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40 días después

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40 días después.


En treinta y dosaños de vida pocas fueron las veces en que Manuel Arriaga había llorado, creció en un ambiente hostil en el que aprendió que la violencia era la única respuesta. Llorar era de débiles, de maricones, un hombre que lloraba jamás podría ser un líder; ese pensamiento se incrustó en su cabeza desde que tenía siete años y así, con la idea de que la crueldad lo haría invencible, se convirtió en el hombre que ahora era, el impasible, el asesino.

Manuel jamás olvidaría la primera vez que logró la aprobación de su padre, aquella noche que consiguió que los labios del Chepe Arriaga se curvaran en una sonrisa, en ese entonces tenía ocho años y llevaba tres días internado en la profundidad del bosque junto a su padre y otros hombres que ya no lograba recordar quiénes eran, transcurría el mes de diciembre o tal vez era enero, la fecha exacta tampoco la tenía presente, solo recordaba que el frío le mordía la piel y hacía que sus dientes titiritaran.

Ese día, caminaron como ningún otro a pesar del adverso clima, Manuel ya no sentía los dedos de las manos y eso dificultaba aún más que pudiese llevar el rifle, firme y en alto, tal y como su padre se lo había enseñado. La cacería era el principal pasatiempo del Chepe Arriaga, que cuando no cazaba hombres se conformaba con animales. No era la primera vez que Manuel acompañaba a su padre, desde que tenía cinco años aprendió lo que era cazar, pero aquella vez el líder del cartel del norte se encontraba con un humor de los mil demonios, llevaban tres días en la garganta de la sierra madre occidental y ni siquiera una ardilla tenían en su botín, la comida se terminaba y pronto tendrían que regresar.

La última noche en los bosques de la sierra, los hombres que los acompañaban se pusieron una borrachera de esas con las que se olvida hasta el nombre, el Chepe que pocas veces se daba por vencido, dejó a sus amigos de lado y se llevó a Manuel consigo, él no se iría con las manos vacías. El hombre y el niño siguieron internándose en las entrañas del bosque, Manuel ya no sabía si temblaba a causa del frío que le quemaba hasta los huesos o por el miedo que respiraba a cada paso que daba y que ocasionaba que lo único que podía oír fuese su corazón que latía sin control.

Aquella fue la noche en que Manuel se convirtió en hombre, su padre le dijo esas palabras mientras lo abrazaba y él jamás las olvidó. Los grillos cantaban al unísono e invitaban a los hombres a ser valientes, la oscuridad había unido a la tierra y al cielo y el hijo y el padre caminaban entre pequeñas estrellas que prendían y apagaban a su alrededor; aquel era un andar contradictorio, por momentos, Manuel sentía que el miedo lo paralizaba, pero luego, los señores grillos, las diminutas estrellas y su padre detrás cuidándole las espaldas, lo convertían en el ser más valiente del mundo.

De un momento a otro, Manuel había perdido la noción del tiempo y comenzó a tener la sensación de que caminaba en un túnel eterno, sin retorno; el cantar de los grillos dejó de inspirarle valor y las estrellas intermitentes dejaron de parecerle hermosas, se convirtieron en pequeños demonios que lo conducían junto a su padre a ese lugar del que alguna vez oyó hablar a los adultos, un lugar tétrico, lleno de maldad y miseria al que su padre dijo que iría al final de sus días, un lugar al que llamaban el infierno. Manuel se detuvo cuando dejó de escuchar los pasos de su padre a sus espaldas, pero fue un aullido, siniestro y amenazante, lo que lo dejó paralizado por completo; el sonido se metió por su oído y retumbó en su tímpano, su sangre terminó de congelarse y sus ojos se encontraron de frente con unas estrellas que brillaron de una forma diferente a las que los habían acompañado durante todo el camino.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora