7- Alguien que susurra

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"A veces, cuando nadie está observando, los niños se pierden"

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"A veces, cuando nadie está observando, los niños se pierden".

Así comenzaba una de las historias más espeluznantes de Samuel y Gaspar podría haberla repetido casi de memoria si alguien se lo pidiera, aunque dudaba conseguir emular la gracia y elocuencia de su hermano.

Un día decidió preguntarle:

—¿Qué hay que hacer si nos perdemos en un Bosque?

Samuel, que nunca se reía de sus preguntas, le contó tres historias: el mito del Minotauro y el Laberinto, Hansel y Gretel y El dibujante de pájaros.

A su madre no le hacía gracia que Samuel eligiera narraciones de los Hermanos Grimm y Wendolina la Bruja para entretenerlo antes de dormir. Pero aquellas eran sus favoritas, por lejos.

Su hermano le preguntó qué había aprendido de esas historias y Gaspar pensó muy bien su respuesta antes de decir, muy convencido:

—¿Que no te pasa nada si no haces nada?

—¡No, pececillo! Un rastro. Siempre hay que dejar un rastro. Pero Teseo y Hansel cometieron un error —Samuel puso los ojos en blanco, haciéndolo reír—. Obviamente los pájaros o los insectos se iban a comer las migas de pan, si es que no las barría el viento. Aunque fue una gran idea marcar el camino con piedras en un principio. Pero bueno, supongo que Hansel la tenía muy difícil, con el padre ahí mirando.

—Pero... el hilo ayudó a Teseo en el laberinto.

—¿Y si se rompía? ¿Y si no era tan largo? El dibujante de pájaros fue más listo: él dejó rastros suficientemente perdurables con su lápiz mágico. Uno difícil de detectar y borrar ¿entiendes?

Gaspar arrugó el entrecejo.

—¿Y cómo dejas marcas en un Bosque?

—Usando los árboles, por supuesto.

Y eso fue lo que hizo.

Con la navajilla que utilizaba para sacarle punta a sus lápices, Gaspar fue tallando dos líneas paralelas sobre la corteza de los árboles más grandes por cada diez pasos que daba. Diez pasos, una cruz. Diez pasos, otra cruz.

Al principio se preguntó, titubeante, si los árboles sentirían dolor cuando los marcaba así, y se le ocurrió dibujar las marcas con su carboncillo. Pero al final, temeroso de que no resultaran lo "suficientemente perdurables", decidió llevar adelante su primera opción.

Le costó lo suyo pillarle el truco, pues la madera era rugosa, casi tan dura como una piedra, aunque no tardó en descubrir que siempre había algún trozo carcomido por el musgo, donde era más fácil hacer hendiduras.

El niño estaba fascinado con el musgo. "¡Qué suave y raro se siente!", pensó, sin poder dejar de tocarlo.

Poco a poco, el follaje del Bosque creció de forma salvaje a su alrededor. Era como internarse en los escenarios de sus sueños. Y por momentos, tuvo que detenerse solo para aspirar el aire, contemplar la compleja geometría de las hojas y observar, alucinado, los colores de algunos insectos.

No cruces el Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora