LVII

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La naturalidad con la que habían sonado sus palabras nos hizo sonreír suavemente a ambas, y el estómago me hormigueó como quien conoce a alguien admirable por primera vez.

– Que sean dos –añadió ella.

El pecho me dolió un poco; su sonrisa se atenuaba y su mirada era intensa. Me sentí estúpida al darme cuenta de que esperaba a alguien. Me retiré rápidamente a traerle las bebidas y cuando las dejé sobre la mesa ella cerró una mano alrededor de su vaso pero sin cogerlo.

– Gracias –dijo, y después de una pausa–. Te invito a esta.

Titubeé porque estaba a punto de irme.

– ¿Cómo?

– Digo que –explicó lentamente, y noté en ella cierta prudencia-, si te apetece sentarte unos minutos, ese gin tonic es para ti.

De nuevo las hormigas mordisqueándome las paredes del estómago.

– Oh –fue lo único que se me ocurrió decir, tan sorprendida estaba–, es que... no sé si puedo...

Miré a los lados mientras hablaba, todos mis intentos de no parecer nerviosa estaban siendo fallidos, y justo por mi lado pasó mi jefe, que se quedó mirándome como intentando averiguar qué me trastornaba o si tenía algún problema con el cliente. Lauren aprovechó para dirigirse a él.

– ¿Te importa que te robe a esta camarera cinco minutos? –le preguntó con una sonrisa encantadora que me puso aún más nerviosa.

Él se relajó al ver que todo estaba correcto.

– Claro, quédatela, de todas formas su turno acaba dentro de media hora –respondió con espontaneidad, y luego se dirigió a mí apuntándome con el dedo–. Pero recuerda que tienes dos mesas por limpiar.

– Sí, sí, enseguida voy –contesté atropelladamente.

Mi jefe nos guiñó el ojo antes de irse, un gesto bastante habitual en él, y Lauren le regaló una sonrisa de agradecimiento. Sentí que a cada minuto que pasaba mis muros de hielo se iban derritiendo y traté de mantenerlos. Me senté en la silla con la espalda erguida y esperé a que ella bebiera para hacerlo yo también. Recordé que estaba enfadada (si con ella, conmigo o con el mundo, no importaba en ese momento) y recobré mi expresión severa. Ella también se puso seria.

– ¿Qué quieres? –pregunté.

Ella bajó los ojos un instante esbozando levemente una triste sonrisa y miró sus dedos, que jugueteaban con la base de la copa.

– Si no quieres estar aquí... no quiero obligarte ni entretenerte.

Una punzada de remordimiento por haber sido tan brusca me hizo relajar la espalda echándome hacia adelante y coger el vaso.

– Perdona. Es que no entiendo todo esto -admití.

– ¿A qué te refieres?

No vi su cara cuando habló porque tenía la mirada clavada en las burbujas del gin tonic, pero escuché su voz, que denotaba sincera curiosidad.

– A que vengas por aquí tú sola, no sé –me quedé callada y después empleé un tono más duro–. No querías verme más.

La tensión que se instaló en el silencio podía palparse en el aire. No nos mirábamos. Yo bebí un trago, ella no lo probó.

– Tienes razón –dijo–. No estoy siendo muy congruente. Pero quería hablar contigo, y no sabía cómo hacerlo.

– Pues aquí me tienes –dije levantando la vista por fin y clavándola en sus ojos, casi pude ver en ellos los míos reflejados, oscuros por arriba y por abajo, la mirada desafiante–, para decir lo que tengas que decir.

El arte en una mirada; CamrenWhere stories live. Discover now