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Por primera vez desde su muerte, soñé con mi hermano

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Por primera vez desde su muerte, soñé con mi hermano. Su imagen me pareció más pequeña de lo que creía recordar y caminaba por las calles de Cracovia, con unos pantalones cortos y un abrigo gris tan grande que le cubría hasta las pantorrillas y los puños sobrepasaban sus manos.

A simple vista parecía extraviado, iba rápido, con una expresión de miedo en el rostro, avanzando entre un centenar de personas semidesnudas que peleaban por hogazas de pan y retazos de ropa.
La piel la tenían pegada a los huesos, los ojos grandes, los labios secos y ajados.
Balas estrellaban contra ellos. Las balas de los hombres de uniformes negros que llevaban en la cabeza un sombrero con el escudo de una calavera.

Entre ellos, estaba yo, mirando el espectáculo, sin atreverme a disparar pero sin hacer nada tampoco por detener esa masacre.
Todas las armas apuntaban a mi hermano.
Su cuerpo menudo se perdía entre la gente y los lamentos. Después ya no podía verlo más, pero ríos de sangre se deslizaban entre los adoquines de la calle hasta empapar las suelas de mis botas y sabía que entre esa sangre corría la de Derek.

Cuando esa matanza terminaba, me veía por encima de las montañas de cadáveres judíos, buscando el de mi hermano. Escavando entre piernas, brazos y cabezas, pero no podía encontrarlo.
En lugar de él, encontraba a Nicola, yaciendo con los ojos abiertos y el cuerpo desnudo.

A gritos, la sacudía sin obtener respuesta suya y la abrazaba con fuerza intentando regresarla a la vida con la frecuencia de mis latidos contra su rostro.

Despertaba horrorizado de ese sueño, convencido de que yo era culpable de la muerte de mi hermano, que era yo quien le había disparado y me tomaba algunos minutos descubrir que todo era un sueño y nosotros no éramos judíos.
No lo éramos. No lo éramos.
Pero sus rostros ahora me parecían más parecidos al mío, tenían una mirada similar a la de Derek también y esa simple idea me atormentaba.

«¿Cuantas veces matarás a Derek para cobrar su muerte?» susurró una voz muy por debajo de mi ser.
Era una voz varonil pero no la reconocía ni la asociaba con ninguna voz que hubiera escuchado anteriormente.

No estaba seguro de lo que esa frase quería decirme, pero no podía sacármela de la cabeza.
Comenzaba a pensar que mi mente se había fraccionado en muchas partes y cada una me decía algo distinto, me daba órdenes absurdas que ya no sabía cómo seguir.

Entre esas voces, estaba también la de mi padre que me recordaba: "Las ordenes no son para discutirse, simplemente se cumplen".

―Debo dejar de pensar tanto― me repetí una y otra vez a lo largo de los días, aunque no sabía cómo detener todos esos pensamientos que me estaban acosando y que con cada vez más frecuencia me distraían de mis labores.

Una mañana recibí la orden de un comandante, de organizar a todas las personas que se encontraban en el gueto de Cracovia para ser enviados a trabajar al campo de concentración de Plaszow, al sur de la ciudad.
Mi labor junto con otros compañeros, era escoger a las personas que físicamente tuvieran la fuerza para laborar en los campos de trabajo.
Los más débiles, en cambio, estaban condenados a morir. Entre estos últimos se encontraban aquellos que con el paso de los años, el hambre los había demacrado. Eran niños, mujeres y hombres enfermos y en su enorme mayoría, no sabían lo que les deparaba.

La chica bajo la farola |H.S|Where stories live. Discover now