20-La bruja musgosa

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Un viento cálido envuelto por el olor de la tierra, el musgo y las flores recibió a Gaspar el viernes después de clases al cruzar el hueco de la alambrada. Tarareó un poco mientras se adentraba entre los árboles que ya conocía bien y observaba contento las flores de pétalos amarillos, púrpura y azul meciéndose con la brisa.

Estaba impaciente por empezar la búsqueda de su hermano y conocer más moralejas, por lo que apuró un poco el paso, para luego echar a correr sintiendo con placer la hierba mullida bajo las suelas de sus zapatos. Tenía cinco horas de completa libertad antes de que dieran las siete de la tarde y su abuelo empezara a echarlo en falta.

—¡Ya llegué, Ari!

El espíritu del Bosque no apareció.

Gaspar rondó por el claro del sauce blanco, buscándolo. Blum tampoco apareció. Pensó en sentarse bajo el árbol para dibujar un rato a los insectos, pero finalmente se decidió a explorar un poco. Ari le había dicho que podía recorrer el Bosque sin problemas siempre que no se alejara demasiado de aquella zona segura.

Decidió seguir una especie de sendero rodeado de cúmulos rebosantes de flores que habrían hecho llorar de emoción a Clementina. Algunos hipocampos voladores (Ari le había explicado que se llamaban «gologs»), revolotean sobre los pistilos. Le parecía un escenario de cuento de hadas, y al pensarlo, recordó la increíble historia que le contó Ari (muy mal contada) sobre el origen de algunos arbóreos.

Moralejas, se dijo. Aunque Ari también había dicho que no todas las criaturas y habitantes del Bosque eran precisamente moralejas, Gaspar estaba impaciente por saber más. Quería conocerlo absolutamente todo sobre ese mundo.

«Te entiendo mejor ahora, Samuel», pensó con una punzada interna.

Se detuvo al irrumpir en un claro del Bosque delimitado por varias piedras lisas semienterradas en el pasto, articulando un perfecto círculo. Algunas hojas otoñales caían suavemente bajo las agujas de luz, formando una alfombra amarilla por todo el lugar. El niño pensó que era un paisaje hermoso y se sentó en medio del anillo de rocas para dibujar, pero no había terminado de sacar su libreta de la mochila cuando el crujido de varias hojas lo obligó a levantarse de un salto. Algo se acercaba y él estaba listo para echar a correr.

Gaspar observó, escondido tras un árbol, cómo un gigantesco caracol de dos cabezas aparecía en el lugar. Sobre su caparazón llevaba una especie de tienda ambulante llena de frascos en los que bullían sustancias de colores llamativos, piedras brillantes y otros objetos que no supo identificar. Pensó que, para tratarse de un caracol, se movía con bastante agilidad. Al acercarse poco a poco para mirar mejor, distinguió a una niña de piel verdosa sobre una montura encajada justo donde nacían las dos cabezas.

Ella lo miró sorprendida y luego sonrió, saludándolo:

—¡Ña-Ae!

Usaba un gorro con forma de seta violácea y sus ojos eran completamente negros, igual que los de un insecto o un reptil. La envolvía una capa roja con ribetes blancos en los bordes y sostenía una torcida vara blanca de madera en una mano, similar a un bastón. Ella bajó de un saltó del caracol que la transportaba para acercarse. Era solo un poco más grande que él y al correr parecía dar suaves saltos con las puntas de sus pies descalzos.

Lo primero que Gaspar pensó era que se trataba de un hada.

—¿Cómo te llamas? —añadió ella en inglés al ver que no respondía a su saludo.

El muchacho trató de que no se le achicara la voz, pero sintió la cara un poco caliente. Eso le hizo sentir estúpido. Definitivamente tenía que aprender a lidiar con su exasperante timidez.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora