Capítulo 5

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Desde el fondo del restaurante, llegaba planeando con suavidad Kayleigh de Marillion. Gillian estaba en su puesto con un resfriado que trataba de disimular ante su jefe y la clientela. A esa hora el Y/Z no tenía demasiados clientes y todos estaban separados por varias mesas, por lo que se podía delimitar sin confusiones las zonas en las que actuarían los tres meseros de ese turno. Un turno que no le correspondía si fuéramos al caso. Era el turno de John que en ese mismo instante estaba en el hospital y segúnlo que se enteró por parte de Dona, su compañera, no era muy bueno su estado pero no creía que fuese a morir. Por esa ausencia, ella había tenido que conseguir en tiempo récord una niñera de confianza para Charlie y enojarse con su jefe a quien no le hubiese temblado el brazo a la hora de contratar otra Gillian que cumpliera con los cambios de último momento. Y ahí estaba, atendiendo a un hombre con un mono de plomero y por supuesto al señor Collins que estaba leyendo una revista de teatro mientras sorbía su café con leche con una parsimonia que era la metáfora misma de que todos los problemas de los que hablan los demás son inexistentes. Bostezó sin ocultarse, de algún modo quería demostrar que no estaba a gusto con la decisión del señor Yuma, aunque a nadie le importara. Cuando Collins terminó su última tostada, cerró la revista, bebió su pequeño vaso de soda, se limpió los labios como si fuese una parte importante de una ceremonia antigua y pidió la cuenta. Gillian le llevó su ticket mostrando una sonrisa tan seca que hubiese sido mejor no actuar en esa ocasión.

—Querida —le dijo tomándola de la mano con la que ella le extendía la boleta—. Llévale mis saludos a John y dile que se lo echa de menos aquí. Mis esperanzas están con él, díselo así. ¿Podrías hacerme el favor?

—Claro, señor Collins —dijo Gillian sabiendo que jamás pisaría ese hospital para visitar a John—. Usted no se preocupe, que puede ser dañino a su edad.

—Por favor, hija. Creo que estoy solo en mi tercera adolescencia.

El señor Collins pagó el precio justo. Ni un centavo más o menos. Gillian lo saludó y se dio media vuelta, dejando al hombre acomodarse antes de retirarse. «Espero que me dejes tan buena propina como a John», pensó Gillian mientras Marillion hacía sonar ahora Dry Land.

Gillian regresó al cabo de unos segundos por su propina. Se había dicho que en esa mesa desaparecía el dinero antes de que el mesero llegara. No era imposible que alguno de ese turno decidiera que era buena idea quedarse con el premio de un compañero, así que Gillian no le quitó el ojo de encima a su mesa durante todo su recorrido hasta la caja, donde entregó el importe. Si el ladrón era uno de sus colegas, estaba segura de poder atraparlo con las manos en la masa. Pero la propina se mantuvo allí hasta su regreso. Sin embargo nunca terminó en sus manos. Algo apareció alrededor de los billetes. No pudo encontrar palabras para describirlo, ni tampoco sus dos compañeros que se preguntaron sin mirarse si estaban viendo lo mismo. El hombre con el mono del fontanero al igual que los otros cuatros clientes en el Y/Z se pusieron de pie. La atmósfera de estupefacción que se apoderó de todos hizo añicos el curso imparable del tiempo que en ese momento parecía haber huido despavorido. «Algo que se removía debajo de la realidad visible», fue la respuesta de alguien al ser entrevistado unas horas después. Y al comienzo, esa definición no estaba lejos de lo que Gillian veía. Luego, ese revoltijo de colores y líneas que se entrecruzaban, protuberancias y convexidades que chocaban y fluctuaban, formó un triángulo en cuyo centro Gillian vio objetos en un espacio que no eran los que estaban detrás de la mesa. Pero lo más extraño es que había otras dos personas cuyas figuras eran como el reflejo trémulo de alguien sobre la superficie alterada de un lago. No podía apreciar sus facciones, ni saber de qué sexo eran, pero su humanidad no se cuestionaba. No hacían más que estar allí mirando el mismo fenómeno que ella. El triángulo se convirtió en un óvalo y unas finas líneas azules parpadearon en todo su interior. Eran como pequeños relámpagos que cuando se encendían, borraban esa imagen de los sujetos y aquella habitación que no era del Y/Z. No obstante, el corazón de Gillian estalló, cuando una sombra se interpuso entre las dos realidades separadas por el fenómeno. Al principio era algo informe pero pronto adoptó el contorno de la cabeza de algún animal con las orejas puntiagudas. Primero miró de frente y luego movió la cabeza hasta quedar de perfil. Alrededor del óvalo aparecieron unos filamentos como patas de insecto que se asomaban y se movían sin llegar a tocar a la cabeza del animal del centro. Gillian estuvo a punto de gritar pero lo que casi fue un grito se transformó en lágrimas. Un llanto que no hacía sino acompañar un estado de alegría que no tenía parangón con ningún momento de toda su vida.

Tres semanas se sucedieron tan rápidamente que parecieron encajar entre un sol y una noche. Se hospedaron en la casa de John hasta que la limpieza terminara en el hogar de Samantha. Un tiempo excesivamente largo se comprimió en la mente de John y la escritora. Nuevos recuerdos afloraron y un sinnúmero de experiencias engrosaron las historias de ambos. Samantha sabía que en algún lugar del tiempo ella había escrito Oda a mi soledad. Incluso había páginas web y libros impresos que no desmentían esa certeza. También había escrito un segundo libro, Puerta a la superación individual. Aún así, con todas esas pruebas, ese material que le había dado parte de su fortuna, no se podía hallar más lejos de la obra con que Samantha había entrado en el salón de la fama de los escritores de Pearce Valley.

Una vida en la casa de Corin y Theroy, era en verdad el título del que Samantha se sentía verdadera hacedora. Los otros dos, los vivía como apócrifos de una vida paralela en la que había estado viviendo durante algún tiempo. Era extraño pero se sentía como si hubiera despertado de un sueño para caer en otro, uno de esos sueños de cajas chinas de los que al final uno despierta a tiempo para ver por un instante cómo la fragilidad de la realidad iguala a las fantasías esculpidas por una mente que desborda a su dueño. Esa mañana había despertado con la sensación de haber estado durmiendo por años. Le costó trabajo recordar en qué día se encontraba y hasta cuál era su apellido. Lo tuvo que repetir un par de veces para recuperar esa pertenencia familiar. Se miró al espejo y las líneas de la almohada le bajaban por el costado izquierdo de su rostro. Tenía los ojos hinchados y los labios secos. Bebió casi un litro de agua de una sola vez. Llevaba puesta una musculosa y unas bragas azules que le había regalado Dixie las navidades pasadas. ¡Oh, Dixie!, miró la fecha en el calendario de su celular. Tres semanas desde el incidente en su hogar y tres semanas desde que Dixie había ingresado en el hospital y no sabía nada nuevo de ella. ¿Qué he estado haciend...

Por supuesto. Dos días después del baño de sangre en su casa, Dixie se había recuperado bastante. A pesar de haber perdido la visión de un ojo, no parecía desalentarse en cuanto a sus proyectos con el circo de granja. Había pasado una semana con ella y después se había hospedado en casa de John para planear cuáles serían los siguientes pasos con el portal a mil novecientos ochenta y cinco. Un portal que tenía un guardián muy particular. John además de ser profesor de filosofía y letras era físico y desde aquel famoso incidente de sangre en el restaurante que terminó con los días del Y/Z en la esquina de Corin y Theroy, John se había especializado en mecánica cuántica y tenía un master en astrofísica. Toda una eminencia en la Universidad de Pearce's Valley. John había publicado decenas de artículos con la editorial de la universidad y había sacado el libro aclamado por la crítica El universo entre los universos, donde desarrollaba la teoría de que entre un plano de la realidad y otra existe un mundo cargado de seres que provocan cambios en ambos universos y a veces pueden ingresar al nuestro por motivos que escapan a nuestro entendimiento moldeado por un número limitado de dimensiones y aún más por el modo en que hemos adquirido el conocimiento. El guardián del portal era una de esos seres y su alimento preferido era cualquier cosa que proviniera de las dos realidades. Había llegado allí siguiendo el aroma que los billetes dejaban entrar en el universo del medio donde él existía. Y luego, el accidente con el jarrón y el gato le había otorgado una panorámica más amplia de las criaturas que habitaban los dos tiempos que se habían cruzado para luego moverse en un curso paralelo sin más inconveniente que el de volver más compleja la mente para aceptar los cambios en las dos realidades.

—Hay una simultaneidad en las causas y efectos de los dos tiempos —explicó John mientras Samantha oteaba el jardín del hogar del hogar del físico filósofo, deteniéndose en la fuente de agua que dominaba el centro de una vegetación de escasa estatura—, sin que necesariamente lo que ocurre antes excluya los sucesos actuales que se produjeron gracias a una diferente cadena de eventos del pasado.

—¿Es decir? —preguntó Samantha.

—Se forman dos realidades con sus causas y efectos percibidas en el plano mental individual y colectivo sin que una anule a la otra. Esto nos brinda nuevos datos sobre la naturaleza de la consciencia y sus zonas inexploradas.

Después de un silencio largo, mientras John mantenía un monótono ruido presionando las teclas de su laptop, Samantha suspiró y se rascó la barbilla.

—Dixie está melancólica —dijo en voz baja, como si pretendiera hablar consigo misma—. Dijo que extraña lo que éramos en el otro tiempo.

—No hay otro tiempo —dijo John—. El tiempo al que se refiere Dixie está ocurriendo ahora mismo. El problema radica en el plano físico. Digamos que este es de una versión más vieja, cuyo procesador no puede soportar la simultaneidad bidimensional que la mente no tiene problema en aceptar.

Túneles Blancos - Capítulo 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora