"Tonterías".

Ivar partió a la capital tan pronto como pudo. Mientras más rápido se librara del obículo, más fácil y tranquila sería su travesía. Sus noches se habían convertido en insomnios y dolores de cabeza gracias a ella. La niña era una piedra en su zapato, un dolor en el cuello, una espina entre sus dedos.

―Lo prometido es una deuda ―mencionaba ella cada vez que ella se inmiscuía en sus sueños.

Ivar estaba cansado. El obículo se metía en sus sueños cada vez que se le presentaba la oportunidad, como si se sintiera con todo el derecho del mundo para atreverse a hacer semejante desfachatez. No solo debía lidiar con sus propios pensamientos, sino también con una niña caprichosa y molesta que no dejaba de repetirle que él debía despertarla.

El capitán soltó un suspiro. Tras arribar al puerto de la capital, pasó a tomarse un baño y arreglarse en su palacete antes de dirigirse frente a su majestad para darle el informe personalmente sobre la captura del pirata. Confiaba en que al monarca le encantaría oírlo en persona.

En el palacio, la corte le murmuraba al rey no colocar a un simple hombre como Ivar en un pedestal; no les agradaba que el eriante no fuera de cuna noble. Tachaban la reciente victoria de Ivar como algo que debió haberse llevado a cabo desde hacía mucho, era algo que el hombre debía enmendar sí o sí luego de su último viaje para compensar la negligencia. Incluso decían que no había mérito alguno en la captura, que había sido suerte.

Uno de estos hombres no perdió la oportunidad de mencionar a su contrincante, el capitán Zwain, y eso hizo que una noción llegara de manera espontánea a la mente de Ivar. Apareció como un zumbido del viento, como un recuerdo fugaz: ¿por qué el capitán Zwain había ido a informarle personalmente sobre su próxima partida cuando podría haber enviado a un eriante de rango inferior? ¿Por qué tomarse la molestia?

Todavía con la incertidumbre arraigada en su mente, intentó restarle importancia al asunto. Asumió que el hombre quería comprobar con sus propios ojos la nueva victoria. No había nada de qué preocuparse, ¡que su contrincante se retorciera del disgusto ante sus constantes logros! Con el pecho hinchado de orgullo, Ivar volvió a la realidad.

El rey Krauss hacía oídos sordos ante los comentarios negativos. No tomaba en cuenta opiniones de terceros, aunque aparentaba hacerlo. Cuando encontraba interesante una situación, solo se limitaba a ver cuánta diversión podía obtener de ella, cuánto podía doblegar la voluntad de sus subordinados; e Ivar, en ese momento, era el centro de su entretenimiento.

―Buen trabajo, capitán ―dijo el rey por fin―. Siga así y llegará lejos.

—Muchas gracias, majestad —respondió él.

—Me gustaría tener unas palabras en privado con usted —añadió su majestad y, contra su voluntad, el resto de los presentes se marcharon.

Tras asegurarse de que solo el capitán pudiera escuchar, el rey susurró.

―Dime, Ivar, ¿no sientes nada? ¿Ni remordimiento ni nostalgia por tu decisión?

―En absoluto ―respondió el eriante con convicción.

―Cuando se ejecute al criminal, quedará demostrada su lealtad hacia la monarquía, hacia mí. Es lo que siempre quiso, ¿no es así? En ese momento será parte de nuestra familia. Será aceptado.

―Sí, majestad. La ejecución será en tres días.

El rey soltó una pequeña carcajada, incrédulo.

―¿Por qué la prisa? ¿Teme cambiar de opinión? ―preguntó, ladeando ligeramente la cabeza.

―No fue lo que quise decir ―se apresuró a aclarar Ivar, perplejo.

Cementerio de tormentas e ilusionesWhere stories live. Discover now