Acomodó su cabello y miró una de las puerta secundarias. Su corazón latía con fuerza dentro de su pecho, cada golpe un segundo más cerca de su objetivo. Sus manos se sentían ligeras, sus pies dolían con la necesidad de salir de allí. Una sonrisa comenzó a tirar de sus labios mientras la adrenalina se extendía por sus venas. Podía hacerlo. Solo unos minutos más, y las joyas estarían en sus manos.

Se puso de pie y corrió hacia la puerta más cercana, sus pasos apenas tocando el suelo, su cuerpo siempre bajo para mantenerse fuera de vista. Sus dedos rozaron la manecilla para abrir la puerta antes de deslizarse al otro lado y cerrara con la misma rapidez.

Miró la sala a su alrededor, vacía y ordenada. Cleo se enderezó, su cabeza en alto mientras intentaba no dejarse llevar por la impaciencia. Música, ese era el problema. Le gustaba actuar a solas y con sus auriculares puestos, el ritmo siendo suficiente para descargar su energía. Avanzó.

Con solo cinco años, su padre le había enseñado el arte de mover sus manos de un modo más ligero que el aleteo de una mariposa. Con diez robaba tiendas de souvenirs en museos cuando acompañaba a Leo Santorini a inspeccionar el terreno de su próximo trabajo. Con trece, su abuelo y su padre la habían acompañado para realizar su primer robo en una galería independiente. Con quince había besado el anillo de Remo Difaccio, capo de la familia Difaccio, jurando su respeto igual que cualquier Santorini a la mafia. Menos de un año después había hecho lo mismo con su hijo, Giorgio, el día de su boda para recordarle que la familia Santorini estaría si necesitaba alguna vez un favor sin sangre de por medio.

Que el mundo se inclinara, Cleopatra Las era capaz de cualquier cosa.

Había diseñado un vestido perfecto para el robo, cogido las huellas de una invitada y drogado a dicha chica para tomar su lugar, hecho lo necesario para asegurarse que todo funcionara. Desde sus zapatos hasta su cabello, había pensado cada detalles. Podía hacerlo. Llegar hasta el final. Era una ladrona profesional, su corazón más ligero que una pluma, su espíritu absolutamente en paz.

Sí, tal vez había buscado a Hermes la noche anterior. Que los dioses la juzgaran por desear un poco de sexo para relajarse, planificar un robo de ese calibre podía agotar mentalmente a cualquiera. Nada importante. Además, había querido encontrar su tatuaje. Era lo justo, considerando que él había visto el suyo. El diseño se sentía bien a un lado de su torso, sobre sus costillas, a la misma altura que sus senos. Nada que un brassier no cubriera siempre, o el maquillaje.

—Tan predecible —había murmurado él al trazar el diseño con la punta de sus dedos.

Tal vez. El ojo de Horus se había sentido correcto en ese momento. Un símbolo de protección, un ofrenda a la luna. Pero nada era tan sencillo, no con una cultura milenaria como la suya. Bastaba con ver su reflejo, para encontrar al ojo de Ra devolviéndole la mirada, una marca de buena suerte, un saludo del sol.

Hermes había sido más discreto, y le había tomado tres noches a Cleo darse cuenta que no eran pecas lo que tenía en su espalda, sino diminutos puntos de tinta allí y allá, absolutamente imperceptibles y algo que ella jamás hubiera imaginado como un tatuaje de no haber estado buscando la tinta. Se había negado a aceptar que él hubiera podido esquivar aquello.

—Hay una web que te muestra la exacta posición de las estrellas al momento de tu nacimiento —había dicho cuando ella le había preguntando qué era—. Déjame creer que se alinean distinto para cada persona.

Su forma de decir que necesitaba sentirse especial. Sin importar cuanto fingiera, Cleo dudaba que su ego hubiera salido intacto luego de lo que le había sucedido. Irónico, jamás hubiera imaginado que alguien como él alguna vez podría sufrir por un corazón roto. Tampoco era su asunto, ni le importaba. Pero resultaba curioso, no podía negarlo. ¿Cuánto dolería? ¿Qué tan tonto había sido como para creer que este no era un mundo de traiciones y mentiras?

Cinco de OrosWhere stories live. Discover now