Rapsodia entre el cielo y el...

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Llegamos al mundo sin pedirlo. No elegimos nuestro destino, porque viene escrito por manos ajenas. Mientras... More

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Entrevista a Chris
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Abrió la puerta con más fuerza de la que debía. Dentro de la habitación apenas iluminada los barquitos encerrados en botellas de vidrio, amenazaron con caerse. Ante lo ocurrido Trevor ni batió una pestaña.

Chris se acercó como lo haría un niño curioso. Su cuerpo vibraba con cada paso, las ganas de empuñar el arma que Trevor le obsequió le ganarían la partida.

Harris apareció en el umbral de la puerta y no venía solo. Jadeando se detuvo apuntando con su propia arma de fuego, Trevor arqueó una ceja y dejó la pequeña herramienta con la que trabajaba a un lado. Las botellas de vidrio bailaron en los estantes.

Mala señal, muy mala señal. Trevor disfrutaba armar esos barcos luego de haberse divertido a lo grande. Chris se mordió el labio hasta abrírselo. No le importó el sonido de todos aquellos cañones apuntándole en la espalda. Tenía a Trevor delante y la mueca en su rostro era cosa seria.

—Tienes mi atención—su voz no dejaba traspasar emoción alguna —Cierra la puerta.

Chris en cambio, sentía como un remolino de emociones se desataba dentro de él. Giró sobre sus talones y avanzó hacia la puerta que azotó segundos antes. Harris y los demás tenían una expresión que oscilaba entre desconcierto e ira.

Uno a uno les devolvió la mirada antes de cerrarles la puerta en la cara. Los ojos que importaban en ese momento cavaban agujeros en su espalda. Chris se compuso en seguida, aprendió del mejor a esconder todo lo que sentía, aunque estaba seguro de que de nada servía.

El silencio fue lo que siguió al encuentro. Trevor lo observaba, esperando que dijera algo, cualquier cosa. Chris no lo hizo.

Lo siguiente sucedió tan rápido, que Chris apenas pudo reaccionar. Sus reflejos de agudizaron con el tiempo y debía estar agradecido por ello, porque por un par de centímetros pudo esquivar un cuchillo que voló en dirección hacia él.

Aun sorprendido, giró el cuerpo para ver cómo la punta se hundía sobre la puerta de madera. Fuera de la habitación se escuchó a alguien resollar. No podía estar seguro de quien se trataba ni si es que seguía vivo.

El rostro de Trevor tenía cierto tinte de molestia. Si es que alguien se atrevió a acercarse a la puerta con intenciones de enterarse de lo ocurría dentro, seguro se arrepentía en esos momentos.

Ambos oyeron pasos alejándose. Trevor atravesó el espacio moviéndose como un fantasma. De un tirón recuperó el cuchillo y lo examinó entre sus dedos. Regresó a su escritorio y tomó un paño para limpiarlo.

Chris lo observaba impávido. Ni una sílaba y solo el sonido que hacía Trevor al moverse. No necesitaban palabras. En el silencio se dijeron todo.

Trevor acarició el cuchillo como si fuera un amante. Observándolo con más atención de la que se le debe a un objeto al que acababa de limpiarle la sangre. Lo devolvió a su funda de cuero labrada.

Tiempo atrás hubiera saltado de felicidad al ver a Trevor en acción. Tan solo poder presenciar el dominio que tenía con armas blancas era algo con lo que soñaba. Tal vez sería algo para disfrutar si es que aquel cuchillo que yacía entre ambos no le resultase tan familiar.

Era el que perdió tiempo atrás. Se maldijo tantas veces por perderlo, porque fue Trevor quien se lo dio como regalo. Chris se compuso, ocultando con éxito la sorpresa que se acababa de llevar al ver que ahora estaba en manos de Trevor.

Ya no le interesaba como lo obtuvo. Era lo de menos. Lo que una vez fue un tesoro para él ahora yacía en medio de ambos como un elefante en la sala.

Trevor se adelantó a sus pensamientos. Lo tomó con todo y funda y se lo lanzó. Chris lo atrapó sin decir una palabra. Todo estaba dicho.

Tenía tanto que reclamarle, pero carecía de voz. Era demasiado tarde para intentar enmendar sus errores. No se podía arrepentir ni mostrar debilidad. Era la lección que aprendió de por vida. Sería fuerte, más fuerte que nadie y buscaría vengarse.

Bracco encabezaba su lista y ambos estaban de acuerdo con ello. Pero Trevor sería el siguiente. Miró a su jefe directo a los ojos, algo que en tiempo pasado le revolvía las entrañas de la emoción.

Trevor arqueó los labios apenas en una mueca. No necesitaban palabras para entenderse. Trevor estaría esperando por él. Cuando llegara el momento, tendría la cabeza del Trébol separada del resto de su cuerpo.

***

Tomó un baño apurado, más por costumbre que por pudor. En otro momento podría disfrutar del agua tibia y el suave aroma a jabón. No podía darse ese lujo, de hacerlo, sus propios pensamientos lo alcanzarían. Dominick trataba de evadirlos y concentrarse en quedar bien limpio.

El encuentro con aquel sujeto fue algo que casi pensaría que fue producto de su imaginación. Si no fuera porque el trébol de cuatro hojas que dejó sobre el lavadero creería que lo soñó.

Dominick salió de la ducha y envuelto en una toalla se encontró con el espejo empañado. Al pasarle la palma encima se encontró con su propio rostro. El cabello le creció tanto que ya le tocaba los hombros y casi le cubrían los ojos. Lo usaría para tapar los hematomas sobre sus mejillas y frente.

Todavía dolían y recién lo notaba. Aprendió a no prestarles demasiada atención. No eran la gran cosa, pensó.

Al regresar a la habitación envuelto en la toalla que le dio Chris, se detuvo a contemplar los garabatos que dejó en la pared. ¿Cuándo sucedió? Preguntó su mente con suma inocencia. De pronto sentía que soñaba y quizá no podría regresar a la realidad.

La música que sonaba para si mismo, se encontraba plasmada sobre toda la pared y hasta en el suelo. El recuerdo nebuloso de su mano pintando el muro, parecía ser parte de algún sueño lejano.

Si es que estoy soñando...

Iba a ser tan duro despertar. Casi se convencía de que todo era parte de un sueño extraño del cual saldría en cualquier momento, para caer de nuevo en su realidad. De ese mundo real al que odiaba tener que regresar, lo único bueno era Anelka.

Y su violín.

Anelka le prepararía avena si se lo pedía. Le pondría un poco de azúcar, canela y leche. A Dominick, el estómago le recordó lo hambriento que se encontraba.

Acordarse de la anciana dolía.

No iba a volver a su lado. Lo mejor era que se marchara lejos y por su cuenta. Debió hacerlo hacía mucho tiempo, antes de enredar a la anciana en sus problemas. June ya era una mujer adulta y podía cuidarse sola. Ella estaría bien, donde fuera que estuviera. Anelka tal vez lo perdonaría algún día por irse sin decirle a dónde.

Justo cuando decidió cambiar su vida y dejar de decepcionar a Anelka.

Desechó esos pensamientos mientras se colocaba la camiseta. La ventana que daba a la calle estaba cubierta de escarcha. Al acercarse encontró la ciudad cubierta de nieve fresca. Era tiempo de regresar a la realidad. No podía quedarse encerrado el resto de su vida en ese pequeño espacio.

Un ruido en la puerta hizo que buscara donde esconderse. Todavía no acababa de vestirse, así que tendría que huir en paños menores. Nunca fue bueno escondiéndose, tampoco tuvo los mejores lugares para hacerlo. Se maldijo a si mismo pensando que la única salida era escapar por la ventana que daba a la calle.

Fue inútil, estaba trabada y acababa de hacer demasiado ruido al tratar de abrirla. Dominick se agazapó al lado de la cama. Todavía podía ocultarse debajo y huir apenas la puerta se abriera. Escuchó pasos acercándose apresurados y se agazapó contra el catre.

Los pasos se detuvieron. Las botas militares aun puestas, cubiertas de nieve, mojando el suelo. Respiración agitada convertida en un jadeo miserable. Dominick se levantó de donde estaba escondido, más despacio de lo que debía. El sueño lúcido todavía no terminaba. Quizá sólo estaba comenzando.

Era la imagen de Chris, quien de pie frente a él se veía exhausto. Su rostro más pálido de lo usual, sus ojeras todavía màs marcadas, parecían abrirse como hoyos bajo sus ojos verdes. ¿Por qué recién lo notaba? Chris avanzó hacia él como si tuviera delante una aparición. Quiso decir algo, pero las palabras no alcanzaron a abandonar sus labios.

Chris cayó de rodillas, el cansancio pesaba demasiado. Dominick lo alcanzó antes de que cayera al suelo y lo sostuvo de los hombros. Con una media sonrisa de alivio, Chris alcanzó a abrazar a Dominick por la cintura. Apoyó su rostro con lo último de fuerzas que le quedaban y cerró los ojos; por fin en paz.

***

Despertó de un salto. Una de sus manos buscó el arma que guardaba bajo la almohada. No la encontró. Lo que halló a su lado fue el cuerpo tibio de quien dormitaba acurrucado y chupándose el pulgar.

Dominick entreabrió los ojos y los volvió a cerrar. A prisa retiró el dedo de su boca, avergonzado por haber sido descubierto.

¿Cuánto tiempo durmió? Chris se mesó el cabello hasta llegar a su propia nuca. Su cuerpo agradeció el descanso, pero ahora se sentía codicioso. Quería regresar a la tibieza de su lecho a seguir contemplando a Dominick chupando su dedo como si se tratara de un caramelo.

Su estómago lo puso al tanto de una necesidad más urgente que dormir. Se levantó entonces extrañando la cama. Dominick lo imitó en silencio.

—Si Tienes tanta hambre di algo, no te comas a ti mismo.

Dominick se encorvó más avergonzado que antes por el comentario. Tenía hambre y mucha, pero estaba acostumbrado. Siguió a Chris hacia la cocina, con más curiosidad de la que debía.

No sabía cocinar, así que esperaba que Chris tuviera algo que se mete al microondas y se calienta. Nada más.

El teléfono móvil de Chris quedó sobre la mesa. Apagado y sin batería no servía de mucho. Así que su dueño no le prestó demasiada atención. En cambio, se concentró en rebuscar algo para comer. En el repostero quedaba una caja con sémola para el desayuno.

—¿Sabes qué hora es?

A su lado Dominick negó con la cabeza.

—Yo tampoco, pero cualquier hora es buena para un poco de sémola. Mi familia es del sur—musitó observando la caja con detenimiento —Mi abuelo nos preparaba grits y grillade a toda hora. Esa sémola era sémola de verdad, no está mierda que viene en caja.

Qué remedio, pensó mientras ponía una olla pequeña en la hornilla. La comida del abuelo era parte de todo lo que dejó atrás al salir de su pueblo. Sin embargo, era también lo único que extrañaba.

—Ese viejo preparaba la carne a la parrilla con mucho picante. Cebollas, pimientos, apio... ajo. Se supone que es carne de puerco o res, pero el viejo cabrón usaba la carne de lo que fuera que cazó esa mañana.

Parecía perdido en sus pensamientos. Chris por un momento dejó de verse completamente aterrador. Dominick lo observaba dejando que el hambre lo devore con descaro. Anelka lo mal acostumbró a comer a sus horas.

—Solo tengo esta maldita sémola de caja. La carne a la parrilla, los panecillos y las salchichas de lagarto serán para otro día.

—Llll...la...rto—la sorpresa hizo que perdiera la vergüenza y soltara una palabra.

Dominick se contrajo mucho más avergonzado que antes. Deseó abrir un hueco en el suelo y esconderse dentro. Chris giró el cuerpo con una sonrisa en los labios.

—¿Qué dijiste?

No había modo que Dominick repitiera. Negó con la cabeza, encogido y hasta asustado por haber dejado escapar su sorpresa. Bajó la guardia. No debió hacerlo. Ahora estaba en problemas.

Chris se le acercó y lo tomó del mentón. Dominick se contrajo todavía más cuando lo ojos verdes de Chris se posaron sobre los suyos. Quería oírlo, dijo insistiendo, quería escuchar su voz una vez más.

Dominick respiró hondo una vez, dos veces. Podía hacerlo. Lo comprobó durante la visita de ese desconocido. Cerró los ojos y casi podía escuchar la voz suave de ese sujeto, resonando en su mente.

—La... ga...ttt...to. —Fue apenas un murmullo desesperado. Iba a empezar a sudar frío si Chris no lo soltaba.

—Eres jodidamente adorable.

No pudo más, se ruborizó tanto que tuvo que girar la cabeza para disimular un poco. Chris lo dejó en paz y siguió con los preparativos para el desayuno.

Si fuera menos inútil, pensó, podría intentar ayudar en algo, Tal vez, pensó Dominick mientras giraba el rostro buscando que hacer. De pronto la ventana de la sala atrajo su atención.

Copos de nieve caían en un suave compás. Casi podía escucharlos en una melodía que su mente componía con solo mirarlos. Quiso tararear el sonido, porque ya no podía contenerlo dentro de sí mismo. Podía hacerlo, si respiraba hondo, si se concentraba, si lo intentaba con calma.

No se dio cuenta cuando, pero de pronto estaba con el rostro en la ventana y sus dedos deslizándose sobre la superficie fría. La música sonaba en su mente, sus dedos pulsaban sobre el vidrio y sus labios replicaban la melodía de la nieve cayendo.

Todo a su alrededor tocaba una melodía que solo él podía escuchar. Cuando era niño y se quedaba solo en casa, el silencio era su única compañía. Fue así como sus oídos descubrieron la música que hacía el caño al gotear, el compás que traía la lluvia golpeando la ventana, el ritmo apresurado de pasos en el piso de arriba.

Anelka le ayudó a canalizar toda esa música que sentía dentro de sí mismo y llevarla a su viejo violín. Extrañaba tanto esa pieza de madera tanto como a la anciana. Sin ese violín se sentía tan vacío. Suspiró hondo y la melodía terminó. Chris llegó a su lado.

No lo escuchó acercarse. Apenas giró el rostro para verlo aparecer a su lado con un par de tazones llenos hasta el tope. Se contrajo de nuevo al sentirlo golpear su brazo con el cuenco.

—¿Qué tantas miras? ¿Algo bueno allá afuera además de toda esa mierda blanca y resbalosa? —Chris se detuvo a su lado a mirar la calle.

Dominick no supo que responder. Recibió el tazón que acababa de golpear su brazo en el mismo sitio.

—Lo que sea que estés mirando, es mejor que mirar las paredes de este lugar—retrocedió hasta sentarse en el sofá que daba a la ventana.

La nieve aumentó en intensidad, ahora parecía una bruma menuda que trataba de alcanzar sus dedos sobre el vidrio. Dominick giró despacio. Tenía hambre y comida caliente es algo que no se desdeña. Chris tenía la mirada perdida en la ventana.

—También es bueno escuchar tu voz, por fin.

Esta vez Dominick casi da un respingo al escuchar esas palabras. ¿Qué acababa de decir? Lo oyó cantar y ahora se sentía más avergonzado que antes. Quiso responder, pero no supo cómo. Agachó la cabeza y buscó un lugar donde sentarse. Al lado de Chris había espacio y parecía estar esperándolo.

—Debería ir por algo de comer, algo que sepa mejor que esta mierda de caja. Pero no me provoca congelarme el trasero allá afuera— comentó Chris metiéndose una cucharada de sémola en la boca.

A la primera probada el estómago de Dominick se sintió tan contento que no le dejó responder. La sémola estaba dulce y a la temperatura perfecta para ser disfrutada por alguien que está acostumbrado a pasar hambre.

Un emparedado sonaba bien, pero ese tazón rebosante y dulce era lo único que necesitaba para ser feliz. Eso y su violín. Si lo tuviera en ese momento su felicidad estaría completa, pensó. Chris lo miraba de reojo. Dominick le devolvió la mirada, la curiosidad le ganó la partida.

—Verte comer... me da más hambre. Suena jodidamente raro, pero es cierto—Iré a traer algo mejor que esto. No tienes que acabarlo...

Negó con la cabeza y alejó el cuenco del alcance de Chris. La verdad era que no había probado sémola antes y la encontró sabrosa.

—¿Qué, te gusta?

Dominick asintió y se llevó otra cucharada a la boca.

—Usa tu voz, quiero escucharte

—Sí —respondió y otra cucharada más tocó el fondo del tazón.

Dominick levantó el rostro al ver que Chris le entregaba su propia porción. Se miraron un momento y apenas pudo agradecerle en un susurro.

—Iré por comida—anunció Chris levantándose con cierta dificultad.

Al apoyar el pie izquierdo en el suelo, el dolor en la pierna le recordó una vieja herida. Recordaba como la obtuvo, le era imposible olvidarlo. De pronto su brazo se unió al tren de los recuerdos. Resopló con fuerza para quitarse esos pensamientos de la cabeza, aunque fuera demasiado tarde.

El rostro de Pearl llegaba a su mente con cada punzada de dolor que sentía al mover su brazo. Nunca olvidaría sus palabras maldiciéndolos a todos. Jamás podría olvidar su sonrisa antes de morir. Al final de cuentas fue él quien la liberó del suplicio. No lo hizo con sus propias manos, pero le dio la oportunidad para hacerlo.

Para hacer trampa y ganar el juego de Trevor.

Regresó los ojos hacia Dominick mirándolo con terror. Tuvo tanto miedo de regresar y encontrarlo en la misma situación en la que Pearl estuvo. No podría vivir consigo mismo si llegaba a suceder. Si es que en algún momento Dominick fuera a correr la misma suerte que todas las otras víctimas de Trevor.

Tal vez todo era un sueño. De ser así no quería despertar. Dominick seguía con vida. Estaba a su lado. Hasta pudo escuchar su voz. Tenía que estar soñando. No, quizá estaba muerto. Murió en ese bosque y su cuerpo fue devorado por animales salvajes. Eso no importaba, porque de un modo u otro logró colarse al cielo.

«Los voy a ver podrirse en el infierno.»

—Pearl...

Era su voz la que resonó en su mente tan fuerte y claro que hasta sintió su presencia en la sala. Giró hacia los lados buscándola sin hallarla. La única persona que estaba a su lado lo miraba pasmado. Dominick dejó de comer y la cuchara quedó dentro del tazón a medio vaciar. Chris se preguntó si solo él pudo oír la voz de esa mujer, tan llena de rabia.

—No—murmuró Chris respondiéndole a quien no estaba presente—No mientras yo esté vivo.

A Dominick se le fue el apetito. Se llenó de curiosidad por un momento y al siguiente esta se convirtió en temor. De pronto Chris volteó a mirarlo como si tuviera al diablo enfrente. Luego se dio la vuelta, como buscando algo. Lo escuchó llamar a alguien, dijo algo, un nombre quizá.

¿En qué estuvo pensando? Debió escapar cuando pudo, no quedarse ahí a esperar que lo matara. Eso iba a suceder tarde o temprano. Chris era peligroso, él y ese otro tipo que apareció en la habitación como un fantasma. Hubo otro màs, su mente escarbó entre sus recuerdos nebulosos. Sí, hubo otro más, pero no recordaba bien que fue lo que sucedió, sólo que atinó a esconderse.

Chris dijo algo más y en ese trance en el que se encontraba se veía mucho más aterrador. La puerta quedaba a unos pasos y...

Sucedió entonces, Chris lo atrapó de los hombros y supo que su fin había llegado. Dominick cerró los ojos, sintiéndose incapaz de defenderse.

—No... mientras todavía esté vivo.

Parecía que le hablaba a alguien màs, pero a quién, se preguntó Dominick mientras dejaba que Chris lo estrujara contra su pecho. ¿Qué estaba sucediendo? Su mente se hizo esa pregunta aun sabiendo que caería en el cajón de las que nunca tendrían una respuesta. Dominick nunca sabía que hacer ni cómo actuar, pero en ese momento sólo pudo pensar en devolverle el abrazo.

Debería tratar de escapar, decía su mente, pero algo dentro de esta lo detenía a su vez. Chris se sentía tan asustado, que casi no lo reconocía. Dejó que apoyara su rostro sobre su hombro y sus palmas se movieron apenas sobre la espalda dura de Chris.

El hambre quedó relegado a algún lugar de esa pieza. La nieve seguía cayendo afuera. El mundo podía detenerse en ese momento y ninguno de los dos lo notaría.

***

Las escaleras se volvieron eternas. El tiempo fuera de la pieza de Chris corría de un modo distinto. Tal vez tras esas paredes se detenía. ¿Cuánto tiempo estuvo lejos de casa? Anelka debía estar tan preocupada, pensó mientras se detenía unos escalones antes de llegar a su destino.

¿Con qué cara regresaba a su lado? ¿Qué explicación le daría? Apenas iba a verla para despedirse, porque quedarse a su lado era peligroso.

Tomó el trébol de cuatro hojas que guardaba en el bolsillo de su pantalón. Sería su secreto, porque no encontraba el modo de contarle a Chris lo sucedido. ¿Qué le diría? Solo estaba seguro de que sucedió y no lo soñó porque tenía una prueba para convencerse.

Iría por algo de ropa y si tenía valor por el  viejo violín que le robaba la calma. Con que Anelka lo dejara tocarlo una vez más se sentía conforme.

Una vez más, pensó sintiéndose como un como un condenado que pide un último deseo.

El lugar donde vivió con su mamá quedaba a una puerta de distancia de la pieza de Anelka. De pronto pasar delante le provocó un escalofrío que lo hizo sacudirse. Ahí dentro no había nada que albergara algún buen recuerdo. Siempre fue más feliz fuera que dentro.

¿Tendría el valor de dejar todo atrás? Anelka, June, su violín... Chris. ¿En qué estaba pensando?

Dominick se detuvo frente a la puerta de Anelka y salió de sus pensamientos al notar la puerta abierta. No, la cerradura estaba rota. El corazón se le aceleró y retrocedió asustado.

Tenía que ser un mal sueño. Las piernas le temblaron y estuvo a punto de caer al suelo. Quiso gritar, no podía creer lo que estaba sucediendo.

No Anelka, no ella.

El mundo se le cayó a pedazos. Reunió valor para entrar y buscarla. Tal vez no era tarde. Ella estaría dentro, en la cocina. Quizá escondida. Dominick cruzó la puerta y el orden que caracterizaba la sala de Anelka simplemente no existía.

Las ollas estaban fuera de su sitio, la mesa arrimada a un lado. Vajilla rota sobre el suelo, los discos que Anelka atesoraba esparcidos y rotos. Las lágrimas se volcaron sobre su rostro. Dominick avanzó aterrado dentro de aquel caos, buscando a Anelka y al violín.

Ninguno de los dos estaba por ningún lado.

—Ella no está aquí. Ven conmigo, ven.

Dominick volteó asustado al escuchar una voz familiar a su espalda. Era Sunny quien lo miraba con preocupación. La oyó llamarlo de nuevo y llegó a sus brazos llorando como un niño pequeño.

Sunny lo sacó del departamento hasta llevarlo al pasillo. No tenían tiempo que perder, le dijo, todavía sujetándolo sobre su pecho.

—Tienes que venir conmigo. Pero ¿qué te pasó en la cara? Qué pregunta la mía. Olvídalo. Escúchame, solo escúchame. No podemos quedarnos aquí...

En ese momento Dominick se odió un poco más. Lo que pasó allá dentro no fue un simple robo, Fue su culpa. Si es que Anelka estaba muerta.

—Escúchame. No deberías estar aquí tú solo. Hay muchas cosas que tienes que saber. No sé dónde empezar.

Sunny hablaba tan de prisa que apenas cobraban sentido sus palabras. Sin perder más tiempo lo empujó hacia el departamento donde solía vivir con June y cerró la puerta, por dentro.

Ambos se quedaron sin saber qué decir. Sunny lo dejó ahogarse en su dolor. Dominick cayó de rodillas. Quería llorar, pero ya no le quedaban más lágrimas. Sollozó como lo hizo tantas veces a solas, apoyándose contra la puerta. Anelka llegaría a consolarlo, como cuando todavía era un niño. Vería la manera de llegar a donde él y lo tomaría en sus brazos.

La culpa lo aplastaba contra el suelo. No volvería a levantarse. ¿Por qué tuvo que suceder? Fue su culpa. Todo pasó por su culpa.

—Oye, Domi, niño, escúchame. No tenemos tiempo que perder. Llorar no va a arreglar nada. Deja de chillar. ¿Dónde está Chris? ¿Te está esperando?

Dominick la miró enojado. ¿Qué pregunta era esa? ¿Cómo sabía ella que Chris lo llevó hasta el edificio?

—¿Sí o no? Responde que es importante. Hay dos cosas que tienes que saber. Primera: la anciana está en el hospital. Se la llevó la ambulancia.

Las palabras de Sunny le cayeron como un balde de agua fría. Anelka estaba en el hospital. ¿Cual? ¿Dónde? Tenía que ir a buscarla. ¿Qué le pasó? ¿Estaba muy herida?

Las preguntas se arremolinaban en su mente entendiendo más la hoguera de ansiedad que lo consumía. Sunny no le daba tregua, seguía hablando.

—La segunda es Junny ¿La recuerdas? June, Tu madre, ella, está en problemas. Sí, y problemas serios. Está en la casa grande y parece que no va a salir pronto. Necesita pagar su fianza y no tiene a nadie que la saque de ese embrollo.

¿June estaba en la cárcel? ¿Anelka en el hospital? ¿Cuánto tiempo había pasado? Todo parecía parte de una pesadilla. Siempre tuvo miedo de que fuera a suceder. Cuando era niño temía tanto que June no volviera a casa.

—¿Me estás oyendo? Siempre haces eso, te quedas en un maldito limbo cuando alguien te habla—Sunny lo tomó del hombro y lo sacudió a su gusto—¡No es momento para eso! Juny necesita tu ayuda. Sí, ya sé, quizá no ha sido la mejor madre del mundo, pero no eres nadie para juzgarla.

Alterada como estaba Sunny batía las manos en todas las direcciones. No le importaba lo que decía. La única persona en su mente era...

—¡Aaaa...Anelka! —casi gritó su nombre e hizo que Sunny se detuviera sorprendida.

—Okvídate de esa anciana, está en el hospital. Ya le has traído bastantes desgracias. Es de tu madre de quien tienes que preocuparte. ¿Traes algo de dinero? Cualquier cantidad sirve...

Sin pensarlo Sunny introdujo una de sus manos largas dentro del bolsillo de la chaqueta que Dominick llevaba puesta. El chico quiso detenerla, pero fue tarde. Ella encontró lo único que guardaba y no era precisamente dinero.

—¿Qué es esto?

Sunny sostuvo entre sus dedos lo que acababa de sustraer del bolsillo de Dominick y estuvo a punto de quedarse sin habla. Para otra persona no hubiera sido tan alarmante darse cuenta que tenía entre manos un trébol de cuatro hojas encerrado entre un par de láminas de plástico.

Al verlo de cerca gritó de sorpresa y susto, solo para lanzarlo al aire, como si tuviera un trozo de carbón encendido entre sus manos. Dominick lo atrapó antes que tocara el suelo y le devolvió una mirada igual de alarmada.

—¿De dónde lo sacaste? ¿Tienes una maldita idea de qué tienes ahi?

La dejó hablando sola. Dominick la hizo a un lado sin que Sunny consiguiera detenerlo. No le importaba más escucharla. Dijo que la anciana estaba en el hospital y tendría que ir en su búsqueda. No podía dejar que muriera sin pedirle perdón por todo lo que hizo.

Bajó las escaleras casi rodándolas. Sunny le gritaba que se detuviera. Tal vez lo siguió, pero desistió en el camino. Dominick dejó de oírla. En su mente solo Anelka importaba. Al llegar a los últimos escalones se topó con Chris que subía, seguro atraído por la voz de Sunny.

Fue Chris quien lo contuvo sobre su pecho mientras pugnaba por seguir su camino. No podía pensar en nadie más que en la anciana.

—¡Anelka, hospital, Anelka, hospital! —lo repetía como un mantra. El tartamudeo se le quedó en el camino.

Sunny se detuvo a unos escalones de ambos. No se atrevió a seguirlos y menos a decir palabra. Se contentó con observar la escena y emprender la retirada. Chris no le prestó más atención y la dejó huir. Tenía las manos ocupadas.

Dominick parecía sumido en un trance el cual solo le permitía pronunciar una sola palabra. Chris lo sujetó sobre su pecho a sabiendas que era inútil intentar calmarlo. Llevó a Dominick hasta el auto y lo hizo entrar.

Dominick se desmoronó sobre el asiento del copiloto y Chris lo dejó llorar. Pero de pronto notó que, de una de las manos de Dominick, escurría un poco de sangre. Sin perder un segundo, tomó a Dominick de un brazo y tuvo que pelear para separarle los dedos. Sobre la palma de la mano encontró una lámina de plástico incrustada en la piel.

Chris se quedó en una pieza. Tomó entre sus propios dedos el trébol de cuatro hojas, revestido en plástico, manchado de sangre. Su corazón omitió un latido y sudor frío se asomó sobre su frente.

Una sola pregunta apareció en su mente, pero no necesitaba la respuesta. La interrogante que no pudo hacerle a Trevor se manifestó frente a sus ojos y la contestación la tenía entre sus manos. El Trébol había elegido a su próxima víctima.

***

La habitación se mantenía silenciosa. El televisor apagado y Anelka se resistía a dejarse vencer por el sueño.

Cuanto tiempo había pasado, se preguntó mirando hacia la ventana escarchada.  Perdió la cuenta de los días, pero no la esperanza de recuperarse y pronto.

Dushen'ka, murmuró hundiéndose dentro de la cama de hospital. Ezra la sintió moverse y dejó el diario a un lado.  Le regaló la misma mirada curiosa que ya le conocía.

—¿Cuánto tiempo había pasado? —Se preguntó al mirar el rostro entrado en años de su compañero de la infancia.

A pesar de que la vida les sucedió a ambos, Ezra tenía la misma mirada inocente que recordaba desde la primera vez que se vieron. Allá en el infierno.

—¿Cómo? —replicó Ezra apurándose en subirle el volumen a los audífonos que ahora lo ayudaban a oír.

Anelka sacudió la cabeza. La mirada se le perdió en el espacio que los separaba. Ezra era una constante en su vida. Así lo decidió desde que lo sostuvo en sus brazos para acallar su llanto, cuando todavía eran niños y Ezra tenía miedo.

El tiempo se encargó de difuminar los detalles, aunque el miedo a ser descubiertos cuando los sacaron escondidos de una Polonia invadida, no la abandonó. Fue una travesía tortuosa, extenuante y larga. Eran apenas unos niños.  Ezra se refugió en Anelka, escondió su rostro sobre su pecho y cerró los ojos con fuerza. Anelka lo abrazó con fuerza y le rezó al Dios de su madre, rogándole que los hiciera invisibles.

A su corta edad Anelka descubrió que Dios es uno solo y cuidaba de ella, una niña cristiana y del niño judío que tomó a su cargo.

Anelka, nacida en Rusia, de madre cristiana y padre judío, le enseñó a Ezra a rezarle al único Dios que conocía y a quien se aferró toda su vida.

Frau Dählinger, la enfermera que los rescató del infierno los entregó a una familia que los acogió un tiempo y luego los llevó a América. Ya no podía recordar el viaje, solo la mañana fría y brumosa en la que llegó al nuevo continente.

Anelka, cambió de nombre a Anita y a Ezra lo nombraron Theodore. Tomó tiempo, dinero y el papeleo necesario para volver a ser ella misma. Cuando creció y pudo independizarse, regresó a llamarse Anelka, el nombre con que la enterrarían dijo en aquel entonces.

—Ezra, ¿cuánto tiempo ha pasado? —¿y cuanto más me queda? Omitió sin dejar de mirar al cielo gris a través de la ventana.

Dushen'ka ocupaba sus pensamientos. La edad le arrebató las fuerzas de antaño. De haber tenido menos años encima se hubiera levantado tozuda e ido a buscarlo por toda la ciudad.

Ezra se incorporó en su asiento. Suspiró hondo como queriendo descifrar su pregunta. De un modo u otro sabía que su respuesta no sería la correcta.

—Varios días—le dijo con un suspiro ahogado.

Anelka no hablaba del tiempo que llevaba en una cama de hospital a raíz del ataque que recibió en su propia casa. Ella ponderaba el tiempo que se le fue sin poder detenerlo. Aquel tiempo que le arrebató fuerzas a su cuerpo, que la postraba en una cama a merced de médicos y enfermeras que tanto evitaba en su vida diaria.

—Dushen'ka—murmuró, pero su voz alcanzó los oídos cansados de su compañero de toda la vida.

—Iremos a buscarlo cuando te recuperes.

—Será demasiado tarde. Los soldados lo van a encontrar Ezra. Tienes que buscar a Frau Dählinger, Ella sabrá qué hacer. Por el dinero no te preocupes. Tengo dinero guardado para sobornar a los soldados.

Ezra le sonrió con tristeza. Las contusiones que recibió Anelka hicieron estragos en su mente. Mezclaba el pasado con el presente, tenía alucinaciones lo cual provocaba que la sedaran para que no intentara esconder debajo de su cama a una mujer y una niña que ella decía le pedían ayuda.

Agitada, Anelka giró el rostro hacia la puerta, al sentir el sonido de pasos acercándose.

—Tienes que encontrar a mi querido, Ezra. ¿No ves que vienen los soldados? Mi pequeño hijo, mi Dushen'ka.

El anciano le sonrió con tristeza. ¿Qué podía decirle? La verdad no era una opción. Lo intentó un par de veces y no consiguió más que alterarla.

—Lo haré Ania, por ti haría lo que fuera. —se lo venia repitiendo por más de siete décadas. No iba a detenerse cuando más lo necesitaba.

Anelka pareció calmarse. Sonrió con dificultad, su rostro amoratado se lo impidió. Regresó a recostarse, pero su mirada seguía inquieta.

—Pero tienes que prometer que te vas a quedar aquí. No vas a tratar de salir de la cama.

Ella no respondió. Se quedó mirando al techo del hospital, con un murmullo no los labios. Llamaba a su Dushen'ka. No dejaba de hacerlo.

Ezra resopló con las fuerzas que sus años le permitían. Haría lo que ella pidió. Iría a la recepción el hospital. Preguntaría si es que alguien llegó a buscar a Anelka. Un muchacho de cabellos castaños y tez clara. Más o menos un metro setenta, ojos color avellana, de nombre Dominick.

Repetía el proceso por lo menos dos veces al día, sin falta. Esperaba en la recepción que apareciera. Tenía que confiar en la palabra de esa mujer que dijo conocer a Anelka. No podía recordar su nombre, pero le aseguró que cuando tuviera noticias del chico, lo enviaría hacia el hospital. Ezra se colocó el sombrero que siempre usaba y acomodó la levita.

Dio un par de vueltas en el vestíbulo del hospital. Al ver la nieve en la acera, decidió quedarse mirando por los ventanales.  Se sentía tan bien siéndole útil a Anelka.  A sus años tenía clara la idea de que quería quedarse a su lado el resto de su vida.

Siendo viudo vivía solo en un departamento que compartió con su esposa. Sus nietos lo visitaban con regularidad en la tienda de instrumentos musicales que abrió de joven. Su edad no le permitía hacerse cargo del negocio, así que uno de sus hijos tomó el control.

A todos sus nietos les enseñó música y a tocar algún instrumento. Al menor de ellos todavía le enseñaba a tocar música y por un rato dejaba de sentirse como un instrumento viejo, arrimado en una esquina.

Cuando supo que Anelka estaba en el hospital, fue en su búsqueda y no quería apartarse de su lado. Fue suficiente. Anelka no podía seguir viviendo sola. Necesitaba de alguien que la cuide.

La policía quiso investigar, pero al final no llegaron a a nada. Concluyeron que el motivo fue robo y Anelka un blanco fácil. Un delincuente entró a su departamento, la arrastró por el suelo, la golpeó en el rostro y la dejó a su suerte, en el suelo de la cocina.

Nadie oyó nada, nadie sabía nada. Fue esa mujer quien llegó al rescate. Le llamó por teléfono para avisarle que Anelka estaba siendo llevada al hospital. Esa mujer dijo que en encontró su número en el refrigerador y pensó que era su médico o alguien de confianza.

Hizo bien, pensó Ezra, porque se haría cargo de Anelka en lo que le quedara de vida.

Suspiró sintiendo que las fuerzas que tuvo alguna vez regresaban a su cuerpo. Por Anelka haría lo que fuera. Giró con torpeza, porque la edad no le daba chance. A la recepción acababa de llegar un muchachito apurado. Llevaba la cabeza cubierta con una capucha. Sus movimientos eran igual de torpes que los de él. Se veía nervioso.

Llegó a la recepción y luego se alejó, como si estuviera asustado. Ezra lo observó acercarse de nuevo, solo para repetir la operación. No alcanzaba a verle el rostro, la edad le mermó la visión. El chico se acercó por tercera vez y parecía que por fin se animaría a hablarle a la enfermera.

Ezra se acercó un poco para tratar de oír la conversación, pero ni la enfermera que lo atendió le entendía.

—¡Dominick!—llamó Ezra tentando a la suerte —Dominick.

Levantó la voz para dejarse oír. El chico dio un respingo y volteó casi por reflejo. Luego se contrajo, definitivamente asustado. Ezra no perdió más tiempo y lo abordó en seguida. Lo tomó de un brazo y jaló hacia un lado

—Así que eres tú, tú eres Dominick.

El chico quiso negar lo innegable. Trató de soltarse, pero el anciano no lo dejó escapar.  No iba a engañarlo. Tenía los ojos color avellana y aunque no podía verle el cabello, si vio su rostro. Parecía haber estado en un accidente o algo por el estilo. Su rostro se veía casi tan lastimado como el de Anelka.

—¿Eres Dominick? ¿Eres o no? —Ante la negativa del muchacho, Ezra se llenó de dudas.

Solo conocía al chico por las descripciones de Anelka. Cada jueves por la noche, cuando se reunían para cenar y hablar de los buenos tiempos, Anelka le contaba acerca de ese niño que era hijo de su vecina. Podía decir que hasta conocía a Dominick de tanto oír hablar de él. Le gustaba el puré de manzanas, cursaba la secundaria, le gustaba la música y tuvo una gran maestra que le enseñó a tocar el violín. Anelka tenía planes para ese chico, mandarlo a la escuela de música. Ya tenía planeado comprarle un traje y dinero ahorrado para la colegiatura.

Sin perder otro segundo, Ezra tomó las manos del chico. No podía equivocarse. La muñeca izquierda tenía una lesión muy común en violinistas. Las yemas de los dedos presentaban cierta callosidad que lo dejaba en evidencia.

—Ven conmigo, Ania te está esperando—anunció Ezra acusando al chico con la mirada.

Sin soltar a Dominick, lo arrastró por el vestíbulo del hospital hasta los elevadores. Tenía tanto en mente que no sabía por donde empezar. Tal vez debía decirle lo delicado del estado de Anelka. Pero ¿acaso merecía esa información?

El chico era responsable de la desgracia que pudo haberse dado. Anelka fue atacada en su propio departamento, sin lugar a duda por culpa de ese muchacho. Desde que lo conoció no dejaba de darle problemas. 

El muchacho era la razón por la cual Anelka decidió quedarse en ese edificio del estado, para poder cuidarlo. Tanto hablaba ella del chico, que no podía odiarlo. Ezra suspiró hondo, regalándole una mirada inquisidora a Dominick quien se deshacía de nervios dentro del elevador.

Así que ese era el querido niño de Anelka, su Dushen'ka. El motivo por el cual se levantaba cada mañana y seguía viviendo. La razón por la cual ahorraba cada centavo de su pensión para poder brindarle una educación superior. Era el sueño de Anelka, ver a Dominick convertido en un músico, dando recitales en el Parque Central. Hasta le hizo prometerle una vez, que si ella dejaba de existir, se encargara de que el chico asista a la escuela de música.

El elevador abrió sus puertas y Ezra salió sin decir palabra. Dejó que Dominick lo siguiera y podía percibir lo asustado que se encontraba ese muchacho. Quiso balbucear algo que no se molestó en escuchar. Ezra lo condujo en el mismo ominoso silencio con el que lo recibió, hasta la habitación de Anelka.

—Ella no está bien—anunció Ezra con seriedad—Los golpes que recibió le provocaron una contusión. Por ahora no se acuerda bien de las cosas y está confundida. Puede que no te reconozca. No hagas que se altere. Ella ha hecho tanto por ti...

Lo último lo dijo con todo el reproche del que podía ser capaz. Ezra se hizo a un lado y Dominick se quedó en su lugar. No se atrevió a dar un paso dentro de la habitación de hospital hasta donde llegó en busca de Anelka. Los ojos se le llenaron de lagrimas calientes. Arrepentimiento, miedo, angustia, ansiedad, todo junto revolviéndose como una serpiente dentro de su pecho.

¿Qué le diría? Tal vez ni lo conocía. Sería lo mejor, pensó, pero a la vez sería la estocada final para su corazón atormentado. Anelka era la única persona a la que quería de verdad. Si algo le pasaba a ella, no tendría el valor para seguir viviendo.

Un sollozo se escapó de sus labios y un par de gruesas gotas rodaron por sus mejillas. Escuchó la voz de Anelka llamarlo desde dentro. Dominick no pudo màs y se arrastró hacia ella. La vio sentada en la cama de hospital, con el rostro lastimado y un brazo enyesado.

Corrió hacia ella y se arrojó a sus brazos como un penitente, llorando sus pecados.

—Dushen'ka,  mi dushen'ka...¿Por qué tardaste tanto?

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