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Por la noche, nuevamente, una fría ventisca aullaba por las calles de Cracovia. Era lo que restaba del invierno, que entre lamentos iba y venía y ahí afuera, un hombre vestido de negro caminaba, empujando el cuerpo contra el viento en dirección hacia la casa donde yo lo esperaba.
Detuvo su andar por un momento y escuchó los sonidos de la redonda. Todo estaba en calma. Anduvo el último tramo hasta llegar a la reja negra en la casa donde una ventana estaba iluminada por una vela.
Aguardó un instante y antes de que fuera necesario arrojar una piedra, me asomé para mirarlo. Ahí estaba, con las manos en los bolsillos y una expresión neutral.
Salí de mi habitación en silencio y con cuidado baje las escaleras mientras Harry cruzaba la reja y el corredor ladino a la casa. Abrí la puerta y la corriente de aire me hizo temblar.
—Entra— le pedí.
—Es riesgoso, Nicola.
—Estaremos en silencio, lo prometo. Vamos. Hace demasiado frío aquí afuera.
—Ay, eres necia— suspiró y lo jale haciendo caso omiso a sus palabras.
Cerré la puerta con cuidado y nos acercamos para darnos un beso.
—Rapido, ven— lo llevé a prisa a la planta alta. Corrimos el último tramo al escuchar un rechinido en el suelo de la habitación de los Bieleck, pero luego solo hubo silencio.
Entramos a mi habitación, cerré la puerta principal y también cerré la puerta del baño para evitar que Kalum se asomara en un mal momento, aunque yo sabía que se había dormido un rato atrás.
Me acerqué a Harry y lo besé de nuevo.
—Me gustó mucho tu carta, me pareció muy linda, gracias.
—De nada— musitó.
—Ven, tengo frío, recuestate un rato conmigo.
Me metí a la cama y él se sentó en un extrano, se quitó las botas y tras un suspiro se quedó mirando a la nada, como si algún pensamiento lo hubiera despistado por un momento. Aguardé observando con intriga y finalmente volvió la vista sobre el hombro, me miró y se acercó. Me dió otro beso más.
Sus labios húmedos y fríos se abrieron y cerraron al compás de los míos. Ladeó la cabeza y tiró con suavidad de mi labio inferior antes de tomar distancia y jalar las sábanas para cubrirse con ellas. Por debajo de estas nos encontramos y nos unimos en un abrazo.
Nuestros pies se frotaron para darse calor y después de un minuto, el susurro de su voz se acercó a mi oído.
—¿Cómo te sentiste hoy?
—Bien, me alegra que haya llegado la primavera.
Me atreví a confesar acerca de mi alegría, aunque pensara que no tenía derecho a sentir placer alguno en momentos como esos, pero no podía impedirlo, después de tantos meses de frío.