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El Olimpo se encontraba en declive. Las decisiones de Zeus no gustaban, pero no había sugerencias mejores por parte de los dioses.

El primer ataque de Cronos se dió contra las ninfas de Deméter, asesinadas brutalmente. Encontraron sus extremidades dispersas en una pradera. La guerra estaba declarada. Todos se mantenían en alerta, la seguridad del Olimpo se había triplicado y no se les permitía a los dioses bajar a los templos donde los humanos les rendían culto.

Hera seguía negándose a la descabellada idea de Zeus de enviar a su propio hijo al Tártaro en busca de una prisionera desconocida. Hades lo respaldaba argumentando que no había otro dios más preparado para bajar hacia el caos y traer a la diosa. El Inframundo estaba en guerra con las bestias que escapaban del Tártaro, liberados por el Titán que recientemente había escapado. No faltaba mucho para que Cronos reuniera un ejército y los sorprendiera, pero al parecer a los dioses les costaba asimilar el regreso de su padre a quien imaginaban débil y senil.

Ares cansado ante la exagerada protección de su madre tomó cartas en el asunto y acordó el descenso al Tártaro como su padre lo quiso. Hefesto le brindó la armadura adecuada para la misión, Asclepio le proporcionó medicinas y un tónico para adormecer lo suficiente a la diosa aguerrida y Atenea le ayudó a trazar el recorrido estratégico para llegar a destino sin toparse con la guerra que se libraba en el Inframundo.

Así partió, sin el consentimiento de Hera ni el resto de los dioses.

Una vez se halló cruzando el río Aqueronte, uno de los cinco ríos del Inframundo, se cuestionó que tan difícil sería llevar delante de los dioses a esa tal Olympia. Le sorprendía la cautela con la que se mencionaba dicho nombre, como si fuera un demonio o una bestia asesina de la cual mejor no hablar. Imaginaba a una mujer indefensa pero agresiva, más no deseaba subestimarla hasta toparse con ella. Una decisión muy sabia que lo mantendría vivo.

Caronte el barquero de Hades le indicó que bajara. Habían llegado a la otra orilla del río. Los gritos desgarradores calaron en la mente de Ares que se sintió reconfortado por esa tensión y aura que emitía la guerra. Había preferido ser enviado a defender el territorio de Hades y que Zeus se encargara de la prisionera, pero por lo visto su opinión importaba poco y nada. El dios de la guerra anhelaba reencontrarse con su zona de confort.

Se escabulló tal como Atenea le indicó, esquivó las trincheras y cuando llegó al Tártaro ingresó sin problema buscando a Radamanto. 

El aumento de la oscuridad a medida que avanzaban se hacía más evidente hasta que Ares tuvo que usar el resto de sus sentidos para guiarse detrás de Radamanto quien conocía el camino de memoria.

Percibió el sonido de una tercera respiración y supo que se hallaba en lo más hondo de las mazmorras junto a su prisionera. Radamanto pronunció unas palabras inentendibles y una leve luz se hizo presente enseñándole el rostro sucio de una mujer que parpadeaba aturdida. Tomó las llaves que Radamanto le ofreció. 

La mirada de Olympia se dirigió a las llaves que Ares tenía en su poder. Cuando él comenzó a acercarse se sentó recta y le frenó haciendo un gesto con la mano.

Ares se sorprendió por el repentino cambio de actitud, estimaba que la mujer no tendría fuerzas ni para moverse, pero cayó en su error al ver la expresión dura en el rostro de ella.

-¿Quién es este, Radamanto? ¿Vas a cambiarme el castigo?

Había remordimiento en su voz. Radamanto negó, pero no le contestó la primera pregunta. Ella lo miró expectante esperando alguna explicación ante dicho acontecimiento. 

Ares se acercó y se agachó para estar a la altura de aquel rostro. No se veía como una asesina o guerrera legendaria, parecía tan común y corriente como cualquier humana ordinaria. Agarró el tónico que Asclepio le había preparado.

OLYMPIAWhere stories live. Discover now