XLIX

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Cuando salimos del restaurante la sonrisa sigue indeleble en los labios de Lauren. Caminamos mirando al suelo pero aun así es como si la viera. Un hombre choca con mi hombro y sigue su camino. Creo que ha murmurado una disculpa, pero es demasiado tarde, mi cerebro no la escucha, me paralizo, un tornado de recuerdos se acerca devastándolo todo a su paso y mi mente crea una escena inventada demasiado rápido para que pueda detenerla. Me hace imaginarme dándome la vuelta, mirando a ese hombre, encontrándome con sus ojos claros, fríos, moribundos, ebrios. «Tú», me dice. Todo lo demás fluye solo en mi memoria, ajeno a mí, ajeno a la realidad, una mano me agarra la muñeca y yo me suelto de ella bruscamente. Regreso a las calles, al restaurante chino que hemos dejado atrás, al volvo gris que está aparcado enfrente. Veo a Lauren mirándome fijamente, casi asustada, y me doy cuenta de que la mano que me ha agarrado, la que yo he rechazado automáticamente, era la suya.

– Lo siento –balbuceo.

– Estás temblando. ¿Te encuentras bien?

Asiento con la cabeza pero no logro transmitir mucha convicción. Lauren posa una mano sobre mi hombro con cautela, como si temiera tocarme.

– ¿Segura?

Asiento de nuevo. Me fijo en que, a espaldas de Lauren, un hombre se ha girado para mirarnos, o mirarme. Ella se da cuenta de que mis ojos se distraen en ese detalle y abre la puerta del copiloto.

– Venga, sube...

Obedezco y, una vez estoy dentro, me cierra la puerta y rodea el coche para subir por el otro lado. Cuando todas las puertas están cerradas, el ruido de la calle es amortiguado y el silencio me reconforta.

–Lauren, ¿puedo dormir en tu casa? –pregunto atrayendo toda su atención.

– Claro que sí, corazón –me responde colocando una mano en mi pierna y acariciándola cariñosamente.

No hace ninguna pregunta más en todo el camino. Sí hace de vez en cuando algún comentario, ya sea sobre el restaurante y lo mucho que le ha gustado, o sobre la carretera, o sobre la excursión, o...

– ¿De qué coño va ese tío? –exclama de pronto apretando el claxon un par de veces seguidas cuando un deportivo negro pasa por nuestro lado zumbando a toda velocidad–. ¿Te crees que vas solo, imbécil? Menudo capullo.

La situación me arranca una sonrisa.

– Lo has visto, ¿verdad? –me dice–. ¡Casi me deja sin espejo!

– Un auténtico capullo –corroboro observándola divertida.

– ¿Te hace gracia que casi me arranque un espejo o es cosa mía? –dice más sosegada.

– Me haces gracia tú.

– Ah, bueno, me dejas más tranquila.

Me río de su sarcasmo y siento el impulso de abrazarla, pero lo contengo.

– Así que me invitas a comer y después te ríes de mí –recapitula poniendo atención en la carretera.

– Me río de tu finura –aclaro.

– ¿Qué pasa? ¿Una es demasiado basta para la señorita?

– Pues claro, madame.

– Camila, Camila, no tientes a la suerte... –bromea uniéndose a mi risa.

Llegamos a su casa pasadas las cuatro y media. Noto que Lauren aún tiene por reflejo inquietarse antes de llegar a la puerta, revisar bien que no haya nadie, pero parece recordárselo a sí misma cada cinco segundos. Se descalza al atravesar el umbral y echar la llave y lo deja caer todo en el sofá, invitándome a hacer lo propio. Después se vuelve hacia mí y, aunque sonría, puedo ver la preocupación en sus ojos.

El arte en una mirada; CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora