Algunos minutos después, llegaron al sector medio y el capitán pudo relajarse. Sentía que volvía a respirar aire puro. En esa parte de la ciudad estaban los restaurantes, las tiendas, el distrito financiero, las escuelas y la antigua biblioteca. Había zonas verdes, pobladas de vegetación, y un río que fluía tranquilo entre las calles, separando los sectores. Las viviendas poseían estructuras diferentes y en buen estado, pero con un elemento en común: los techos estaban pintados de azul allí también.

La ley del imperio establecía que todas las construcciones debían tener el color del escudo real en su cima; quien incumpliera esa norma era desterrado a las islas más alejadas y perdía cualquier privilegio y posibilidad de ascender de estatus social.

Por fin, casi una hora luego, el carruaje alcanzó el sector alto de la ciudad, donde habitaban los ciudadanos más importantes: nobles, aristócratas y militares. El palacete de Ivar estaba allí, al pie de una colina que le pertenecía y que rara vez recorría.

Impaciente al ver el edificio, el eriante cerró las cortinas de la ventana y apresuró al conductor una vez más, ansioso.

Y, cuando el carruaje se situó frente a su destino, la puerta se abrió casi al instante y uno de los empleados le dio la bienvenida a su amo.

―Es bueno tenerlo de vuelta, señor —saludó el hombre con cortesía.

Ivar no lo recordaba, tampoco le importaba mucho. Se ajustó el cuello de la camisa, bajó por la pequeña escalerilla lateral y observó a su alrededor mientras una ráfaga de viento lo tomaba desprevenido.

―¿Algo relevante que deba decirme sobre la propiedad o sobre los acontecimientos durante mi viaje? ―inquirió.

―La ciudad ha estado tranquila en su ausencia. Hubo algunos problemillas en el sector bajo, pero nada que deba preocuparle —expuso el empleado—. Algo que podría interesarle es que el capitán Zwain ha visitado a su majestad más menudo que antes, se rumorea que planea derrocar a la realeza, señor. Hay muchas habladurías y no sabría decirle cuáles son verdaderas. En cuanto a la propiedad, la señora ha remodelado algunos cuartos.

Ivar le restó importancia al asunto y giró su cabeza en dirección al palacio que se alzaba en el centro de la ciudad, se encontraba al otro lado de un muro natural de arbustos y espinas que obstaculizaba la entrada a desconocidos. Solo era posible acceder a los jardines cuando se era escoltado por los eriantes desde diferentes puntos de la ciudad; los jardines eran un laberinto.

―Asegúrese de que un carruaje pase por mí dentro de cuatro horas, necesito tiempo para alistarme antes de la fiesta de esta noche —ordenó Ivar.

—Así será, señor.

Tras emitir su pedido, Ivar se encerró en su palacete, estaba demasiado cansado como para admirar el cambio de decoración realizado durante su ausencia. Se arrojó sobre el primer sillón que encontró y se permitió relajarse con libertad.

No notó el momento exacto en el que se quedó dormido, pero entre sueños alcanzó a escuchar el susurro de una voz femenina.

―No esté holgazaneando, Ivar. ¿Acaso no va a saludarme?

Él no respondió. Quiso girarse sobre el sillón e ignorar el comentario, pero las delicadas manos de una mujer comenzaron a ascender desde su abdomen y a desprenderle el uniforme. Ante esa acción, el capitán gruñó y se despertó con brusquedad. Aprisionó las manos de la persona con fuerza y la miró, asqueado.

―¿Qué cree que hace, mujer? ―preguntó él, despectivo.

―Pensé que podría recibir a mi prometido como lo merece. ―La dama tamborileó sus dedos sobre el pecho del general, sus movimientos eran seductores y bastante hábiles.

Cementerio de tormentas e ilusionesWhere stories live. Discover now