Algunos eriantes se apresuraron a soltar sus armas y retrocedieron para dejar la entrada principal libre, haciendo un camino pequeño en medio de la multitud para que pasaran los rebeldes. Otros se mantuvieron firmes en sus puestos, listos para luchar; entre estos estaba el teniente Kioba. Si él conocía al capitán como creía hacerlo, soltar su arma solo dispararía su enfado: la vida de un eriante no era más importante que el escape de casi una veintena de criminales. Además... estaba ese "algo" que intuía. Una voz diminuta en su mente le gritaba que era mejor no hacer nada.

―Pongan sus manos donde pueda verlas ―volvió a demandar el mismo hombre, su voz era áspera y su expresión se distorsionaba por la impaciencia. Apretaba con fuerza el brazo alrededor del cuerpo de Ivar.

―¡Ustedes! ―exclamó otro reo. Se acercó al líder y miró a un grupo en específico―. Suelten sus armas si no quieren que les entreguemos a su capitán en pedazos.

Por unos instantes, Kioba observó a su alrededor en busca de respuestas, de posibilidades que no lograba encontrar. Luego, volvió a toparse con la mirada de soslayo del capitán. Ivar seguía observándolo de la misma manera que antes, como si esperara una señal o alguna acción por parte del teniente, como si quisiera que entendiera sus verdaderas intenciones. Pero Kioba no sabía qué hacer. Quizá le estaba tendiendo una trampa para ver si tenía la destreza suficiente para adaptarse a la situación y crear un plan de inmediato. Debería mantenerse firme, seguro, pero la pequeña línea de sangre que comenzaba a brotar de la herida en cuello de Ivar le advertía que pocas eran las opciones a considerar. Tenía que ponerle fin al problema, y esperaba que su decisión fuese la correcta.

―Pueden asesinarlo si quieren. ―Kioba se armó de valor, empuñó su pistola de bolsillo con fuerza y apuntó hacia el líder de los criminales―. Pero de aquí nadie escapará.

―¡Estúpido! —exclamó uno de los reos―. ¿Planeas sacrificar a tu capitán?

Kioba tragó saliva, sin inmutarse.

―Es preferible morir antes que perder el honor. Ganar o morir, así de simple es esto. Si querían intimidarnos con este acto pobre, ha sido una terrible elección.

Ivar sonrió entonces. Y Kioba sintió que podía con todo, aunque en el fondo temía haber acelerado las cosas.

―Y ustedes, cobardes ―prosiguió el teniente—, ¿cómo se atreven a llamarse eriantes cuando ceden a esta situación? ¿Quién les ordenó tirar sus armas? ¿Obedecen a los reos o a nuestro capitán?

Dicho eso, Ivar tomó desprevenido a su opresor al propiciarle un fuerte pisotón en uno de los pies, haciendo que su enemigo perdiera el enfoque y logrando también aflojar el agarre que tenía alrededor de su cuerpo. Sin darle tiempo a reaccionar, el eriante lo golpeó rápido en el estómago con el codo. Se giró de inmediato para una lucha cuerpo a cuerpo y, tan pronto estuvo de frente, sus golpes alcanzaron distintas zonas. Planeaba seguir, pero un roce en uno de sus brazos lo desconcertó.

Kioba apareció para encargarse del prisionero que había intentado apuñalar a Ivar. Luego, el resto de eriantes se apresuraron a unirse al encuentro, luchando cuerpo a cuerpo con los rebeldes. Con tanta cercanía, las armas de fuego no funcionarían. Y las espadas podrían ser armas de doble filo.

Los eriantes controlaron la situación en no más de una hora, Ivar escupió saliva al suelo mientras se llevaba una de las manos a la zona herida, limpiando así la fina capa de sangre que escapaba. Cinco de los prisioneros estaban muertos a sus pies, el resto era escoltado de regreso a sus celdas.

―Ya ha sido suficiente juego por hoy ―declaró el capitán―. Saquen a estas alimañas de mi vista. No necesito personas desleales aquí ―ordenó, refiriéndose a sus subordinados que cedieron ante las órdenes de los criminales.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora