La Guerra del Corazón Astilla...

By EugenioTena

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Una jovencita, la última de su raza, una espada que bebe las almas de sus enemigos y un clérigo en busca de r... More

I. Los Niños de Erheä.
II. Islas.
III. La Gran Cadena
IV. El Ojo de la Gorgona
V. El Clérigo de Cilión.
VI. La Bebedora de Almas.
VII. La Vestal de Lunulaë.
VIII. El Sueño de Lorindol.
IX. El Crestemplos.
X. Bienvenido a Ciudad Gruta
XI. A Orillas del Río.
XII. El Cónclave de Lunulaë.
XIII. La Prueba del Acantilado.
XIV. Rhaine, la cazadora de la Luna Escarlata.
XV. La Ciudad de la Cobra Real.
XVI. El Sable Celeste
XVIII. Scriptórum y muerte.
XIX. Pacto de Sangre.
XX. La Undécima Legión.
XXI. Expiación.
XXII. Kórceres señor de las profundidades.
XXIII. El Sable Celeste. Parte 2.
XXIV. Terkhefal.
XXV. Ikyios.
XXVI. Cisma en la Orden
XXVII. El Sable Celeste 3a. Parte.

XVII. Escaramuza en la Montaña.

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By EugenioTena

Pérsene 84 de la Luna de Liamat del año 3229 de Cilión, nuestro señor.

Adorada Carnil,

Por primera vez en la vida he podido mirar de cerca a uno de los bárbaros de la montaña. Más cerca de lo que hubiera deseado, pero aún así, la experiencia me ha dejado en un estado de embriaguez que quizás me mantenga despierto hasta el amanecer.

A pesar de que todo sucedió demasiado rápido, con un poco de esfuerzo he logrado recordar en imágenes y sensaciones lo acontecido y ahora trataré de narrártelo.

Antes de comenzar, debes saber que me encuentro bien, que Cilión sigue iluminando mi camino y que no puedo sino estar agradecido con su infinita misericordia y con las bendiciones que me ha regalado. Debes saber que la más importante de todas esas bendiciones eres tú Carnil, esa presencia que da sentido y alegría a mi vida.

Pero creo me estoy adelantando, así que me referiré a tu carta, esa que recibí dos días antes de partir de la ciudadela de Santa Elarya, en la que me suplicas que no vaya al frente. Aunque entiendo las razones que te mueven para pedir que no me arriesgue, es tarde para arrepentirse. Media luna antes de que llegara tu correspondencia, fui asignado a las patrullas de frontera, en una orden firmada del puño y letra de Oriel Berenios, el Tribuno de la Séptima Legión.

Creo amada Carnil, que quedarme al interior de una ciudad y esperar a que los heridos vengan a mí es una actitud cobarde, que no se corresponde con lo que mi Dios y mi gente esperan de mí, por lo que anoche manifesté mi intención de acompañar a una de las patrullas que recorren el camino entre el fuerte de Nemes y el campamento de Ostorium, una senda estrecha, estampada por las ruedas de las pocas carretas que circulan por las montañas de Vandalia.

De tal suerte que hoy antes del amanecer, partimos doce legionarios, todos montados a caballo, absortos en el silencio de la madrugada. La neblina se aferraba en jirones a las piedras del camino, entintando los guijarros y rocas de la ladera. Los pinos, los abetos y zarzales que estrechaban el camino parecían dormitar, cubiertos de una escarcha que delataba la helada sufrida la noche anterior.

Por encima de nosotros, alcancé a mirar un par de veces, a un carnero salvaje que nos seguía curioso entre la neblina y que desapareció poco antes de llegar a Memseë, un valle entre montañas en donde nos detuvimos a abrevar los caballos.

Mientras desayunamos, a las márgenes del lago, Merisiel, el decurión, nos mostró un águila flotando muy arriba, sobre la solitaria cima de la montaña, como aquella bestia que adorna nuestro estandarte. Tras partir, apenas habíamos dejado atrás Memseë y torcíamos por una de las curvas del camino cuando uno de los exploradores que iban al frente, cayó de su montura, herido por una flecha enemiga.

En esos instantes que me tomé para comprender lo que sucedía, cayeron más flechas desde lo alto de la ladera y alcancé a ver a Merisiel, el decurión a cargo de la patrulla, que levantaba las patas delanteras de su montura, salvándose de dos flechas más dirigidas en su contra.

El decurión rodó después hacia una zanja a un lado del camino, protegiéndose de varias saetas que llevaban su nombre escrito, mientras que yo daba vuelta a mi montura y desandaba el camino siguiendo a los demás soldados, hasta alcanzar la protección de la ladera, que nos ponía a salvo de la lluvia de flechas que se había desatado a nuestro alrededor.

Desmonté y puse a Grelián a salvo, detrás de la espesura de los árboles que bordeaban el camino, luego corrí hasta un terraplén en donde se resguardaban los demás legionarios. A lo lejos podíamos escuchar a nuestros enemigos maldiciendo, desgañitándose desde lo alto de la ladera. También podíamos ver, sin necesidad de arriesgarnos, a Merisiel atrapado en la zanja en la que había caído, a merced de las flechas bárbaras en caso dé alzarse de su refugio.

En ese momento un gemido hondo, como de una bestia herida, fue subiendo de intensidad y resultó tratarse de un cuerno de guerra meléuno.

- Los salvajes están pidiendo refuerzos, dijo uno de los legionarios tras asomarse.

Unos veinte humanos armados de espadas largas y hachas y vestidos con armaduras de piel curtida y cotas de malla, descendían de la montaña, mientras que más arriba otros tantos de sus guerreros tiraban flechas hacia la zanja, impidiendo que Merisiel pudiera siquiera asomar la cabeza.

Entre éstos últimos se encontraba un guerrero enorme, de barba castaña y larga, que parecía ser el cabecilla de aquellas huestes, que tocaba el cuerno y señalaba a nuestro compañero, hablando en su extraño idioma.

Los tres sagitarios del pelotón aprestaron sus arcos y abatieron al humano que se hallaba más cerca del decurión, deteniendo momentáneamente el avance de los bárbaros.

- Tenemos que rescatar a Merisiel, antes de que lleguen sus refuerzos, dijo uno de nuestros arqueros.

- ¡Es imposible acercarnos!, protestó otro, el rostro descompuesto de rabia.

- Puedo hacer que uno de ustedes se abra paso hasta el decurión sin que las flechas puedan herirlo, dije en voz alta a los legionarios, que me miraron incrédulos. -Es una bendición de San Silvalio Mártir, es un obsequio que no se otorga a cualquiera, rematé.

- ¿Qué quiere decir, padre?, preguntó uno de los soldados encarándome, un álfaro de los archipiélagos, de tez bronceada y cabellera oscura.

- Sólo necesito una breve plegaria y humedecer tu sien con una gota de las lágrimas del santo, agregué, mostrándole la ampolla que he portado al cinto desde que partí de Queletia.

- Lo haré, dijo al fin, mostrándome un escapulario de plata con la imagen del Monte Ciliria, -Confío en la misericordia de Cilión y en sus mártires.

- Mientras que no ataques a nuestros enemigos, sus armas no podrán dañarte, le dije al tiempo que tocaba su frente con una gota de la ampolleta. Luego oré en voz alta, pidiendo a San Silvalio y a todo el panteón élfico que lo protegiese, apresurándome, cuidando de no errar en las palabras o en la fe que aquel acto requiere.

Al terminar el ritual, sin tiempo que perder, los tres sagitarios del destacamento se arrastraron entre las piedras, dispuestos a cubrir la salida de Gamaleón. El legionario a su vez, sin decir una sola palabra, se levantó y tras desenvainar la espada, corrió hacia su superior siguiendo la carretera.

Al verlo, las flechas de los bárbaros cubrieron el firmamento y sin embargo ni una sola logró rozarlo en su carrera hacia el decurión. Al llegar a la zanja, el soldado titubeó un instante sobre lo que debía hacer, titubeo que el líder de los bárbaros aprovechó para arrojarle su lanza, maldiciéndolo.

Todos los que nos encontrábamos en la ladera de la montaña contuvimos el aliento , observando cómo la lanza viajaba hacia Gamaleón, que no había alcanzado a percatarse del peligro que se cernía sobre su persona.

La lanza, querida Carnil, lo alcanzó de lleno a la altura del pecho y el soldado se desplomó como muñeco de trapo.

Mis ojos no podían creer lo que acaban de observar y mi corazón se encogió, pero lo más increíble fue lo que sucedió después.

Para sorpresa de todos, contándome a mí, Gamaleón se sacudió en el suelo, luego se sentó y miró incrédulo la lanza que nacía en su pecho, atrapada entre las placas de su armadura.

El legionario tomó entonces la lanza entre sus manos y la desprendió de la coraza sin esfuerzo. Antes de que nuestros enemigos se repusieran de la sorpresa, Gamaleón se levantó y corrió a enfrentar a los humanos que ya llegaban al camino.

El milagro presenciado hizo que el resto de los legionarios cargaran hacia los bárbaros, mientras que los tres sagitarios devolvían las flechas de los rebeldes, hiriendo a varios.

Merisiel pudo alzarse por fin, enfrentando a dos humanos al mismo tiempo, matando a uno casi al instante e hiriendo al otro, después de cruzar espadas un par de veces.

Yo, que observaba todo desde el terraplén, emocionado ante la avanzada de los legionarios, escuché a Grelián protestar, un instante antes de que el mandoble de uno de los bárbaros cayera sobre mí.

Alcancé a girar a un lado, evitando el golpe del meléuno que, antes de que pudiera rematarme, cayó atravesado por la flecha de uno de nuestros arqueros.

Aunque nos doblaban en número, al ver la furia de los legionarios que se batían de forma tan valerosa, el líder de los meléunos tocó de nuevo su cuerno, ordenando la retirada. Sobre el camino quedaron tendidos sin vida seis humanos y sólo uno de los nuestros, el explorador que venía al frente y que cayó al principio de la batalla.

Me aproximé al meléuno que unos instantes antes había tratado de asesinarme. Seguía vivo, por lo que lo recosté contra el tronco de un abeto. Desconozco su idioma, pero le escuché murmurar un rezo entre dientes, entre la espuma de sangre y saliva que escapaba de sus labios y me sorprendió entender algunas de las palabras que con mucha dificultad salían de su boca. Podría jurar pequeña Carnil, que oraba a Belistos, dios de las montañas y el amanecer, uno de los hijos de Cilión, uno de nuestros dioses menores, al que aún rezamos al comenzar la temporada de cosecha.

El desdichado había perdido demasiada sangre y sólo pude acompañarlo en sus últimos momentos en Erheä, cerrar sus ojos y dejarlo ahí descansando para siempre bajo la sombra del árbol, ante la certeza de que los bárbaros regresarían con refuerzos.

Hicimos el resto del camino a galope, esperando una nueva emboscada detrás de cada quebrada, de cada curva en la brecha, observando la nube de polvo que los bárbaros levantaban, pisándonos los talones con un contingente de más de doscientos hombres. Pasado el medio día vimos por fin, debajo de nosotros, entre las faldas de la montaña, el campamento de Ostorium y supimos que nos habíamos salvado.

Atardecía cuando lo acontecido en la montaña ya era conocido por todos los soldados del campamento. A pesar de que sólo hice lo que hubiera hecho cualquier otro clérigo, recibí felicitaciones, agradecimientos, lo cual me incomodó, puesto que jamás pretendí reconocimiento alguno al otorgar la bendición del santuario a Gamaleón.

Pero lo más sorprendente de todo sucedió al anochecer, justo cuando me disponía a hacer los oficios de lectura vespertina. Merisiel vino a mi tienda y en tono muy serio me pidió que lo acompañara. Insistió, a pesar de que le indiqué que iba a oficiar los rezos de la noche, señalando que eran órdenes de su superior y así lo seguí, entre las tiendas y hogueras de la tropa.

Al centro del campamento se había instalado una carpa circular enorme, de tonos en terracota, flanqueada por los estandartes y banderas de la Séptima Legión. Afuera crepitaba una hoguera también de gran tamaño.

Al interior de la carpa, de luz escasa, detrás de unos biombos me esperaba Oriel Berenios, de pie frente a una mesa llena de mapas y manuscritos, acompañado de generales y centuriones, que ni siquiera se dignaron a levantar la vista cuando me presenté.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando el Tribuno, en lugar de agradecer mi intervención en la emboscada, me reprendió severamente, por arriesgarme de forma innecesaria. Después procedió en un tono más conciliador, a decirme que estaba destinado a gestas más nobles, aunque para entonces sus palabras eran ya en una maraña de contradicciones que ahora mismo me es imposible rememorar. ¿No había sido él, quién había autorizado mi traslado al frente?

Al final de la entrevista, a la que yo no veía fin, me presentó a Crishel, su hijo, un joven de ojos del color de la cereza, de unos diecinueve o veinte años, que heredó de su padre la cabellera castaña y la corpulencia, misma que se hacía evidente no obstante la armadura de placas que llevaba encima. El chico se ganó mi simpatía inmediata, puesto que al saludarme, noté que se hallaba visiblemente apenado por la reprimenda que me había dado su padre.

Regresé a mi tienda contrariado, sumido en una mezcolanza de emociones que pasaban por la euforia de la batalla, la impotencia ante las palabras del Tribuno y la melancolía de no tenerte cerca.

Por eso tomé el papel y la pluma, pequeña Carnil, para poder narrarte todo eso que viví el día de hoy y que me hace sentir más vivo que nunca, para compartírtelo y sentirte un poco más cerca, imaginar tus reacciones, tus consejos que ahora mismo echo de menos.

Así llego al final de esta carta y me despido pequeña, agradeciéndote de nuevo la hermosa capa de vellón dorado que me regalaste y que en estos momentos llevo por encima de la armadura. ¿Sabes que es la envidia de toda la Legión?

Espero que el entusiasmo que siento en estos momentos me guíe de vuelta a tus brazos, en apenas cinco lunas más. Creo que es poco tiempo en realidad, puesto que, visto a distancia, ya hemos pasado el meridiano de nuestra separación y queda sólo la cuenta regresiva para encontrarnos de nuevo y entonces ya nada podrá separarme de tu lado.

Con todo mi amor, por siempre, tu más fiel admirador.

Mandil.

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