53

1.1K 82 0
                                    

Iris

Hay momentos en tu vida que te definen, que te marcan. Ninguno de nosotros somos capaces de decidir cuáles son esos, si lo harán para bien o para mal. No era una elección que pudiéramos hacer porque, si lo hiciéramos, el dolor no existiría en absoluto. Sería algo viejo y poco conocido para el mundo, casi inexistente. Si el dolor pudiera ser controlado, previsto, nadie sería infeliz ni sentiría un vacío en el centro de su pecho. No habría sufrimiento ni malestar emocional.

Aunque, ¿hasta qué punto puede uno tener todo bajo control?

El ser humano no es Dios, no decide quién se queda y quién se va. No mueve las fichas de la vida porque cree que de la manera que él lo eligió va a hacer del mundo un lugar mejor. El control tampoco es algo que podamos poseer y mantener todo el tiempo, cada día de tu vida, segundo a segundo. Y sí, para mí, no tener dominio sobre todo, que las cosas estuvieran fuera de control, significaba que las cosas podían salir mal. En todo caso, si lo hacían estando yo a cargo de ellas, tendría a alguien a quién culpar.

Asimismo, no había forma de que fuéramos incapaces de sentir dolor si bien pudiéramos prever lo que iba a ocurrir. Prever no significaba cambiar, por lo que, por más que supieras que tu helado caería sobre tu camiseta favorita, no podrías cambiarlo. El destino es el destino, y nadie puede modificarlo. Éste es el poder sobrenatural inevitable e ineludible –como había dicho– que guía a una persona a un fin no escogido o buscado. Ninguno de nosotros puede escapar de él, como ninguno puede engañar a la muerte.

Con esto entendía que nada ocurría al azar, que todo tenía una causa, una razón para que los hechos tomaran lugar. Los acontecimientos no surgían de la nada, estaban predestinados. Entonces, si mi hermana no hubiese muerto salvándome, lo habría hecho de otra forma, en otro momento, de manera distinta y por otro motivo. No podía culparme a mí misma por algo que ninguna de nosotras había planeado y, sin duda, no podía estar resentida con ella por el resto de mi vida cuando sólo pensó en mí y en mi vida.

Si lo que decía eran cosas sin sentido –algo que era muy probable y más que posible–, debía odiarme a mí misma por el resto de mi vida. Lena no lo habría querido así, pero ella ya no estaba allí conmigo y eso era en lo único que podía pensar las veinticuatro horas del día. No en nuestros días juntas, nuestras pijamadas o caminatas nocturnas cuando alguna estaba triste, en el último verano juntas. Ni siquiera en la sonrisa que apareció en su rostro al enterarse que sería tía.

Eso era pasado, un pasado que no quería recordar y planeaba enterrar en una pequeña parte de mi mente. Podía cambiar mi nombre, contar una vida totalmente diferente a la hora de contestarle a alguien. Dios, podía decir que era hija única, que mis padres eran personas geniales (si bien eso era mitad verdad), y que todo en mi vida había salido bien y como lo había planeado. Que no hubo ningún accidente, que había nacido ciega pero era soportable porque no conocía otra visión del mundo cuando en realidad lo padecía cada segundo del día.

Mentiras, mentiras y más mentiras.

Las personas verían a una chica alegre, con la vida perfecta e increíblemente agradable. Olvidarían a Iris O' Donnell, la chica de diecisiete años que estuvo en un accidente y cayó en coma, que perdió a su hermana e hijo y que en un momento de locura actuó sin pensar, acusando a su ex novio de ser el asesino y responsable de todo.

Pero, de todos modos, ¿quién me aseguraba eso? Nadie podía prometerme una vida sin las cámaras corriendo detrás de mí con tal de saber la última noticia de mi vida, de mi progreso después de haber recuperado la memoria. Comenzarían los rumores sobre mi nuevo novio, sobre mi segundo intento de tener un hijo... Sería simplemente horrible. En algún momento incluso me preguntarían por Ridge, si lo había perdonado o planeaba no verlo nunca más.

Ending Secrets © (Secrets #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora