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34 días después

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34 días después.


Despertar con Salvador a su lado era algo a lo que podría acostumbrarse sin ningún problema, pensó Sebastián cuando abrió los ojos y lo contempló ahí, tan frágil, tan cabrón, tan bonito, no, bonito no era la palabra, guapo, sí, Salvador era guapo, no era bonito, pero era guapo; con sus ojos verdes tan profundos como la sierra en la que estuvieron recluidos y esa sonrisa chueca, joder con esa sonrisa chueca que Salvador parecía contener cada que destellos de felicidad y gracia amenazaban con salir, y ese pecho tan firme y tan duro que aquella noche le había servido como un comodín de sus sueños y pesadillas, esa espalda fuerte y definida que solo terminaba con ese trasero criminal de bonito en el que añoraba perderse, ese trasero sí que no podía definirse con otra palabra que no fuese bonito, y qué decir de esas manos, lo que Salvador era capaz de hacer con esas manos, apenas lo había descubierto hace algunos días y ya se estaba convirtiendo en un vicio.

«Maldita sea contigo Sebastián Meléndez, maldita sea, es que en verdad no aprendes» Se reprendió a sí mismo en sus pensamientos «aquí estás otra vez, dejándote llevar por las pasiones, por los deseos insensatos, siendo tan débil como lo fuiste con el profesor, con el fotógrafo, con el arquitecto y ahora, compartiendo cama con el hijo del hombre que pensó en asesinarte, ¡ah qué desmadre! Maldito y bendito sexo que todo lo arruina y todo lo mejora» Sebastián seguía regañándose en silencio cuando Salvador despertó y se incorporó, lo vio y le sonrió y Sebastián maldijo en sus adentros. Sin esperarlo, Salvador se le echó encima, ambos sonrieron y se miraron con incredulidad, aún no podían asimilar del todo la relación que habían iniciado, mirándose los dos se hacían la misma pregunta sin emitir palabras «¿cómo llegamos hasta aquí» Salvador quiso comprobar que no soñaba y comenzó a besarlo, en los labios, en el cuello y bajó a zonas en las que a Sebastián no le quedó de otra más que seguir con sus maldiciones.

—El último que llegue al mar es un huevo podrido —dijo Salvador y dejó a medias lo que hacía, aún tenía el sabor de Sebastián entre sus labios cuando corrió desnudo hacia la playa.

Sebastián ahogó un sollozo, se incorporó con dificultad y corrió tras él con el bóxer puesto a medias.

—¿Acaso estás loco, Salvador Arriaga? —gritó Sebastián mientras corría detrás de él y observaba a plenitud el panorama de sus maldiciones y reproches.

—Por supuesto que estoy loco, ¿apenas te das cuenta? —dijo Salvador dándose la vuelta.

Salvador era ya un hombre hecho y derecho, pero en ocasiones, Sebastián tenía la sensación de que su compañero de desgracias actuaba como un niño, como si viviese algo que en su niñez no había podido experimentar.

—Eres un cabrón —le dijo Sebastián, ante lo que veían sus ojos terminó mordiéndose los labios.

—Vamos Sebastián, deja la vergüenza de lado que yo ya te conozco hasta las pinches anginas —Salvador se dio la vuelta y siguió su camino hacia el mar.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora