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No dejaba de pensar en la figura de Ares de espaldas a mí, nuestras manos tomadas. Habían pasado semanas desde aquel suceso, me había mantenido tranquila y con un bajo perfil para no provocar a nadie.

Comenzaba a obsesionarme con él. Me sentía incómoda con su presencia, se me revolvía el estómago, la sensación de debilidad era asfixiante. No conocía una sensación similar que me desestabilizara de esa forma. El Tártaro me había brindado un umbral de dolor infinito e inimaginable, pero toda la incomodidad no se sentía como el dolor.

La cabeza me jugaba malas pasadas, me hacía preguntas sin respuesta, me pasaba las noches pensando si podía ser amada por alguien, si podía querer. Parecía inconcebible desarrollar afecto a esta altura de mi historia en la cual no tenía ninguna habilidad para crear vínculos reales.

Eros no se había vuelto mi amigo, éramos simples compañeros de batalla, como cualquiera de los cientos que he tenido a lo largo de mi vida. Me intrigaba saber el porqué de su interés sobre mí, pero asociaba su compañerismo a una cuestión de respeto, nos considerábamos iguales de algún modo.

Abandoné mis pensamientos una vez salí al pasillo. Me escoltaron dos hombres hasta Ares. Así eran los días, no dormir, entrenar, ser acompañada a todos lados por dos hombres o Ares, caminar en silencio, pensar, revolver en mi cabeza, sentirme desorientada. La duda constante de acercarme a Ares para saber que me estaba perdiendo de su persona, que era lo que ahora no veía y que luego me ataría a él.

- ¿Qué sucede? -Ares detuvo el paso.

Estaba irritado, diría que harto.

- ¿Con qué?

-Desde que viste al Oráculo no dejas de mirarme maniáticamente.

Lo observe moverse inquieto. Vacilé unos instantes sobre decirle lo que había visto.

-Nos vi tomados de la mano, simplemente no lo entiendo.

Ares se puso rígido e ignoró completamente el comentario para volver a emprender camino a las arenas. Sentí una rabia inmediata, había gastado días meditando como podría ser posible, se me iba la cordura tratando de adivinar que podría ofrecerme alguien como Ares, alguien que no hablaba con casi nadie y cuando lo hacía era cortante, entonces los tratos conmigo de por sí eran aún más escasos. ¿Cómo podría quererlo? Sin embargo, me daba rabia que hubiera ignorado algo que me había absorbido durante días. Me molestaba que no le importara y a su vez me avergonzaba sentirme así porque lo normal sería la indiferencia.

En las arenas todo había sido un desastre, el mano a mano se me había ido de las manos y le había roto la nariz a un idiota. Si no fuese porque Atenea me declaró ganadora lo habría matado en dos golpes más.

Ares me esperaba para escoltarme a la habitación, quería partirle la cara. Caminé sin esperarlo, el camino era incómodo, quería llegar a la cama y por una vez en mi vida dormir profundamente, algo que ciertamente había ocurrido en muy pocas ocasiones.

En el instante que abrí la puerta Ares me tomó por la muñeca, abrió la boca para decirme algo y la cerró de golpe, aparentemente arrepentido. Lo miré extrañada.

- ¿Qué?

-No hay nada que pueda ofrecerte ahora o en el futuro.

Me estaba rechazando cuando ni siquiera le había hecho una declaración de amor. Me sentía humillada, ¿quién se creía que era? Me rechazaba aun sin saber si yo deseaba o no que se cumpliera el destino. Podía aceptar ser rechazada por mis progenitores, había sido natural y lógico, tenía sentido para mí, era incluso un alivio no tener nada que perder, no estar atada por ningún vínculo con nadie, pero era estúpido que alguien con quien había intercambiado menos palabras de las que emití en el Tártaro, me estuviera humillando de esta forma.

No pude evitar controlar la indignación y le di un golpe con la mano cerrada en la cara. Ares estaba totalmente descolocado, se palpó la nariz y quiso tomarme del brazo y entonces comenzamos a forcejear de forma violenta. Resonaba el roce del cuero de las vestimentas en el pasillo desierto. En minutos Ares me había acorralado contra la pared y parecía a punto de estrangularme hasta que repentinamente aflojó la presión de sus manos. Nos miramos unos instantes, en los que sentí que iba a vomitar todo lo que había ingerido en el día. Estaba abrumada y mareada y no entendía porque, pero no podía despegar mis ojos de los suyos.

Un segundo antes de que bajara mi mirada hacia su boca Ares me soltó de forma brusca y se fue dando pisotones. Entré velozmente y me recosté en el piso helado, necesitaba bajar a realidad y por algún motivo me sentía muy acalorada.



Ares cerró la puerta de su habitación con fuerza y lanzó lo primero que se cruzó por delante contra la pared. Odiaba no controlar sus acciones o emociones. Odiaba la sorpresa, la incertidumbre y el desconcierto. En su cabeza las cosas debían ser simples, fáciles, lógicas. Conocía a las mujeres y sus encantos, pero ciertamente Olympia lo desconcertaba en todo sentido, su mirada había sido tan intensa que había generado más sensaciones de las que había sentido jamás con cualquier mujer, incluida Afrodita, diosa del amor, quien se supone ocupada la cúspide de las buenas amantes para cualquier hombre con más de dos dedos de frente.

Olympia tenía la piel suave a pesar de sus cicatrices e historial, olía a praderas, a césped humedecido por el rocío de la noche y lirios, imposible de olvidar, lo había percibido el día que tuvo que cargarla en brazos, aunque había sido solo unos instantes. Lo cierto es que estaba a punto de herirla cuando se vio agobiado por ese aroma. Ares respetaba a las mujeres, sin embargo, no había podido contener su rabia contra Olympia, sentía un atisbo de culpa por haber estado a punto de herirla.

No podía controlar su respiración, sabía lo que venía a continuación así que se ocuparía de conseguir una mujer que lo salvara de su martirio, aunque ésta no olería a praderas y lirios.



Las mañanas se habían vuelto frías y húmedas. El otoño empezaba a notarse en el ambiente.

Cronos estaba impacientado, había buscado a Prometeo por los rincones más recónditos jamás pensados y no había noticias de él. Menecio no dejaba de preguntarle qué harían, el batallón para irrumpir en Monte Olimpo no aguantaba un mes más escondido y sin acción. Las bestias estaban hambrientas, rogaban por un poco de emoción y carne fresca, llevaban comiendo carnes secas durante demasiado tiempo para su gusto. Algunos comenzaban a pensar que Cronos estaba asustado de Zeus y no quería enfrentar a su hijo, además circulaba el rumor de que Olympia era su hija, muchos la habían oído mencionar en el Tártaro, pero desconocían la relación de ambos.

Hubo un incidente entre dos bestias que llevo a un descontrol absoluto entre las masas hambrientas, Cronos supo entonces que tenía que adelantar una parte de sus planes para calmar las aguas y asegurarse de que tuvieran confianza en él.

OLYMPIATahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon