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Ese día

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Ese día.


Recuperó la consciencia cuando a lo lejos escuchó el ulular de un búho, toda su vida había asociado ese sonido a la desgracia «cuando el tecolote canta, el hombre muere» decía aquel viejo refrán, Salvador tocó con ambas manos su rostro y sintió como el aire salía por sus fosas nasales, bajó de la cara al pecho y pudo percibir los latidos de su corazón; su estómago, aunque de forma lenta y poco constante, subía y bajaba como el globo de un niño que juega a inflarlo y desinflarlo, estaba vivo. Poco a poco fue siendo consciente de su cuerpo y de las sensaciones que este desprendía, tenía dolor, un dolor que clamaba ser atendido; sentía que la cabeza estaba a punto de explotarle, quiso enderezarse, pero fue como si alguien le estuviera magullando las costillas así que desistió, no ayudaba nada la posición en la que se encontraba. Pudo mover la pierna derecha sin ningún problema, sin embargo, la izquierda se quedó inmóvil, algo estaba haciendo presión sobre ella y ya no sentía que la sangre le estuviese circulando por esa extremidad.

Temblaba, era como si estuviera desnudo en medio del polo norte y la sensación de que le habían hecho más de mil cortes en el cuerpo no lo abandonaba, tomó un largo respiro y luego cerró los ojos «Salvador Arriaga, el hombre que debería estar muerto, pero no lo está, una bomba debió hacerme mil pedazos, pero no fue así, la muerte que ese tecolote anunciaba no fue la mía» pensó aún con los ojos cerrados. Despacio, levantó los parpados para que su visión le ayudara a entender en dónde se encontraba: estaba dentro de un carro y ese carro estaba perdido en la oscuridad y rodeado de árboles, hace horas que había perdido el conocimiento, cómo había llegado hasta ahí.

Recuerdos vagos comenzaron a llegar a su mente: un chico que era escoltado por dos hombres desde el fondo de los calabozos, ese mismo chico viéndolo con duda y expectación, luego, aquel chico sentado frente a él, miradas de complicidad, disparos y gritos, la bomba al ser quitada de su estómago, él que caía al suelo, una mano ayudándolo a levantarse, él que salía de esa casa apoyándose en un hombro, él arriba de un carro, una explosión, el vehículo que abandonaba aquel lugar a gran velocidad, él perdiendo el conocimiento, Sebastián Meléndez salvando su vida.

La revelación instantánea de lo que pasó hizo que sus cinco sentidos se pusieran alerta, la boca le sabía a sangre, el ambiente olía a humedad y a bosque, los grillos no dejaban de hacer su característico sonido y el cielo estaba tan negro y despejado que se podía ver a las estrellas brillar en su máximo esplendor. Extendió su mano derecha y se apoyó en tablero del coche para poderse enderezar, gimió ante el dolor que le causó el realizar ese movimiento, a pesar de eso lo logró y, cuando pudo enderezar su cuerpo, lo vio, aquel chico que le había salvado la vida estaba en el asiento del conductor: inconsciente, inmóvil y con mucha sangre en su ropa y su cuerpo, no estaba seguro si aún respiraba.

Logró enderezarse por completo y, entonces, entendió lo que pasaba; en algún momento ese chico debió perder el control del vehículo y se impactó contra el tronco de un árbol de mediana altura y, parte de este, cayó sobre el cofre del carro. Era por eso que no podía mover la pierna izquierda, estaba aprensada. Soportó el dolor que lo torturaba, se volteó de lado y alcanzó la mano del hombre al que le debía la vida, en sus adentros pidió que lo que ese viejo refrán decía, fueran solo patrañas y que la muerte del que estaba a su lado no fuera lo que el tecolote anunciaba. Salvador puso sus dedos en la muñeca del muchacho, esperó alrededor de diez segundos hasta que pudo sentir el pulso de su compañero de desgracias, también estaba vivo.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora