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El cielo ya empezaba a esclarecer, tal vez fuese la forma en que las las tinieblas se disipaban abriendo paso a la neblina que trapaba por las paredes hasta restregarse en el cristal de las ventanas lo que les dio ese ánimo repentino.

El velón ya no les serviría de mucho, pronto la claridad sería suficiente para suplantar su luz, y no iban a esperar a que ese momento llegara. Actuaron de inmediato.

Richard no aguardó a ver resultados, corrió al librero, amplio y bien surtido no tenía espacio para una revista más, el objetivo perfecto. Tomó un par de tomos gruesos de tapa blanda ya que de lo contrario tardarían más en arder y paciencia no era exactamente lo que le sobraba en la situación en la que se encontraba.

Arrancó unas cuantas hojas y las enrolló como a churros, las juntó todas en su mano y acercó las puntas a la llama del velón, enseguida lo que tenía en su posesión tomó la apariencia de un ramo de flores salidas del infierno.

Este primer ramo lo tiró al mueble de tela, repitió lo mismo con otra media docena de páginas y esta la arrojó a un sillón de cuero. Así repitió hasta que no hubo una sola butaca que no haya sido inseminada con aquel fuego.

De ahí cambió de táctica y objetivo, pidió a Ana que continuara tratando de propagar el incendio en el librero mientras él hacía arder la tela de las cortinas. En segundos toda la estancia ardía parcialmente y sería cuestión de tiempo para que sus infiernos se juntaran y consumieran hasta el último de los cimientos que mantenía en pie aquella diabólica mansión.

En simultáneo Gris revolvía lo que quedaba de su habitación en busca de algún artefacto sólido, masizo y pesado para la tarea que se impusieron. Lástima que no guardara ninguna herramienta como martillo o llave de tubo tan cerca sino bajo las profundidades del sótano.

Casi se dio por vencida hasta conseguir su par de tacones por los que más había sido criticada. Peligrosos, pesados y poco prácticos para la elegancia y la agilidad eran perfectos para la necesidad del momento.

Ya escuchaba a las llamas masticar la madera de su sala y engullir la tela como si solo fuesen chupitos de alcohol. Le quemaba aquello que resplandecía a sus espaldas pero tenía que agradecer la luz, solo esperaba que su hermana no se excediese y pudiera salir a tiempo de las fauces del demonio que habían desatado.

Miró la ventana. No olvidaba el día en que Cenicienta había roto la suya tirándole rocas desde afuera. Así se supo que el cristal era demasiado frágil y se remplazó por uno el triple de grueso. Pero eso solo se hizo con la esa. El resto de las ventanas seguían siendo del mismo material.

Esperanzada, golpeó el vidrio con el tacón. Justo en el punto donde el cilindro había impactado se levantó una astilla que a su vez revolucionó una serie de grietas que se extendieron como larvas veloces hasta crear una especie de telaraña cristalina.

Eufórica y sin ánimos de perder más tiempo, Gris se echó hacia atrás y se aseguró de recibir resultados inmediatos lanzando el calzado desde un extremo de la habitación a otro. Cuando el vidrio estalló en un orgasmo de libertad a ella apenas le dio tiempo a cubrirse el rostro con los brazos y, a su vez, estos recibieron todo el daño que causaban los aguijones dispersos y a toda velocidad.

Pero era libre. Sangraba, llena de cortes y con pedazos de lo que alguna vez la protegió del frío y la lluvia incrustados por toda la piel. Pero era libre.

Su primer impulso fue escapar, huir de aquel manicomio que ardía a sus espaldas lleno de cadáveres, mentiras, entes malignos y psicópatas. Sin embargo se detuvo, irse y dejar a su hermana arder sería un acto incluso peor que el que había orquestado su hermanastra, porque al menos ella o actuaba bajo la influencia de un espíritu inmundo, o era manipulada por algún trastorno mental. En cambio Gris creía tener pleno control sobre sus facultades mentales.

¿Por qué tardaban tanto? Se supondría que provocarían el incendio y se reunirían en el cuarto para escapar los tres.

Salió al pasillo. Ahí todavía no alcanzaba el fuego pero sus llamas no tardarían en lamer los cuadros que colgaban de sus paredes y luego extenderse al interior de las dos habitaciones. Ojalá se divirtieran bastante con el cuarto de la nana madrina, esperaba que consumieran hasta la última pieza de los altares que se alzaban ahí dentro.

Corrió alejándose de ambas puertas y se adentró a la boca del monstruo. Su corazón se contrajo al ver a Richard solo bajando de las escaleras.

—¡¿Qué coño hacías arriba?! —Lo alcanzó a paso apresurado para agarrarle del cuello de su camisa—. ¿Y mi hermana? ¡¿Y mi hermana?!

Tosió, le picaban los ojos y la garganta, apenas podía respirar, el humo era oscuro y espeso y se deslizaba como un espectro sin limitaciones, congregado arriba como una nube impenetrable, nada era visible más allá del segundo escalón.

Richard la tomó del brazo y trató de arrastrarla con él hacia la liberación, pero ella fue firme en su postura aunque los vellos corporales ya se le estuviesen chamuscando.

—¡Te pregunté qué coño pasó!

—Gris, Gris... cálmate, ¿sí? Mírame —puso ambas manos en su rostro, incluso la del muñón, y conectó sus ojos llorosos con los suyos—. Ella se puso histérica, dijo que no podíamos irnos sin mi padre y la vieja bruja. Me llamó desalmado y se fue... ¡no pude detenerla!

Gris comenzó a llorar.

—Hay que buscarla, Richard. Hay que buscarla, es mi hermana.

—Gris... —Richard la estrechó en sus brazos un segundo antes de volverla a alejar lo suficiente para que sus rostros quedaran rozando sus narices—. Ya está muerta. —Las llamas le lamían los zapatos—. Para cuando regrese, si es que consigue a alguien, el incendio ya habrá arrasado con todo y no podrá pasar por aquí.

El llanto de Gris subió a nivel niño: desconsolado, lleno de  mocos y espasmos musculares. Es increíble cómo sus lágrimas sobrevivían a aquella masacre a todo lo vivo.

Richard tiró de nuevo del brazo de Gris pero esta solo quería echarse a llorar. Las rodillas le fallaron y su cuerpo cayó tendido a los brazos del chico. Con su mano buena enjugó sus lágrimas y acomodó su cabello por detrás de sus orejas.

—Tenemos que salvarnos, Gris...

—No... —lloraba sin Consuelo alguno—. Yo no... yo no... yo no...

—Pues no dejaré que te mueras así.

Pasó el brazo defectuoso por detrás de su cuello y con él la atrajo hacia sí para unificar sus labios en una sonata pasión entre el infierno que ardía implacable alrededor de ellos.

En su beso se expresaron odio, dolor, se dijeron todas las verdades implícitas: que eran unos desconocidos que estaban ahí solo para sustituir el cuerpo de quien no podía estar, que se odiaban y que jamás habrían sido felices juntos pero que era menos doloroso simular que sí. Ninguno abrió los ojos porque no quería descubrir el rostro del otro arruinando la fantasía, sólo había labios, saliva y muchos dientes.

Entonces, llegó la sangre. Richard saboreó apenas unas gotas y no tuvo tiempo a apartarse cuando Gris le escupió toda una cascada de sabor metálico al interior de su boca.

Solo entonces abrió los ojos y vio en los de ella cómo la vida la abandonaba sin un último aviso, sin más preámbulos, gracias al puñal que había clavado completo desde el costado de su cuello hasta destrozar su tráquea.

—Te he hecho un favor —le dijo—. No querrías morir quemada.

Le dio un último beso en la nariz y le sonrió con pena. No se habría dado cuenta de que también lloraba si sus lágrimas no hubiesen caído sobre el sucio maquillaje del cadáver en las escaleras. Ya habiéndola salvado, se dio cuenta de que en realidad no quería vivir solo con las secuelas de todo lo ocurrido dentro de la mansión. ¿Quién le creería? Incluso podrían culparlo de todo y encerrarle en un sanatorio.

No, hasta ahí llegaba esa pesadilla, y se encargó de eso repitiendo lo que había hecho a Gris pero ahora buscando la salvación para sí mismo.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Where stories live. Discover now