Capítulo 25

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Pearce's Valley era una ciudad de ríos, y de lagos y de pronunciadas depresiones de terrenos. La cadena montañosa de Los Volcanes se extiendía a lo largo de la costa oeste de los Estados del Norte, desde los Países Americanos hasta antes de la península de hielo en el extremo norte. Desde la ciudad, uno no alcanzaba a ver las grandes montañas de la cordillera, pero sí cerros y colinas que los excursionistas elegían para realizar escaladas o entrenamientos duros en vistas a diferentes competencias deportivas. Pearce's Valley estaba ubicada entre cuatro de esas colinas, y a veinte kilómetros del cerro Buena Vista. Pero también la ciudad estaba atravesada por dos ríos. Uno que corría de norte a sur, ubicado al este de la ciudad y el otro que bordeaba la autopista doce que conectaba a la ciudad con el entramado de carreteras principales hacia los diferentes puntos de los Estados del Norte. Este último río alimentaba el lago Hulian, que es uno de los principales puntos turísticos de la ciudad. Principalmente en verano, por la pequeña pero soberbia playa y los chalets de descanso con vista al lago que siempre estaban reservados con dos años de anticipación. Era lo que había pensado hacer Sal Whitman antes de volver a cruzar las puertas de la agencia de publicidad Sforda después de regresar a la vida y a una segunda oportunidad en el mundo de los vivos. Pero entonces ocurrió lo de quedarse dormido y lo del suicidio de su vecino de cubículo en la empresa y Sal comprendió que los dos universos no podían existir al mismo tiempo sin que uno intentara destruir al otro. Claro, cuando accedía al reino que la criatura del portal había dispuesto para él en los túneles blancos, no hubiese existido existencialista o pesimista que convenciera a Sal de que la dosis de sufrimiento opacaba los escasos buenos momentos que uno podría encontrar a lo largo del tiempo que le tocaba estar aquí, y que ni aún esos pocos hacían valer la pena tanta espera absurda. Pero como tenía que cumplir con el ser que lo relegaba a una vida holgada y libertina con la que un hombre ingenuo anhela mientras está soportando los malos tratos corrientes y el hastío de un trabajo común, Sal tenía que volver a la vigilia para que el ser del portal pudiera encontrar nuevos horizontes hacia los que extender sus autopistas mentales o sus túneles blancos, dependiendo del ángulo del que se los viera. Pero cuando Sal entendió que no todos las mentes estaban preparadas para sobrellevar el trato con aquella entidad que se instalaba en el universo psíquico de uno y manipulaba el mismo de una manera en que uno terminaba sintiéndose un completo inútil por haber cargado con una caja de herramientas tan espectacular de las que solo había ocupado aquellas que le fuesen útiles para las mundanas tareas, abandonó la agencia sin decirle nada a nadie y su nuevo departamento, sin dejar tampoco la más mínima señal de dónde había decidido ir. Ya que cuando salió, tampoco lo sabía a ciencia cierta. Había esperado en su departamento a que oscureciera sin contestar a ninguna de las llamadas del teléfono que no paraba de sonar, con las luces apagadas, cuando una pareja de policías llegó ante la puerta de su apartamento y estuvo media hora tocando el timbre y golpeando. Seguramente necesitaban hacerle algunas preguntas acerca de otro suicidio, que se había vuelto el modo más habitual de cesar con la vida en todo el mundo. Sal no quería saber nada del asunto. El hombre estaba muerto y era porque había visto al ser del portal o se había arrepentido de entregarle el control de su universo mental. ¿Qué importancia tenía hablar de eso con esos policías? O lo tomarían por un demente y alguien inventaría que su cerebro se había licuado en ese viaje por el tiempo, o añadirían a la ignorancia general, que tanto él como Polson y Feraud estaban juntos en eso de acabar con el orden mundial introduciendo un alien invisible que había dañado el funcionamiento del tiempo y de la realidad. Ninguna perspectiva era buena. Además Sal, para el momento en que los policías se cansaron y se marcharon, había entrevisto un destino dentro de su perturbada mente compartida. Se cambió la ropa de trabajo por una más cómoda. Remera y bermudas. Zapatillas deportivas y una mochila en la que metió un empanedado de queso y bondiolay una botella de agua helada. No sabía para qué iba a necesitar provisiones durante el camino pero lo hizo de todas formas. También puso el libro de John Feraud, Encuentro cercano con el ser del portal con la fotografía del exdoctor en física. Sal sabía que ese pasado había cambiado en la dimensión espacio-temporal normal junto con otras cosas que había decidido mejor no averiguar. Metió en su billetera todo el dinero del que disponía en ese momento en su apartamento. Unos cuantos miles de dólares, cortesía de la agencia Sforda como un regalo de bienvenida y además contaba con unas tarjetas de crédito a su nombre. Unas nuevas, de ese milenio. Salió de su apartamento y caminó en dirección sur, siguiendo el punto del GPS de su nuevo celular. Un ícono rojo estaba parpadeando sobre el lago Hulian. Sal pensaba que allí encontraría un lugar en el que podía estar alejado de la gente que vivía en el radio en que la criatura podría visitarlos cuando él roncara como había hecho en la agencia Sforda. Pero también sabía otra cosa, pero esta no la pensaba. Era mejor no pensarla y mantenerla bajo llave hasta que llegara el momento. Durante la noche, la temperatura había bajado lo suficiente como para que los pocos que estaban en el lago emigraran en busca del calor del hogar o de algún bar. Sal había buscado un sitio desde el que no pudiera entrever ninguna forma humana. Sentía cómo el sueño le llenaba la cabeza de imágenes sin sentido que se sucedían como explosiones aisladas que lo asaltaban constantemente mientras andaba. En parte había ido caminando para evitar dormirse en un vehículo mientras lo conducía o lo llevaban. Pero mover los músculos cuando el cuerpo pedía dormir era un esfuerzo de Atlas. Halló un lugar en un puentecito de madera que cruzaba un estrecho arroyo que derivaba de uno de los afluentes del río con el que el lago se alimentaba. No le interesaba la parte superior del puente sino el sitio que había debajo de él, donde la Luna iluminaba solo la mitad mientras la otra estaba sumida en la oscuridad. Se sentó con la cabeza tocando la parte inferior de la superficie del puente y la espalda encorvada entre la tierra y una base hecha de bloques de roca húmeda. Olía a barro y a la brisa agridulce del lago. Las ranas mantenían su conversación encriptada a su alrededor y el rumor débil de unas voces le hizo sacar la cabeza para ver si alguien se aproximaba. Nadie. En esa parte del lago pocos tenían algo que ver, y menos a esas horas. Suspiró y lo primero que pensó fue qué diablos estaba haciendo allí. Por supuesto, la parte de la idea que se había mantenido dentro de la bolsa durante el viaje. Tenía que desaparecer. Tenía que hacerlo de una u otra manera. Mejor si desaparecía en el aislamiento. Quien sabía si la muerte funcionaba igual con él que con todos, después de que la criatura del portal habitara en el universo que cargaba consigo. Pensó en el hombre y por primera vez lo vio como una incógnita que existía entre dimensiones que apenas lograba ver durante toda su corta vida si es que siquiera esa posibilidad le estaba reservada. Pensó en el mundo que le esperaba allí dentro y que la criatura le había facilitado con una eficacia que ni él mismo hubiese creído nunca capaz de manejar, ni siquiera si un sabio de la montaña de trescientos años de edad se lo hubiera dicho. Sal Whitman, un vendedor de publicidad, un estratega del marketing, un entendido en los negocios de la vanguardia de cualquier producto del mercado, había sido acreedor de un secreto que casi ningún mortal poseía o si lo hacía, tal vez lo asumía como la gratuidad de una fantasía personal. Sin embargo, no estaba seguro de querer tener ese secreto. Claro, podía ver otras cosas, como si alguien abriera una nueva puerta en su interior para mostrarle que siempre había tenido un hermoso patio trasero en su casa que nunca había usado, pero en definitiva seguía siendo el mismo ser enclenque, que siempre había andado con los ojos vendados por las mismas archiconocidas habitaciones. Y sino fuera por el ser del portal no podría moverse por el universo del interior con la misma habilidad que lo hacía. Sal pensó en lo que había allí. Ninguna de las reglas del mundo externo se podía aplicar en ese mundo si uno no quería. Las reglas postuladas por los físicos, los matemáticos y los demás expertos en la medición y la predicción del funcionamiento de la dimensión espacio-temporal. Sal Whitman vivía como un monarca, con sus mujeres, las sucursales de su compañía por todo el mundo, las propiedades en lugares que de este lado de la frontera hubiesen sido parte de alguna reserva federal o patrimonio colectivo. Pero eso no era todo. Lo más fantástico era ir descubriendo cómo las pequeñas cosas de ese universo iban tomando más peso y consistencia. Como el aire que al principio casi era imperceptible, ahora llegaba cargado de aromas y temperatura. Que el agua que casi no mojaba, ahora permanecía más tiempo en su piel y su ropa, como en el mundo exterior. Que el sabor de la comida empezaba a diferenciarse mientras más platos probaba en ese universo. Que el sexo duraba lo que el deseo pedía. Eso era mejor que en el mundo exterior, e incluso en su universo personal, las mujeres lo agradecían mucho. En las pequeñas cosas, el universo de adentro se iba pareciendo más al otro, y en las demás cosas lo superaba sin que él ni nadie lo pudiese negar. Y en los momentos de mayor disfrute, Sal Whitman pensaba que había hecho el mejor trato de su vida dentro del túnel del portal.

Túneles Blancos - Capítulo 1Where stories live. Discover now