―Estoy demasiado cansado para sus juegos ―dijo mientras se levantaba―, si anda de tan buen humor, vaya y prepáreme un buen baño.

―No soy ninguna sirvienta para acatar sus órdenes, querido —se quejó ella.

―Para mí lo es, y si no puede hacer lo que pido, no me sirve en absoluto que viva en esta casa —aseguró Ivar.

―Cualquier hombre estaría complacido de tenerme a su lado, ¿no soy suficiente mujer para usted?

―Vamos a dejar las cosas en claro. ―El eriante se levantó del sillón y la encaró, él era mucho más alto y ella se intimidó ante lo fornido y bien trabajado que era su cuerpo. Cuando Ivar habló, la mujer se estremeció al escuchar la voz áspera del capitán―. No me incomoda que se revuelque con otros hombres, si tan complacidos están de tenerla a su lado. Me importa un pepino, yo a usted no la elegí. Al contrario, debería estar agradecida de que yo la haya aceptado como mi futura esposa. Además, no es como si estuviera de acuerdo con esta estupidez del compromiso. Es una orden de su majestad y la acataré. Usted viva su vida y permítame vivir la mía o su futuro será negro.

―No toleraré otro insulto de su parte. Puede ser el capitán más valioso de los eriantes, puede ser lo que sea que es usted, pero jamás conseguirá doblegarme como a los bárbaros con quienes ha estado tratando en sus viajes. Le exijo respeto.

―¿Respeto? ¿A una ramera? ―preguntó Ivar, incrédulo―, ¿no estaba usted interesada en llamar mi atención hace un momento?

―Su majestad me prometió una buena vida a su lado ―refutó ella a regañadientes. Sabía que no se encontraba en la posición ideal para contradecirlo.

―¿Y no la tiene? Le he dado libertades y permisos por lo que otras mujeres morirían de envidia ―espetó él, altanero―. Así que recuerde que, si no cierra su boca, yo podría hacer que perdiera sus privilegios y su estatus. Después de todo, otra mujer más agradecida aparecerá y ocupará su lugar sin problema alguno.

La dama no respondió.

―No se sienta especial, porque no posee nada extraordinario o que me interese. ―Ivar volvió a tomar asiento y la miró con una expresión divertida en el rostro―. Ahora, vaya y prepárame ese baño que le pedí. Luego, regrese hasta aquí de inmediato.

"Ni siquiera me llama por mi nombre", pensó ella, que disfrutaba oír cuando alguien pronunciaba la nomenclatura. "Soy Gia, maldita sea".

Susurrando insultos, la dama se fue y dejó a su prometido a solas en el vestíbulo para poder cumplir con la orden. Lo odiaba, pero tenía motivos para permanecer a su lado. Amaba los lujos y las libertades, el estatus que la relación le brindaba. Y, por fortuna, solo debía convivir con el capitán cuando él regresaba de sus viajes cada varios meses.

Al cabo de un par de minutos, Gia regresó para encontrar a su prometido en la misma posición que lo había dejado: relajado sobre el sillón. Aunque vivir con alguien de alto rango parecía, a simple vista, la situación soñada para cualquier jovencita, resultaba abrumador cuando se debía compartir el techo con alguien tan irrespetuoso como Ivar.

Ella poseía todo: sirvientes que la cuidaban, que le cocinaban y que se encargaban de la limpieza de cada rincón de las habitaciones del palacete. Su único trabajo era complacer las necesidades de su prometido para no ser lanzada a la calle como un trapo inservible, actuar como una medalla más en su uniforme. La casa, el lujo y el estatus social eran lo único que le importaban, no deseaba perder aquello. Al menos, el eriante solía estar siempre en el mar y rara vez pisaba el palacete o se inmiscuía en su vida.

―Quítame las botas ―ordenó él cuando la vio entrar.

Ella obedeció en silencio y guardó un par de insultos que esperaba, más adelante, decirle frente a frente; quizá, cuando la boda fuera consumada y bendecida por la realeza. El compromiso era arreglado, no había sentimientos románticos de por medio, solo la conveniencia. Y Gia soñaba con vengarse y con arrebatarle a su pareja todo aquello que poseía de una forma o de otra; deseaba que él falleciera en altamar luego de hacerla su esposa y antes de engendrar herederos.

Cementerio de tormentas e ilusionesWhere stories live. Discover now