XXIV

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Lauren está agarrada a la barandilla del ascensor y puedo ver sus nudillos tornarse blancos de la fuerza cuando las puertas se abren. A pesar de no haber nadie, tarda unos segundos en moverse y una vez en casa, todo parece normal. La convenzo para ayudarla con la cena y, mientras ella cocina una sopa, yo me dedico a preparar una ensalada. Le he dicho a mi madre que me iba con mi mejor amiga unos días a las fiestas de su pueblo y le ha sorprendido tanto que se ha mostrado mucho más ilusionada que yo. Ventajas de no ser especialmente sociable.

Lauren está bastante más tranquila y eso me hace sentir cómoda. Sé lo poco que le gusta no sentirse independiente así que estoy haciendo todo lo posible por evitar transmitir esa sensación. Para mi suerte, funciona, pues incluso la oigo tararear una canción mientras regula la temperatura de los fuegos.

– ¿Te gusta el jazz? –me pregunta interrumpiendo la melodía que sale de sus labios.

Yo la miro y, aunque ella sigue concentrada en la olla, le sonrío.

– Claro –contesto animadamente para regresar a mi tarea.

– Genial –dice ella y, tras darle un par de vueltas a la sopa, la deja hirviendo y se dirige a un mueble del salón.

La escucho trastear por detrás de mí y sonrío con el ceño fruncido sin tener ni idea de lo que está haciendo. Termino con todos los ingredientes y sacudo las manos en el aire antes de limpiarlas con un paño y depositarlo de nuevo en la mesa. Me giro para encontrarla de espaldas a mí y me acerco intrigada. Lauren sostiene varios vinilos entre las manos.

– Guau –admiro, ya que me encantan.

Ella me descubre a su lado y me sonríe, después me ofrece los vinilos y yo los cojo, confusa.

– Elige uno –me dice y se dirige a un tocadiscos en el que yo no había reparado hasta ese momento.

La sigo y lo observo por encima de su hombro.

– Pero ¿de qué siglo es esto? –pregunto sorprendida al verlo tan desgastado.

– Pues del mío –contesta fingiéndose ofendida.

– Venga ya –digo riendo ante su reacción–. Dicen que Jesucristo era un tío majo, ¿es verdad?

Ella me golpea el brazo sin poder reprimir la risa.

– Sí. De hecho me advirtió sobre cierta petarda.

Su comentario me hace gracia y me da ternura a partes iguales, provocándome un cosquilleo en el estómago y una sonrisa imborrable en los labios.

– Venga, dame uno –pide extendiendo la palma de su mano y me decanto por Nina Simone, ganándome a cambio uno de sus guiños–. Buena elección.

Coloca la aguja sobre el disco y yo sigo todo el proceso atentamente hasta que las primeras notas comienzan a sonar y las cejas se me alzan solas.

– ¿Qué? ¿Creías que no funcionaría? –pregunta triunfalmente.

– La verdad, no sé. Parece viejísimo.

– Era de mi padre –confiesa, y el ruido del agua hirviendo nos devuelve a la realidad.

Regresamos a la cocina y ella retira la olla del fuego con premura. Mientras remueve la sopa echa un vistazo rápido a la ensalada.

– ¿No te gusta la cebolla? –pregunta extrañada.

– ¿Qué? –pregunto pero, antes de que le dé tiempo a responder, me doy cuenta de que efectivamente he olvidado la cebolla–. ¡Ah! ¿Dónde están?

Lauren se aleja hasta el otro extremo de la encimera y, desde allí, se vuelve para apoyarse de espaldas sobre ella con una cebolla en la mano. Con un gesto comprendo que me la va a lanzar y la atrapo al vuelo.

El arte en una mirada; CamrenWhere stories live. Discover now