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Iris

–El doctor dijo que está todo bien –eso le había dicho a Bethanie, mi mejor amiga, cuando llegué a su casa esa misma noche.

Si bien no era buena mintiendo antes del accidente, actualmente no era complicado. Convencerla no fue tan difícil. Ser ciega traía sus beneficios de vez en cuando. Antes del accidente, cuando decía algo que no era para nada cierto, no podía mirar el rostro de la persona a la cual le estaba mintiendo, rodaba los ojos y me picaban tanto que debía ponerme saquitos de té sobre ellos por media hora para calmar la comezón. Pero ahora que parpadeaba de vez en cuando y no podía mirar a nadie que me intimidara, mentir se había vuelto tan fácil como leer.

Para el momento que estaba hablando con Ridge, mi teléfono celular vibró en mis manos y una electrónica voz similar a la de Siri leyó el mensaje de mi padre. Era fascinante si te ponías a pensarlo. Cuando me despedí de Ridge, sus labios tocaron mi mejilla y dejó que partiera, evitando los comentarios sarcásticos que siempre hacía. No esperé a que saliera, yo sólo me moví por los pasillos transitados con mi bastón en mano; los estudiantes hablando de sus planes para el próximo fin de semana o lo tortuosa que había sido su clase anterior. Todos ellos, para mi suerte, se movían o evitaban murmurar cuando pasaba junto a ellos.

Me detuve en seco cuando recordé que cierta persona podía seguir en los baños de damas. ¿Sería raro? Sí. ¿Algo nuevo para una persona como Ridge Hamilton? Posiblemente no. El chico hacía lo que se le daba la gana, con quién quisiera y en el primer lugar que tuviese poca luz. Verlo salir de allí sólo haría que las chicas sonrieran y se sonrojaran. Y él les guiñaría un ojo, dándoles a entender que lo hizo en el baño de mujeres con la afortunada de la semana. Si supieran con quién se encontraba y que, además, solamente estaba charlando cuando pudo aprovecharse de mí, todo el mundo no podría creerlo. Se agarrarían el estómago y, entre risas, dirían: ¿Qué? ¿Con la ciega? No puedo creerlo.

Sacando esos pensamientos de mi cabeza, dejé que la recepcionista, Cathy, me guiara al coche de mi padre diez minutos después, tal como me había dicho. El pobre de papá tuvo que vender su BMW y comprarse un Fiat Palio Fire MY14 usado para poder pagar mis medicamentos, estudios médicos y mi estadía en el hospital cuando estuve en coma. También el funeral de Lena y abogados –cuyo propósito desconocía y, según ellos, nunca lo sabría porque era mejor de ese modo. Mi padre besó mi sien en cuanto me subí al coche y giró la llave antes de partir rumbo al hospital. Pasé el cinturón por mi pecho y lo trabé, por miedo a que tuviéramos un choque o algo parecido. Me preguntó cómo había estado mi día y, luego, caímos en el silencio. Él se abstenía a manejar con cuidado, no tan rápido como solía hacer hacía unos meses atrás mientras que yo descansaba mi cabeza contra el frío vidrio de la ventana.

Tarareé por lo bajo Heart by Heart, una de las canciones que más me gustaban de Demi Lovato. El volumen de la radio estaba bajo, por lo que podía escuchar el ruido de las ruedas contra el cemento y las piedritas que chocaban contra el parabrisas o el capot. Sabía que a papá no le gustaban estas canciones y las radios, donde hablaban sin parar de las parejas famosas. Por esa misma razón, le propuse escuchar un viejo CD suyo de Guns n' Roses.

Ain't going down, sonaba por los parlantes. La voz del vocalista se escuchaba fuerte, como si estuviese dando lo mejor de él. Si veía un video en el que enfocaban al cantante muy de cerca, lo más probable era que las venas en su cuello estuvieran a punto de explotar. Mi padre tamborileaba los dedos sobre el volante, cantando en voz baja para tranquilizarme un poco. –Instigate a simple life, and who's to say what's black or white –murmuraba, imitando al vocalista si bien mi papá desafinaba–. Just because you're curious?

Una forma de calmarme cuando viajábamos desde casa hasta el hospital, era dándome algo con qué mantenerme ocupada. Por ese motivo, cuando nos detuvimos en la gasolinera, me acerqué al quiosco lo más rápido que pude para no tomar frío y enfermarme. Compré algunas donas de chocolates y otras con glasé de frutilla y bolitas de colores sobre éste. La mujer que me atendió fue muy amable y servicial al nombrarme cada uno de sus productos y describirlos. Ambos masticamos en silencio, deteniéndonos a separar el vasito de chocolate caliente –el mío con canela extra, obviamente– de nuestras piernas para llevarlo a nuestros labios. Mis padres solían decir que, si seguía comiendo tantos dulces, sería una bola de chocolate para cuando estuviera en la universidad y que deberían rodarme desde casa hasta la escuela y viceversa. Pero no podía dejar el chocolate. Era la única comida que me ponía de buen humor, que me hacía querer dar tres vueltas a la cancha de fútbol americano. Lo que hacía que fuera menos difícil ir a mis sesiones médicas.

Ending Secrets © (Secrets #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora