Una niña.

El capitán Ivar reaccionó al percatarse de lo que significaba eso, ¿qué hacía una niña en su barco? ¿En qué momento y cómo abordó? Ivar avanzó hacia ella. Al comienzo, lo hizo con paso firme. Sin embargo, lo embargó la sensación de que iba caerse. No recordaba haber ingerido bebida alcohólica alguna como para presentar esos efectos, pero su vista se volvía borrosa, su respiración se aceleraba y un escalofrío le recorría la espina dorsal.

"¿Fiebre?", pensó. Palpó su frente con el dorso de la mano para verificar si había cambios en su temperatura corporal. No notó nada extraordinario.

El sollozo aumentó, seguido del movimiento de los hombros de la niña que se agitaban cada vez más aprisa.

Ivar sintió que se tambaleaba una vez más, como si su debilidad proviniera del llanto ajeno. Se apoyó como pudo al aferrarse a una cuerda que colgaba de las velas, temeroso de ejercer mucha fuerza y provocar algún desastre a mitad de la noche.

Cerró los ojos y respiró profundo varias veces hasta que su cuerpo empezó a sentirse mejor. Pasados algunos segundos, se obligó a recobrar su postura erguida y, en ese preciso instante, algo se lanzó contra su pecho, sorprendiéndolo. A diferencia del primer tambaleo, esta vez no pudo sostenerse. Cayó sobre los tablones madera, con la niña encima suyo, sosteniéndolo por el cuello de su chaqueta.

—Ayuda —balbuceó ella entre sollozos. El corto cabello naranja de la pequeña se mecía junto al viento, ocultando parcialmente su rostro.

Ivar no respondió enseguida, y priorizó el apartar a la desconocida fuera de su regazo. Pero ella no cedió, se aferró con más fuerza. Con una energía que superaba a la languidez de sus delgados brazos.

—¿Quién eres? —espetó él.

—Ayúdeme, capitán Ivar.

Cuando ella alzó la vista, el eriante pudo reconocer el rostro oculto bajo el cabello naranja.

—Tú. —Le dijo, incrédulo.

—Por favor. —Los labios finos de la niña temblaban, e Ivar no sabía si era a causa del llanto o por el frío que azotaba el barco. Las noches en medio del océano siempre calaban hasta los huesos.

—¿Qué haces tú en mi embarcación? —inquirió, entre molesto y sorprendido.

El capitán comenzó a mirar a los lados, suplicando que ninguno de sus subordinados pudiera ver la escena. Con esfuerzo, se apresuró a alejar a la intrusa para ocultarla e interrogarla en su camarote, pero pronto pensó que eso también sería indecoroso.

—Nadie puede vernos, capitán. Solo estamos usted y yo —aseguró el obículo, que ya no lloraba.

—¿Eso qué significa? —quiso saber él.

La expresión que antes denotaba que se trataba de una niña inocente y temerosa se disipó; la chica se levantó de golpe y ladeó la cabeza a un lado, observando a su acompañante en silencio.

—¿Haría un trato conmigo, capitán? —preguntó ella, sin rodeos. Su silueta fantasmal brillaba bajo la luna—. Acudí a usted porque me parece que es más civilizado que ese montón de escorias que me tienen atrapada.

—Los piratas —repuso Ivar, pensativo—. Son un montón de escorias, sí, eso lo sé.

—Abusan de mí, deshonran mi cuerpo día y noche —mintió—. Yo merezco un trato especial, soy la princesa de los mares y de las tormentas, ¿no debería ser tratada como tal? ¡Soy una dama! ¡Soy un tesoro!

Ivar cruzó los brazos sobre el pecho y miró con fijeza el semblante de la joven. Dubitativo, consideró que él jamás la trataría como la princesa que decía ser. Ella no era parte de la realeza de su reino y, por lo tanto, no era su princesa.

Cementerio de tormentas e ilusionesWhere stories live. Discover now