—Lamento que mi barco no posea un camarote de lujo para ti, Tesoro. Somos piratas, no un casino flotante. De todas las opciones para tu descanso en la Acantha, esta es la mejor. Lo sabes. En cualquier otro sitio estarías expuesta al apetito sexual de mis hombres. Y al mío, tal vez —mintió—. Somos una veintena de marineros que solo se cruzan con mujeres cuando deciden pisar tierra. Aquí, en el depósito, estás a salvo. Solo yo tengo la llave y detesto venir si puedo evitarlo. ¡Apesta!

—¡Limpien el depósito! —exigió ella, incapaz de negar que su captor tenía razón.

—Imposible —aseguró Makara. Se puso de pie en medio de la nada y sacudió su ropa—. Aunque lo intentáramos, no podríamos alejar la peste por mucho tiempo. ¿Puedes olerla incluso en tu letargo?

—¡Claro que puedo, imbécil! Estoy dormida, no muerta —insultó ella, molesta—. Quiero salir de aquí cuanto antes.

El capitán comenzó a caminar en círculos alrededor de su prisionera. Se llevó una mano a la barba y pensó por varios minutos en una solución que fuese conveniente para ambos, pero no la halló. Su única opción era negociar.

—Supongamos que en el próximo puerto consigo una cama provisoria para ti, un colchón pequeño que pueda poner en un rincón de mi camarote, detrás de una plancha de madera para no verte. ¿Estarías conforme? —ofreció—. Claro que eso significaría una inversión para mí y que esperaría algo a cambio.

—¿Cómo sabré que no intentarás tocarme? —inquirió ella, asustada.

El obículo tenía las mejillas levemente enrojecidas, pero Makara lo atribuía a la furia y no a la embarazosa incomodidad.

—¿Te he lastimado en la última semana? Puedo venir hasta ti cuando quiera, pero no te he puesto una mano encima. Ya te dije que no eres mi tipo de mujer.

—Eso es solo porque te niegas a ingresar al depósito, inútil. En tu habitación no tendrías inconvenientes, ¡y nadie se enteraría! ¿Acaso pretendes aprovecharte de una mujer indefensa?

Makara intentó contener su risa, pero no lo logró. Se sostuvo el estómago y arqueó su espalda para que las carcajadas brotaran con naturalidad.

—¿Qué es tan gracioso? —quiso saber ella, confundida.

—Tus palabras —respondió el pirata con prisa—. ¿Una mujer? Tú no eres una mujer, Tesoro. Apenas si eres una niña malcriada. Sé que llevas siglos con vida, pero eso no quita que tu cuerpo y tu actitud sean los de una pequeña de no más de quince años. —Volvió a reír y repitió para sí—, una mujer, ¡ja! Qué buen chiste. Cuéntame otro —fastidió con burla.

—¡No toleraré que me insultes! —gritó ella—. ¿Acaso olvidas quién soy?

—Eres una niña muy poderosa que no puede hacer absolutamente nada hasta que la despierten. Y confío en que, para ese entonces, me habré ganado tu confianza y estarás dispuesta a cooperar. Ahora, en cuanto a los insultos, te recuerdo que de ti han salido varios, milady.

El obículo abrió la boca, lista para gritar, pero Makara la detuvo con un gesto de su mano.

—Nos estamos yendo de tema —recordó él—. Si aceptas mi propuesta de tener una cama improvisada en mi camarote, detrás de una plancha de madera, prometeré no tocarte porque no me interesas en lo más mínimo. Y nadie más puede ingresar porque tengo la única llave. Estarás a salvo.

—¿Qué quieres?

—Tus poderes, Tesorito, ¿no es obvio? —murmuró el pirata.

—Mis poderes son míos y de nadie más. No puedes encadenarme por siempre a tus deseos. Una vez que despierte, seré libre y no hay nada que puedas hacer para evitarlo —aseguró el obículo, con ambos brazos alzados a los lados en un claro gesto de grandeza.

Cementerio de tormentas e ilusionesWhere stories live. Discover now