piensas? —alcé una de mis cejas. De pronto su nerviosismo me resultaba divertido. ¿Qué es aquello que había pensado que no quería que supiera?

—Hay pocas cosas más privadas que la mente y consciencia de uno mismo —respondió de vuelta, apoyando su espalda en la madera tras él.

—No recuerdo haberte leído la mente —arrugue la nariz, en una expresión que por su reacción y la mirada que me dedicó, pareció gustarle.

—¿Cómo es posible que me hayas leído la mente y no lo recuerdes?

—Porque eres aburrido en todos los sentidos y aspectos posibles —mi sonrisa ladina volvió. Nuestra conversación era lo suficientemente interesante como para desviar mis pensamientos de lo sucedido.

—¿De verdad te ibas a intercambiar por tu hermano?

—No es mi hermano, nunca lo fue realmente —lo corregí molesta. No podía evitar pensar en lo tonta que había sido, al no poder diferenciar a mi hermano de una ilusión—. Y sí, realmente me iba a intercambiar. Los sentimientos me nublaron el juicio.

—Generalmente eso es más cosa de Clary. Su intento de hacerse la heroína junto a Jace —Alexander parecía estar decidido a levantarme incluso aunque sea un poco el ánimo.

—No me hice la heroína, tampoco me considero una ni me interesa serlo —le dejo en claro, volviendo a mirar hacia los mundanos, que pasean ajenos a la realidad, a las leyendas que son ciertas—. Un superhéroe la sacrificaría a ella para salvar el mundo, yo soy lo suficientemente egoísta como para hacer el mundo arder, sin con ello logro salvar a la única persona que me ha importado de verdad.

—Siempre te pintas como la villana, incluso cuando eres la víctima. Sobretodo cuando eres la víctima.

—Y en tu caso es bastante obvio, que te consideras el villano de tu propia historia, incluso cuando lo que le sucedió a Magnus no fue culpa tuya.

Habíamos abierto la caja de Pandora. Nos habíamos dicho unas cuantas verdades a la cara, mirándonos a los ojos y reconociendo en ellos el dolor ajeno porque no podemos reconocer el propio. Y a pesar del dolor que percibimos el uno del otro, a pesar de como este escuece y hace arder cada nervio, no se compara al ardedor que provoca su mirada en mi, cuando de forma gentil se desliza sobre mi cuerpo. Como el ardor que mi deseo por él hace que se me retuerzan las entrañas y mi pecho de unda, incapaz de soportar tal peso, tal intensidad.

—Siento tu miedo —rompe el silencio, con su rostro ahora alumbrado únicamente por las luces artificiales que se cuelan por el cristal.

—Lo sé —susurró, a pesar de que seguimos siendo solo nosotros dos. A pesar de que a juzgar por la hora la mayoría deben estar cenando. Susurro porque ese momento es tan íntimo, que la simple idea de alzar la voz y hablar en un tono normal, se siente como un pecado, una desfachatez.

—Y tu deseo —no titubea, ni si quiera pestañea. Pero esa parte de mi aprecia su nerviosismo.

—Lo sé.

Ninguna have nada al respecto, incluso cuando somos conscientes de la necesidad, del deseo por el prógimo. Incluso ahora, que sus ojos se permiten mirar mi boca, la brecha entre mis labios por el que se escapa un suspiro.

—Quieres besarme —me humedezco los labios, consciente de que sus ojos siguen en mi boca. Mi voz en un tono tan bajo, que casi ni yo misma logro escucharme—, pero tus sentimientos por Magnus, la culpabilidad que invadirá si lo haces, si te liberas de las cadenas, es superior a ti.

—No es el culpabilidad —inclina su rostro, pero no es lo suficiente. Llegados a este punto, no se que sería suficiente—. Es mi necesidad de control, el que me lo impide.

—El no saber si podrás parar, una vez que empieces —completo yo por él.

Esposos. Un matrimonio que teme besar al otro, que teme tocarse. Una chispa, una chispa es suficiente para hacer arder un montón de leña, para matar cientos de árboles y acabar con un bosque. Un roce. Una boca contra la otra. Lo suficiente como para romper las cadenas, para que dos corazones que laten desenvocados ante el anhelo que sienten, sucunban ante uno de los sentimientos más primitivos. Deseo.

Esta vez soy yo la que se inclina. Ahora no sólo mis manos perciben el calor que irradia, si no que a mi rostro llega su respiración caliente. Respiración que al igual que la mía, está más acelerada de lo normal.

Quiero, besarlo. Es lo único que puedo besar, mientras alterno mi mirada entre sus ojos mieles y su boca entreabierta. Necesito, besarlo.

—Alguien se está acercando —le advierto, escuchando con mis oídos ahora con su capacidad auditiva ampliada. Los pasos son lentos, sin prisas. Por el ruido, parecen botas. Un hombre.

Alexander traga grueso. Su nuez de adán sube y baja. Suelta un suspiro. Alguno de mis pelos delanteros se mueven ante la cálida corriente de aire. Ninguno nos movemos, dudando. Él se inclina más, su cuerpo musculo casi sobre mí, imponente. Esta vez soy yo quien traga grueso cuando su nariz roza la mía.

—Alec —mi lengua acaricia su nombre a medida que sale de mi boca—, ¿me vas a besar?

Su mirada se pierde en la mía. Esta vez no reconociendo el dolor del otro, si no el deseo.  En sus ojos percibo las dudas, así como la misma necesidad que me recorre a mí. No me muevo. A pesar de que yo no dudo, de que no tengo miedo a dejarme llevar. No me muevo, por que es Alexander él que debe tomar una decisión. Es él quién debe tomar una decisión, por qué la mía la tengo clara desde hace tiempo.

Él sabe que, si me besa, le corresponderé. Sabe que quizás, rodearé su cuello con mis brazos, o tal vez opté por enterrar sus dedos en su melena azabache, revoltosa, oscura. Puede que deje llevarle el ritmo, el control del beso. O puede que no. Que la parte egoísta de mi, la parte narcisista, se niege dejarle tomar el control. Cabe la posibilidad de que atrape su labio inferior entre mis dientes, y tire de él lo suficiente para hacerle suspirar. Lo suficiente para que abra su boca, y así pueda introducir mi lengua.

Alexander sabe mi respuesta. Sabe que mi respuesta, es un sí.

—Hera —Jace llama a la puerta—, ¿has visto a Alec?

Sí, Jace. He visto a Alexander, de hecho estaba a punto de besarme. Eso fue lo que pensé, mientras maldecía lo suficiente bajo como para que el director, no se percatase de cuanto me molestó la interrupción del rubio.

—¡No, no le he visto! —le grité, al ver como el azabache negaba con su cabeza, y me miraba con súplica en sus ojos.

Entendí entonces, que el motivo por el cuál estaba aquí, era con la intención de esconderse del resto de personas, y evidentemente, ¿quién buscaría en la habitación de la esposa con la cuál se tuvo que casar por obligación?

Volví a escuchar los pasos pesados y lentos del rubio, quien iba alejándose cada vez más de mi puerta. Yo me levanté después de Alexander caminando hacia la estantería. Mi intención de distraerme entrenando había sido inútil. Sólo había logrado cansarme y un horrible dolor de cabeza. Confío en que un buen libro sea la clave para olvidar mis preocupaciones por un buen rato, en especial este último acercamiento con el Lightwood.

Escuché el chirrido de las bisagras de la puerta cuando está fue abierta. Alexander se quedó quieto, lo sabía porque a pesar de estar dándole la espalda, ya no escuchaba el sonido de sus pasos. Para el momento en el que me decanté por uno de los libros, Alexander seguía parado bajo el umbral, mirándome.

No supe descifrar su mirada, y siendo honesta traté de ignorar todo aquello que pudiese percibir por parte de nuestro vínculo. No quería tan si quiera saber que sentía en ese momento el azabache, sobre todo cuando ni si quiera comprendía los míos propios.

—¿Pasa algo? —incliné ligeramente mi cabeza, todavía sujetando el libro en mis manos, contra mi pecho.

Escuche una maldición salir de su boca. Asomó su cabeza al pasillo, en un principio pensé que se estaba asegurando de que Jace no estuviera cerca, más volvió a cerrar la puerta con él todavía dentro. Ahora sus pasos fueron rápidos, pesados. Su ceño fruncido como cada vez que no está de acuerdo con algo. Sus manos hechas puños a cada lado de su cuerpo, y sus ojos. Oh, sus ojos. Miraban mis labios con tanta intensidad que por un momento temí echarme a temblar.

—Alexander, ¿qué sucede? —alcancé a decir antes de que su mano dominante agarrase mi libro y lo dejase sin cuidado alguno sobre la cómoda al lado de mi librería.

Un sonido seco, duro. Se veía en sus ojos la determinación, el deseo. No había miedo, ni dudas, tampoco nerviosismo. Fuera lo que fuera a hacer a continuación, estaba decidido.

Mis manos quedaron en el aire, todavía como si estuvieran sujetando el libro contra mi pecho. En un pestañeo Alexander se había acercado lo suficiente para percibir su aliento chocar contra mi rostro. Su cuerpo imponente sobre el mío, arrinconada entre su cuerpo y la cómoda. La colonia y otros objetos temblaron cuando choque contra esta.

Entre la espada y la pared.

Sus manos grandes abarcaban casi todo el lateral de mi rostro. Uno de sus dedos pulgares acarician mi labio inferior, comprando su textura, su calidez. Sus pupilas dilatadas, no a causa de la luz que seguía siendo escasa. Era el deseo. El anhelo. Todo lo que ambos habíamos estado reprimiendo desde hacía no sabemos cuanto. Ni si quiera sé en qué momento mi desagrado hacia él se transformó en esta necesidad casi enfermiza y ridícula. Quizás, y solo quizás las protagonistas de los clichés no exageraban tanto cuando describían como reaccionaba su cuerpo ante la presencia masculina.

—Te voy a besar.

Su voz, ronca, baja, en un susurro que por un segundo pensé que había sido imaginación mía, porque sus labios apenas se había movido cuando pronunció aquella simple oración de tan sólo cuatro palabras.

Pero supe que no se trataba de una ilusión porque tal y como había advertido, con sus manos todavía en mis rostro, me besó.

Alexander me besó esa noche en mi habitación, con mi cuerpo atrapado entre el suyo y la cómoda.

No era amable, ni suave. El beso fue exigente, furioso, necesitado. Mi mano dominante se apoyó sobre la superficie dura y fría, soportando mi peso y la fuerza que hacia Alexander contra mía. No me importaba clavarme el tirador del cajón, de echo, sentía que no me lo clavaba lo suficiente. Mi otra mano, enterrada en su cabellera espesa. Comprobé entonces que a diferencia del tacto áspero de sus manos a causa del manejo de armas, su cabello se sentía sedoso y suave entre mis dedos. Sus manos, que pasaron de sujetarme el rostro con determinación, ahora enterraba la punta de sus dedos en la carne de mi cintura. Pegándome más a él, si es que aquello era posible.

Mis pecho, apretados contra su torso. Un torso duro, firme y trabajado. Ahora de pronto había calor, demasiado. Y aún así, al igual que me había sucedido con el tirador de cajón, no me parecía suficiente. Quería arder, quería arder en llamas ante el placer que sentir su boca exigente y astuta sobre la mía me producían. El sentir sus manos robustas y masculinas agarrar con firmeza mi cintura, exigiéndome que le corresponda, que le haga perder la cabeza, que no me detenga. Confirmando entonces que él me necesita tanto como yo a él, incluso si su corazón sigue perteneciendo al brujo.

Sus labios, ahora seguro tan rojos e hinchados como los míos. Su lengua, que todavía no me había dado el placer y honor de introducirse en mi boca. Nuestras respiraciones, ruidosas, ensordecedoras, erráticas. Mis manos, que no habían dejado de tirar de su pelo, incapaz de procesar todo el deseo.

Lo quería. Lo necesitaba. Necesitaba su boca sobre la mía, sobre mi cuello mordiendo mi piel, dejando marcas imborrables. Saber que se sentirá tener sus manos acunando mis pechos, con mis pezones duros y erigidos orgullosos entre las yemas de sus dedos. Quería bajar mi mirada, y ver mi mano enterrada en su melena negra como el carbón, en medio de mis piernas, mientras me devora.

—Alec —suspiré casi en un gemido. En respuesta, y como si su apodo saliendo de mis labios hubieran encendido algo en él, algo tan intenso como el fuego, agarró mis caderas, y pegó la parte baja de mi estómago contra su erección.

Yo. Yo soy la responsable de que Alexander Lightwood, el director, mi esposo, esté empalmado bajo la tela de su pantalón. Soy la responsable de sus labios rojos e hinchados, de sus pupilas dilatadas y su respiración errática.

Entonces él se alejó de la manera más brusca que presencié jamás, como si mi contacto le quemase. Como si durante todo este tiempo no hubiera ardido conmigo ante el deseo que nos consumía. Y entonces, por mucho que antes hubiera intentado ignorar sus sentimientos, ahora eran tan intensos que me resultaba imposible pasar por alto el deseo que al contrario de lo esperado, solo habían aumentado más. Y quizás, lo que más me sorprendió de todo, y por la mirada que me dedicaba ahora, aferrado al poste de mi cama como si este fuera un salvavidas, es que al igual que yo, él tampoco esperaba no sentir remordimiento o culpa.

Aquello no fue el beso cargado de amor que el protagonista de la a la chica en medio de una carretera desolada, mientras un lluvia torrencial les moja la ropa y el cuerpo entero. Fue uno cargado de la pasión más pura de todas. Impulsado por la irracionalidad, la rabia que nos tenemos el uno por el otro desde que nos conocimos. Todas aquellas veces que quise estrangularlo con mis propias manos como si de Homero y Bart se tratara. Todos aquellos insultos y maldiciones, las veces que deseamos que el otro desapareciese. Toda, y cada una de aquellas veces ahora reunidas como si estas fueran nuestras mejores armas. Una batalla donde las balas eran nuestros dientes, queriendo atrapar el del contrario. Una guerra donde las espadas eran nuestras lenguas, que buscaban someter a la lengua enemiga. No había gritos, no había dolor. Solo suspiros silenciosos de placer que ninguno de nosotros reconocerá pronto. Nadie había muerto, y desde luego por las muecas en nuestros rostros, la confusión en nuestros corazones, y la cantidad de preguntas sin respuesta en nuestras cabezas, tampoco había un vencedor. Y aquello no se si me aterra o me alegra, por que la parte competitiva de mí, la parte egoísta y narcisista de mí, no se detendrá hasta que alguno de los salga vencedor.

—Será mejor que te marches, Alexander.

El hombre no dijo nada. Fijo su mirada una última vez en mi boca. Una boca que ahora tenía su saliva en ella. Una boca que sabía como se siente ser acariciada por aquella lengua cargada de veneno. Unos labios que sabían cuan cruel, duro y exigente era el director en muchos aspectos de su vida, y no solo en cuanto a dirigir un instituto se trata.

Entonces mi habitación volvió a sumirse en un silencio completo. Un silencio tan ensordecedor que me hizo temblar. Casi podía ver todos mis pensamientos flotar libremente por la habitación, desesperados por poder atravesar esa misma puerta, para llegar hasta el hombre que los provoca. El hombre causante de que mi propio cuerpo duela, ante la añoranza de volver a sentir la punta de sus dedos enterrados en mis carnes, pegándome tanto a él como para sentir su erección clavada en la parte baja de mi estómago.

Y es por él. Por lo que nos provocamos sin ninguno desearlo, y porque ambos somos conscientes de que ese deseo que venimos sintiendo desde hace tiempo, pero no desde cuándo, no tienen que ver con nuestro matrimonio arreglado. Que esa necesidad de tocarnos, de arrancarnos la ropa el uno al otro así como gemidos, se remonta a antes de nuestra boda.

—¿Qué hacemos ahora?

Todos nos miramos unos a otros, igual de perdidos y confusos que al principio cuando yo recién era una intrusa en sus vidas. Cuando no era del agrado de Jace, y la voz de Claryssa me resultaba insoportable.

—Los padres de Hera vendrán esta misma tarde —Alexander es el único capaz de dar algún tipo de respuesta. Y a pesar de que es de mis padres de quienes está hablando, a pesar de que es mi nombre el que sale de sus labios. El mismo nombre que ayer decía en susurros y entre suspiros... No me mira.

—¿Y eso nos ayudará en....?

—Conocer la procedencia de mis habilidades —le respondí a la pelinaranja, quien parece estar más parlanchina que de costumbre.

—¿Y eso que nos ayudará a encontrar a Darek? —interviene el rubio, que a diferencia de la morocha parece no percatarse de la incomodidad entre su parabatai y yo. O tal vez simplemente lo está ignorando, porque incluso las chicas parecen notar su incomodidad, y eso que a diferencias de ellas, el rubio y yo contamos con un vínculo hacia Alec.

—No lo sé, Jace —habla de manera seca y brusca—. Pero por algo debemos empezar, y el matrimonio Hadid saben cosas que podrían resultarnos útiles.

—Lo que no entiendo, es por que tus padres te ocultarían una información así —me mira la zanahoria parlanchina. Yo solo puedo soltar un suspiro y echar mi cabeza hacia atrás. Tantas interrogantes hacen que me duela la cabeza.

—Tu madre te ocultó del mundo de las sombras durante dieciocho años —salió en mi defensa Jace, aunque sin sonar demasiado brusco. Al fin y al cabo es a su novia a quien se está dirigiendo.

—Mi madre tenía sus razones —lo miró mal, molesta porque su novio se hubiera puesto de mi lado en una guerra en la que yo no pensaba luchar.

—Y sus padres las suyas.

Hace mucho que dejé de buscarle una explicación lógica, al comportamiento de Jace hacia mí. 

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