XIV

4.6K 337 12
                                    

Recorremos el camino hasta su casa en silencio. No sé cómo debo actuar ni qué debo decir y me siento un cero a la izquierda. El hecho de que me lo haya contado a mí me halaga pero el que no lo sepa nadie más me hace encontrarme de golpe con una responsabilidad que me viene grande.

Llegamos a un edificio en cuya puerta Lauren se detiene. Me alegro que me haya pedido que la acompañe porque a mí también me preocupaba que se fuera ella sola. Saca la llave y me mira titubeante.

– A veces Brad me espera arriba, en la puerta –explica con algo de apuro–. Me siento ridícula pidiéndote estas cosas...

– Te acompaño –afirmo sin dejarla terminar y, por una vez, me parece que he conseguido mirar a través de sus ojos, que he cambiado las tornas sin querer; quizá es que, por una vez, la entereza que siempre la acompaña está flaqueando.

Me da la espalda para abrir la puerta del portal y se hace a un lado para que pase tras ella. Se le nota en la cara que la situación le hace sentir mal y me pregunto si me lo hubiera pedido estando más sobria. En realidad yo misma sé la respuesta, pero decido archivarla en algún rincón de mi mente y no darle la credibilidad que merece.

Lauren pulsa el número cinco dentro de ese minúsculo ascensor y, nada más cerrarse las puertas y comenzar a elevarse, la tensión es palpable en el aire. La pantalla muestra gradualmente el uno, el dos, el tres... y, también gradualmente, los músculos de Lauren van contrayéndose. No puedo imaginar el miedo al que debe de ser sometida cada vez que se abren las puertas en su planta, temiendo encontrar a su ex marido en la puerta. No poder ir tranquila ni a su propia casa.

Al final, cuando el ascensor llega al quinto piso, me encuentro con que yo también estoy tensa. No escucho la respiración de Lauren mientras las puertas se abren, pero la recupera al ver que no hay nadie.

Se dirige directamente a su puerta y yo la sigo. Ella la abre y mira en su interior, lo que me hace preguntarme con cierta alarma si ha llegado a encontrárselo dentro de la casa alguna vez, o si es el alcohol, que no la deja pensar con claridad.

– ¿Todo bien?

Ella se gira para mirarme y se mantiene al otro lado del umbral de la puerta.

– Sí –contesta más tranquila–. Mil gracias, Camila, de verdad. Siento la tarde que te he hecho pasar. Ahora me da miedo que te vayas sola...

Se interrumpe para mirar al ascensor repentinamente y yo afino el oído. El sonido de la maquinaria indica que está descendiendo de nuevo a la planta baja y una mano temblorosa me agarra el brazo. Lauren escucha atentamente y, cuando se da cuenta de que el ascensor está subiendo de nuevo y no se detiene en el primer piso, ni en el segundo, ni en el tercero, ni en el cuarto, tira de mí hacia dentro de la casa y cierra la puerta tras de sí.

– ¿Te has fijado en si nos seguía alguien? ¿Y si estaba abajo y me ha visto entrar? –pregunta atropelladamente entregándose al pánico.

Yo la sujeto por los hombros, obligándola a mirarme a los ojos.

-Lauren, tranquilízate –le digo suavemente–. Déjame mirar.

Ella asiente con la cabeza y, a pesar de que apenas la veo debido a la oscuridad de la casa, puedo apreciar un brillo de humedad en sus ojos.

Escuchamos el sonido mecánico de las puertas abriéndose.

– No hagas ruido –me susurra.

Me asomo por la mirilla y veo a un señor mayor dirigirse a la otra puerta, abrirla con su llave y cerrarla después de entrar. Después me giro para encontrarme con un bulto tembloroso que me mira, inmóvil.

– ¿Ves? Sólo era un vecino –la tranquilizo.

Distingo sus hombros relajarse y se mueve para encender una lámpara de pie que hay en la esquina. Aprovecho para admirar la casa a mi alrededor y descubro que nos encontramos en el salón. Ella se frota los ojos con cansancio.

– Perdona, no quería secuestrarte aquí dentro –se disculpa recuperando poco a poco su tono de broma al verse a salvo–. Me he puesto nerviosa.

Respondo con un gesto de cabeza, quitándole importancia, y ella consulta su reloj de muñeca.

– Te he entretenido un montón –se sorprende–, no sé cómo pagártelo.

– No tienes que pagarme nada... –le contradigo, pero ella me interrumpe.

– ¿Has cenado?

Me pilla desprevenida esa pregunta que me suena a cuidados de madre preocupada. Bueno, al fin y al cabo podría ser mi madre.

Siento una pequeña aguja en el pecho ante ese pensamiento.

– Eh... No –contesto.

– ¿Y tienes hambre? –se dirige a la cocina, que está unida al salón, y abre la nevera para inspeccionarla.

– Lauren, no es necesario, de verdad. No me debes...

– Porfa, Camila, déjame invitarte –me interrumpe de nuevo–. Si no lo hago me voy a sentir fatal.

Me quedo en silencio mientras ella rebusca en la nevera, para cerrarla después con algo de frustración y apoyar la espalda sobre ella, mirándome.

– Bueno, siempre se puede pedir una pizza. ¿Te gusta?

Se me escapa una sonrisa irónica.

– ¿Me estás preguntando si me gusta la pizza?

– Tomaré eso como un sí –contesta y, con un guiño, va a por el teléfono.

Un rato después, tras haber decidido y pedido la pizza, Lauren saca dos botellines de cerveza y me ofrece uno. Yo lo acepto aunque tengo que morderme la lengua para no opinar cuando ella abre el suyo y le da un trago. Lo cierto es que lo último que le conviene es más alcohol, después de todo lo que ya ha bebido, pero no soy nadie para decirle a una persona de su edad lo que le conviene así que prefiero no decir nada por lo que pueda ofenderse. Si yo fuera ella no me haría mucha gracia que una cría viniera a darme lecciones de salud.

Con un resoplido, Lauren se deshace de uno de sus zapatos de tacón y camina más aliviada con él en la mano hasta que llega al sofá, donde se apoya para quitarse también el otro.

– Ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa –me dice sin mirarme, moviendo los dedos de los pies dentro de las medias.

Casi no me he movido de donde estaba y me encuentro de pie con la cerveza en la mano, cerca de la puerta, por lo que me aproximo al sofá con parsimonia. Puedo percibir que está mareada por la forma en la que se sienta, y como para no estarlo. Lo que me parece raro es que no se le note más.

Tomo asiento a su lado aunque dejando un notable espacio entre las dos, y me fijo en la mesa baja que hay frente al sofá. Está repleta de papeles, mezclados entre sí, además de una lata vacía que descansa en una esquina y me hace preguntarme cómo es el día a día de Lauren.

La situación me resulta tan extraña que tardo un rato en sentirme cómoda. Me pide que le hable de mi vida y comprendo que está haciendo lo imposible por pensar en otra cosa, por no quedarse atrapada en el bucle del que probablemente tanto le cueste huir día tras día.

El arte en una mirada; CamrenWhere stories live. Discover now