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No hemos llegado hasta aquípara morir

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No hemos llegado hasta aquí
para morir

Todo lo que veía ahora eran personas confundidas a mí alrededor. Una multitud frenética que vibraba cuerpo a cuerpo, dominados por las armas de fuego de los soldados que apuntaban a nosotros. A un costado, por encima de nuestras cabezas, ondeaban las banderas rojas con el símbolo nazi, que nos recordaban bajo el poder de quien nos encontrábamos. Ni un movimiento en falso. Lo único que podía hacer era rezar mientras me preguntaba el paradero de mi madre.
Tal vez ella dejó atrás todo ese sufrimiento antes que yo. Tal vez ella encontró la paz de alguna forma, pero eso no me aliviaba en absoluto. Por el contrario, me sentía más sola que nunca, abandonada a un rumbo que desconocía pero que imaginaba lo doloroso que podría llegar a ser.
Me había separado ya muy lejos de todo lo que conocía. Durante las últimas horas, nos organizaron para marchar hacia las vías férreas y los hombres uniformados comenzaron a subir a las personas, una a una en cada vagón después de que un tren arribó y se detuvo ante nosotros.

Nos pedían que mantuviéramos la calma, insistían en que se nos proveería de agua y comida una vez dentro de los trenes. También decían que seríamos enviados a lugares más seguros, con la única finalidad de trabajar y colaborar para el fin de la guerra. Sin embargo, a primera instancia, mi sentido común me dijo que ninguno de nosotros estaba realmente a salvo. Seriamos transportados en vagones de ganado y yo era empujada junto con todas esas personas capturadas que esperaban una absolución en vano, asomando de vez en cuando las cabezas por encima de todas las demás.
Yo hice lo mismo repetidas veces. Esperaba ver algo que pudiera quitarme ese dolor tan fuerte en el estómago. Lo que fuera. Una señal de vida, de esperanza o un rostro conocido.
¿Era posible?
Miré a unos metros de distancia a un joven de cabello obscuro, que tropezaba entre la multitud que se empujaba y perdía la estabilidad a cada paso.
Su rostro pálido y las ojeras oscuras bajo sus enormes ojos almendrados, me resultaron de inmediato familiares. Tanto, como si viera a un hermano o a un primo.
Sumergí entonces, ambos brazos entre las personas delante de mí para intentar separarlas y abrirme un camino hacia él.
Al tenerlo cada vez más y más cerca, comencé a temer que pudiera equivocarme de persona o estuviera viendo mal.
Extendí desesperadamente un brazo por miedo a verle alejarse o evaporarse antes de que pudiera alcanzarlo y aferre mis dedos con fuerza a su chaleco.
—¡Kalum! — sollocé su nombre y él me miró, permitiéndome notar su rostro herido e inflamado.
Supe que los alemanes lo habrían golpeado.

Me aferré a su cuerpo como quien se aferra a un bote de remos en medio de una tormenta en el océano.
Aterrada como no lo estuve hasta ese día, confesé que le tenía miedo a la muerte y él también me abrazó y dijo cuan agradecido estaba de encontrarme.

Nos acercamos después a las puertas abiertas de nuestro vagón y los militares gritaban instrucciones en alemán que Kalum no comprendía.
―No le entiendo― murmuró cuando uno de los oficiales alemanes le ordenó que se abriera el abrigo para asegurarse de que no llevaba nada dentro de él.
―Te pide que te abras el abrigo― le dije y jalé de las solapas de este para hacerlo yo misma.
No quería continuar delante de ese hombre, tan solo rogaba que nos dejara ir.
El soldado, miró en el interior de la prenda y movió la cabeza para indicarnos que entráramos al vagón.
―¿Entiendes alemán?― me preguntó Kalum.
―Lo aprendí en el colegio― respondí. En ese momento, lo consideraba una suerte, al menos podría comprender lo que los alemanes decían, pues eran pocos de ellos los que se ocupaban de buscar una persona que traduzca sus órdenes.
―No te alejes de mí― rogó mi acompañante cuando la gente comenzó a amotinarse tanto que un movimiento equivocado podría extraviarnos entre aquel mar de personas.

La chica bajo la farola |H.S|Where stories live. Discover now