64

2.1K 286 220
                                    

54 días después

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

54 días después.


Quería creer. Quería creer con esa ansía que confiere la esperanza a aquellos que han sido derrotados, ese último respiro, una palabra que revitaliza los sentidos, un golpe duro en el pecho que vivifica. Necesitaba aferrarse a esos latidos de su corazón que intentaban decirle algo, asirse a las promesas que hizo y proteger a esa alma inocente que se le encomendó librar de la podredumbre a su alrededor. Sebastián llevaba más de quince minutos sumergido en la monstruosidad del mar, avanzó y avanzó hasta que sus pies dejaron de sentir la suavidad de la arena, luchó, pero fue inevitable, volvía, siempre volvía a esos recuerdos; aquel día que cedió ante las exigencias de su cuerpo, de sus sentimientos, de sus emociones, también se había sumergido en las profundidades de la salada y fría agua del océano. Salvador había intentado salvarlo aquella vez y lo salvó, no de la forma que intentó, ahí los papeles se invirtieron, pero ese día le hizo honor a su nombre y lo salvó. En aquellos días, Sebastián no dejaba de hundirse fuera del mar, su ahogo era por emociones aversivas que le quitaban el sueño, el aliento y la tranquilidad, Salvador lo había hecho respirar de nuevo con normalidad, alejó las pesadillas y revivió la entereza que destruyeron en él, lo salvó.

Una ola lo sumergió más allá de lo sensato, Sebastián permaneció inerte en la abrumadora enormidad en la que deseaba perderse. Los latidos de su corazón le llamaron cobarde a gritos, los ojos de Isabela lo miraron con decepción y reproche, se debatió entre la sensatez y la tranquilidad, ambas argumentaron y el deseó que la tranquilidad ganara, sin embargo, la sensatez mostró su contundencia y lo abofeteó sin piedad. Él se rindió y cedió ante la ganadora, movió sus brazos y sus piernas y salió a flote. Los rayos del sol impactaron en su rostro, sus pulmones volvieron a llenarse de aire y se aferró a la esperanza con la que fue seducido para salir a la superficie «He cumplido mis promesas y sigo luchando», qué cerca estuvo de convertirse en un cobarde mentiroso.

Nadó hacia la orilla, una ola lo acometió y, sumergiéndose, dejó que lo arrastrara de vuelta a tierra firme. Sebastián volvió a salir a la superficie y ahora que estaba más cerca de la orilla pudo reconocer a la mujer que lo esperaba nerviosa e impaciente, su hermana miraba hacia él mientras el agua salda golpeaba contra sus pies; Sebastián nadó un tramo más hasta que sus pies pudieron sentir la arena de nueva cuenta y corrió hacia Denisse. Ella lo abrazó con tanta fuerza que él sintió ahogarse, no lo soltó en un buen rato.

—Idiota, ¿qué acaso quieres morirte? —le reprochó ella, sin soltarlo.

Sebastián se aferró a su hermana y no respondió, prefirió no responder.

—¿Dónde está la niña? —preguntó él y aspiró el aroma de su hermana, sintió su corazón latir acelerado contra su pecho.

—Dentro de la casa, Karla se ha quedado jugando con ella —respondió y lo apretó con más fuerza.

—Vas a asfixiarme —se quejó Sebastián y rio.

A Denisse todavía le costaba creer que esto fuese real, sentía su cuerpo pesado y su respiración anormal, creía que estaba en un sueño profundo e inducido y que en cualquier momento la despertarían y volvería a la siniestra realidad que vivía hasta ayer. Ella soltó a su hermano y retrocedió un paso para verlo a la cara, se encontró con esa sonrisa cínica y provocadora que lo caracterizaba, sus ojos amielados brillaron por el reflejo del sol, estaba más flaco de lo normal, necesitaba un corte de cabello con urgencia y había algo en su mirada que cambió, pero era él, era su hermano, era Sebastián frente ella.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora