18- Aquello que no puedes ver

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El olor del Bosque estaba cambiando.

Niara Rizos de Plata se percató durante el último solsticio, mientras teñía su nuevo manto con el polvo azul brillante que extraía de los minerales de la cascada. Solía hacerlo en la noche para aprovechar la energía de las estrellas.

Aunque su hermano Kot no entendía sus creencias astrales, Niara descubrió desde niña que había una misteriosa conexión entre las estrellas y sus experimentos con los polvos, esencias y hierbas que recolectaba durante sus exploraciones. Los procedimientos resultaban mucho menos provechosos durante el día. Pero en la noche, amparada bajo la los enjambres de lumenidas y el farol lunar que le había comprado a una bruja, algo fluía a través de ella como el cauce de un río por las pendientes.

Era como si el Bosque mismo le hablara; una voz amigable que susurrara sus secretos mediante el suave roce de las hojas en sus ramas.

—¡Ven a ver esto, Niara!

Kot trotó hacia ellos desde la espesura, emocionado. Madre y Padre se detuvieron para mirarlo. Aunque ellos aún lo consideraban un osezno, su hermano estaba lejos de ser un oso pequeño, comparado con los cachorros normales: los beneficios de ser moralejas. Y Kot era lo suficientemente grande para llevarla sobre su lomo cuando salían juntos a excursionar.

La osa enderezó la cabeza al verla correr hacia su hermano.

—No se desvíen del camin...

—¡Solo será un rato! —prometió Niara.

—Nos haría bien un pequeño descanso —dijo Padre mientras se tumbaba con cierto alivio.

Su aspecto intimidaba a la mayoría de las moralejas, animales salvajes y afables del Bosque. Niara estaba segura de que no existía en el mundo un oso tan grande como Padre. Lo había visto destrozar solo con la fuerza de sus garras a agresivos Escuperocas y árboles corruptos que aparecían de forma imprevista en los caminos. Podría perfectamente ser un Guardabosques, como Reynard o Cisne Negro. Pero a su familia le gustaba moverse constantemente de sitio. Jamás permanecían en un mismo lugar por mucho tiempo tras la temporada de invernación.

Siguió a Kot entre la exuberante selva sintiendo la humedad de la tierra recubierta por las hojas bajo sus pies desnudos. Aunque Madre insistía en recordarle que no tenía la contextura de los osos y que bien le haría acostumbrarse a usar calzado, a la muchacha le gustaba hacerse oír lo menos posible.

Había muchas cosas en las que era nefasta, como la lucha cuerpo a cuerpo y su incapacidad para cantar de forma afinada, pero jamás se había dejado atrapar. Si Madre, Padre y Hermano destacaban en la manada por su fuerza física, ella aportaba agilidad y talento para el rastreo; ser una con la tierra, con el viento. Indetectable como los espíritus de los árboles.

Eran una familia perfecta.

—Mira —Kot se detuvo y señaló con su pata, pero Niara ya había visto las musgosas rocas del dolmen. La estructura sobresalía de forma tímida entre una maraña de ramas, raíces y enredaderas.

Dos árboles habían decidido seguir creciendo por encima del dolmen como si trataran de cubrirlo a propósito; eso lo volvía casi indetectable. A simple vista solo parecería una cueva pequeña y semienterrada por la vegetación. Demasiado pequeña para buscar refugio allí. Pero Niara había aprendido que no eran cuevas comunes y corrientes.

Mientras lo rodeaba, agachándose para apartar la maraña de vides, su hermano se quejó (como siempre que encontraban uno) de lo desafortunado que era por ser tan grande y no caber allí. Niara sonrió poco después y le guiñó el ojo.

—Esta vez andas con suerte. Mira.

Kot inclinó la cabeza, agitando sus fosas nasales. Un descenso irregular de piedras enmohecidas se internaba en una boca que iba volviéndose cada vez más ancha; débiles agujas de luz caían entre las raíces. El oso podría entrar allí sin demasiadas dificultades.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora