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Esa noche, Ana no quería irse a dormir. Escuchaba al otro lado de su puerta los rezos de su nana madrina elevarse a medida que se extasiaba de su oración, la anciana adornaba sus paredes con crucifijos, tenía cientos de libros de investigación referentes al inframundo y todo lo paranormal. Ana siempre le había tenido pavor al cuarto de al lado, y cada vez la idea de que había más de una voz saliendo de allá se apropiaba más de ella. Estaba vulnerable.

El cabello apenas le comenzaba a crecer desde que el amigo de su hermanastra se lo cortara todo mientras dormía y ya podía notar cómo picaba en el cráneo.

Los rezos cada vez se hacían más fuertes, la comezón más insoportable y su cama parecía estar plagada de hormigas que le caminaban por todo el cuerpo.

Se levantó, dándose por vencida, y estremeció a su hermana para despertarla también.

—Gris, acompáñame afuera. ¡Gris! ¡Griiiis!

Su hermana se despertó de golpe.

—¿Qué coño, Ana?

—La nana madrina de nuevo.

—Sí, ya la escucho —La mayor de las mellizas se levantó limpiándose las lagañas a la vez que se le escapaba un bostezo—. Vamos fuera.

Al salir, la electricidad se fue de imprevisto y toda la manción quedó a oscuras.

—¿Gris?

—Aquí estoy, Ana.

Ahora, sin el rumor de los aires acondicionados, ni las neveras, ni los televisores, el rito de la anciana a unas habitaciones se oía como si se estuviese realizando en todas partes y en ninguna a la vez.

—¿Son las hijas de la señora de la manción?

Preguntó alguien detrás de las señoritas. Ambas saltaron del susto y el dueño de la voz encendió un fósforo. Una sombra se aproximó hasta ubicarse a su lado y encendió un cigarro con esa llama.

Ana, que era siempre la encargada de hacer las compras, distinguió el tupido bigote y la cigatriz de la ceja del carnicero que vendía a unas cuadras de allí. Suponía que el que fumaba era su hijo, Richard.

Nunca había notado que el muchacho era zurdo, pues sostenía el cigarro con la izquierda.

—Sí, son las hermanastras de Cenicienta —respondió un tercero. A este sí lo reconoció por su voz. Gustavo, el mejor amigo de Cenicienta. ¿Qué hacía en la casa a esas horas de la noche?

—¿Qué coño haces aquí a esta hora, Gustavito? —preguntó Gris—. ¿Esos bichos vienen contigo?

Gris podía parecer letal con la lengua, pero en realidad sólo decía las cosas que pensaba tal cual cruzaban por su cabeza, sin ediciones, sin maquillaje. Eso a veces le costaba algunas relaciones, pero para ella era mejor así, no extrañaría a nadie que no valorara la sinceridad.

El fósforo ya se había apagado y lo único que se lograba distinguir ahora eran las hiervas encendidas del cigarrillo consumiéndose.

«Oohh, proclamo tu nombre», se escuchaba gritar a la anciana con toda pasión. «Sí, sííí, te invoco ahora. Ahora. Ahoraaa».

—Vinimos por el baile que organizó Cenicienta —se esforzó en aclarar Gus por encima de los gritos de la vieja. Todavía se escuchaba el «Ahora! ¡Ahoraa!».

Ana abrió la boca para hablar pero una ráfaga de humo se coló por su garganta y la hizo toser. Su hermana tomó la palabra por ella.

—¿De qué jodido baile me hablas?

—Disculpadme usted, mi bella dama —intervino la voz del carnicero, su hijo seguía reduciendo el tamaño de su cigarro y no decía ni una palabra—. ¿No es hoy el cumpleaños de vuestra hermana?

—Hermanastra —corrigió una voz que descendía taconeando por el espiral de escaleras del centro. Cuando al fin estuvo al alcance de la vista, Ana distinguió aliviada que era su madre y traía una pequeña velita roja consigo—. Y no, no es hoy su cumpleaños. Es mañana.

—Disculpad que le corrija, señora, pero ya es pasada la medianoche. Me parece que entonces no nos hemos equivocado y el cumpleaños de su joven hija es hoy.

—Sigo sin entender un carajo, ¿qué importa todo eso que están diciendo? Cenicienta no nos dijo nada de ningún baile.

—Y a mí mucho menos.

—Yo tampoco entiendo nada de esto.

—Es prudente que nos marchemos ahora, hijo, he detectado una situación familiar delicada.

Entonces se abrió la puerta de la anciana y esta salió con un velón ardiendo en su mano.

—Mi buena señora, ¿no debería estar usted durmiendo?

La mujer cojeaba, secuela de la caída accidental que había tenido hacía unos meses y de la que nunca se podría recuperar del todo. Su ama la apremió para que se acercara a la reunión y dándole  un beso en la frente le explicó que por motivo del apagón no pudo continuar con su sueño y le pidió que por favor acompañara a todo aquel que no pertenecía a la casa a la salida.

La anciana lo hizo tal cual se le expresó, pero nada más llegar a la puerta se detuvo y volvió a mirar a su ama.

—¿Señora?

—Puedes hablar, nana madrina.

—¿Y las llaves?

—No le puse cerrojo, puedes abrir.

—Cerrojo no, mi buena señora. Candenas. Tiene un gran candado. ¿Me pasa la llave?

La mujer tiró su vela al suelo, el plato se hizo añicos y el vidrio al fracturarse casi parecía gritar entre todo el silencio. Corrió hasta la puerta y comprobó por sí misma que lo que decía la anciana era verdad. Tiró de las cadenas un poco, pero casi no cedían, estaban muy bien sujetas. Y, en efecto, un gran candado las mantenía unidas.

—Ana, Gris. ¿Quién ha puesto esto, quién tiene la llave?

Pero no fue la voz de ninguna de sus hijas quien le dio la respuesta, sino otra que no se podía disntinguir de dónde provenía. La voz de su hijastra.

—Nadie saldrá de aquí esta noche.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Where stories live. Discover now