11- Debilidades de un hombre fuerte

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Jeremías Skov siempre se había enorgullecido de decir, sin temor a que lo miraran con suspicacia, que tenía muy pocas debilidades.

A sus sesenta y cinco años, el hombre se conservaba en mejor forma que muchísimos jovenzuelos, a los que de vez en cuando veía trastabillando borrachos por tugurios y callejuelas herrumbrosas, a menudo diciendo tonterías en voz alta sobre la república geronesa y la importancia de ser un patriota en los tiempos que corrían.

A él mismo le gustaba saborear una buena copa de whisky de vez en cuando, pero solo concurría a los bares cuando estaba sintiéndose muy estresado en casa, algo que en los últimos años, sucedía con más frecuencia de la que le habría gustado reconocer.

Todas las mañanas, antes de recortar su barba gris ante el espejo para mantener su recta simetría, realizaba sesiones de pesas y flexiones mientras escuchaba jazz o las noticias matutinas por la radio.

Así lograba conservarse fibroso, y aunque su musculatura actual ya no podía ser como la de sus mejores años, aún era capaz de tumbar a hombres más jóvenes que él de un solo puñetazo. No padecía ningún tipo de problemas cardíacos o respiratorios, aunque Leticia se empecinara en advertirle que tuviera cuidado, sentenciando a menudo que un "alguien de su edad" no debería sobreesforzarse tanto.

Le tenía mucho cariño a la esposa de su hijo, pero siempre le había parecido una mujer con tendencias a exagerar las dimensiones de todo lo que acontecía a su alrededor. El resultado de dedicarse a tratar con enfermos por tanto tiempo, suponía.

En cuanto a su estado mental, Jeremías podría reírse a mandíbula batiente de cualquiera que tuviera la osadía de decir que estaba perdiendo facultades. Tal vez se le acusara de ser un deslenguado, pero ya siendo un mocoso, sus padres habían tenido dificultades para corregirle ese hábito. Uno que no pensaba remediar a estas alturas.

La guerra lo había endurecido y cada pedacito de sí mismo que sacrificó en el campo de batalla fue reducido a una miserable medalla de bronce que ni siquiera servía para empeñarse a cambio de licor. Primero tendrían que arrancarle la garganta si pretendían censurarlo después de todo el estiércol que se había obligado a oler durante su vida.

Pero si alguien quisiera quebrarlo de verdad, abatir la coraza de hierro que con tanto esfuerzo había cimentado en torno a su espíritu, la forma adecuada de hacerlo sería poner la mira sobre sus nietos. Especialmente los menores.

Gaspar y Bastián eran su debilidad.

En su momento también lo fue Samuel, pero cuando advirtió que el muchacho era de corazón enérgico y determinado, tan sólido ante las circunstancias adversas como él mismo en sus años de juventud, sus ojos se centraron en los pequeños y desde entonces ya no se los pudo quitar de encima.

El menor siempre le había divertido. Era demasiado listo para su edad y, en ocasiones, un malicioso sin remedio que tenía respuestas para todo. Sin embargo, era una malicia exenta de crueldades; como un pequeño gato demasiado satisfecho de sí mismo.

Desde la desaparición del mayor, el cuidado de Bastián había quedado casi exclusivamente en sus manos, por lo que le resultaba imposible no sentirlo como a un hijo más.

Solo que, en su caso, Jeremías prefería dejar que el niño tuviera la libertad de tomar sus propias decisiones. Salvo cuando se trataba del menú, por supuesto: no podía entender de dónde había adquirido tanta aversión a los mariscos.

—Abuelo, hagamos un trato: tú te comes el pescado y yo te dejo jugar con mi bola autómata.

—No, Bastián.

—Entonces solo te comes la mitad del pescado y yo me como la otra mitad.

Jeremías soltó una carcajada, pero Bastián lo miraba muy serio.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora